Crimen pasional: o el mal en la creación poética
Pareciera que la búsqueda de un conocimiento que nos salve de esta máquina humana de fabricar miserias y carencias no alcanza. A veces las señales son claras pero la obsesión por abarcarlo todo, dominarlo todo, nos extravía en el camino.
Como una resignificación de la alegoría de la caverna, los que seducen y conducen al extravío son los laberintos oscuros de las pasiones. Un camino errante no exento de dolor, bronca, lujuria e impunidad.
Y como Pablo Castel en El túnel de Ernesto Sábato, Eugen Weidmann siente que no hay sistemas, métodos, ni siquiera modos que aseguren la plenitud que profesa el amor. No puede alumbrarse con el misterio de lo que acontece sin más., sin postulaciones metafísicas.
Si la creación primera, originaria, producto de la Naturaleza, no basta para ahuyentar las posibilidades del mal, Weidmann necesita entonces de una creación segunda, artificial y forzosa que lo traiga (al mal) a la vista para quemar toda duda posible de su nocividad. Pero esta creación sólo lo hace quemarse en su propia monstruosidad, cantando por momentos la verdad de sus extraños andares de autoconocimiento, gimiendo por momentos su ¿incomprensible? sentido y significado de mundo. Una creación poética donde el mal cumple el rol de la extrapolación. El mal poético donde el deseo y la obsesión pretenden expresarse de forma atronadora, vulgar y sublime a la vez.
De esta manera Weidmann -interpretado en altísimo nivel por el reconocido cantante y compositor Guillermo Fernández- es de alguna manera Castel: un hombre atormentado por fantasmas de carne y hueso, pero también un frágil y febril soñador.
Después del prólogo a la obra, un rasgo imperial augustiniano acompaña el cuerpo del asesino: una luz cenital protege cada uno de sus movimientos desde el proscenio, y no sólo ese sobretodo elegante y ampuloso, dotándolo de una autoridad solemne y sombría.
Pareciera dirigirse al auditorio romano, conquistarlo, sentirse sublime, tan perdido en el túnel de sus pasiones. El mal se enlaza a la naturaleza del poder. Y el poder, como sostenía Foucault, una bestia magnífica. (No por nada el pensador francés tenía una preocupación especial sobre el problema de la representación a partir de sus lecturas shakespeareanas)
Su amante -impecablemente representada por la reconocida bailarina y actriz Florencia Segura- de entrega total, alumbrada por el cuerpo de la palabra absoluta, sin artilugios, paradójicamente, es la pieza clave en el mal de su creación poética y también la excusa para no salir él mismo de su propia caverna, de su propia celda del lenguaje sobre ruinas de la memoria.
Este contraste gana en dramatismo con la fuerza de las proyecciones fílmicas, divididas en 13 episodios musicales (La pared, Así que me senté n°1, Amores a primera vista, Máquina de sufrir, Sólo, Filos, Gritos, Flores marchitas, Pedido de captura, Así es que me senté n°2, Sábanas blancas, Weidmann) que se manifiestan desde el fondo del escenario; proyecciones que bien pueden entenderse como extensiones de la propia mente del personaje principal. Un drama neorrealista no exento de onirismo.
[He tenido y aún tengo la gracia de corroborar el crecimiento artístico de Florencia Segura (En Nombrarás, Como si el tiempo se escurriera, Cuatro noches y el miedo a estar sólo, entre otras obras). Por ello considero que hoy por hoy, es una de las referentes nacionales ineludibles de la danza y danza teatro, incluso su carrera actoral recogerá frutos inimaginables en el sendero.
La proyección de su voz, la disposición de su cuerpo escénico, la elegancia, destreza y sincronización coreográfica se destacan en esta apuesta estética.]
En su propia fragmentación de la subjetividad, y por consiguiente, del arte, Weidmann la somete a las peores torturas y sumisiones. Aquí el asesino canta los versos atroces mientras irrumpe en escena, como recuerdos, toda la sensibilidad de la danza- teatro:
El atormentado femicida, ya en la piel del eximio bailarín Manuco Firmani, expresa coreográficamente su ferocidad, no sin elegancia, no sin seducción, no sin sagacidad, no sin aplomo. La genialidad de estas escenas radica en que el efecto gira la percepción de los acontecimientos: una maestría en esta disciplina enseña la pareja de baile aún sufriendo los espolones de la muerte. Aún ni la muerte detiene la creación.
Es probable que Ignacio González Cano, coreógrafo, no haya previsto esta reminiscencia que me provoca hacia el drama del Aniceto del querido Leonardo Favio.
La puesta escénica, completada con la musicalización en vivo a cargo de Cristian Zárate Sexteto, agiganta la forma de los objetos (silla, mesa, máquina de escribir, camilla, cama, velador, cuchillo) y, pareciera, que tiene la finalidad de sustancializar con belleza y hondura las sombras propias y ajenas que siempre acompañan al ser. Así, de alguna manera, nos hace recordar al film El tercer hombre, donde las sombras eran lo verdaderamente genuino y pulsional.
La ya señalada orquesta de tango es otro punto altísimo que, junto a la imponente y desgarradora voz de Guillermo Fernández, no dejaba dudas de que Astor Piazzolla y Pierre Phillippe se revelaban a través de ellos. La sublimidad se hizo tan humana gracias a las olas disruptivas del fluir de la vida en escena.
Decíamos que el neorrealismo no está exento de onirismo. Ahora bien, todo acto poético, como sinónimo de teatro, puede tratarse nada más que de un sueño. De un terrible sueño del que no se puede despertar y trastoca las zonas en que se arrojan los escombros de la memoria.
Las luces tejen sus máscaras
sin pedir permiso a los vientos,
las erinias se las colocan
para seguir cautivando
de amor, asombro y espanto
a los héroes en sus sueños.
(Ces Le Mhyte, La huella del erizo, editorial Hesíodo, 2015, p. 33)
Lamentablemente la verdadera historia de Eugen Weidmann, ciudadano alemán, asesino serial, secuestrador extorsivo, reconocedor brutal de sus crímenes, la mayoría mujeres -varias de ellas judías-, último guillotinado de Francia en 1939, no fue un sueño. Dejó una huella que extiende el apetito femicida por diversas tierras más allá de Europa.
Se puede decir mucho, y aún así no alcanza, acerca de la relación entre la pulsión de muerte y la Europa moderna y postmoderna siempre en crisis. Tal relación que, por supuesto, se expresa en los hábitos de consumo en sus sociedades. Hábitos de consumo que forjan los estereotipos de la sexualidad, donde desde siempre, pero siempre, lo judío queda marginalizado, excluido, eliminado. Para cerciorarse de esto quizás no baste mencionar ese genial trabajo del ensayista y lingüista Jean-Claude Milner, Las inclinaciones criminales de la Europa Democrática, que asienta aquélla relación mencionada en la tergiversación de ciertos conceptos, de ciertos pensamientos, humanísticos y filosóficos, por parte de los sistemas lógico-políticos europeos que siguen disfrazándose con harapos democráticos. Y digo quizás, porque hoy el femicidio, atrocidad que no se detiene, no responde ya a la eticidad eurocéntrica, sino que la sobrepasa. Es la naturalización del mal.
Wiedmann lo personificó en carne y hueso, para hacerse al tiempo un camino ruinoso para sí y para sus tristísimas víctimas. Esto no fue un sueño.
Sin embargo, su figura es lo que permitió a Pierre Phillippe indagar sobre el mal en cuanto tal, expresarse poéticamente, como acto de revelación, como triunfo de la palabra sobre la negación de la vida, con la notable composición musical de Astor Piazzolla.
Al fin y al cabo, es una propuesta teatral que no sigue al pie de la letra los datos duros de un hecho histórico sino que las notas al pie terminan por configurar esas zonas de lo no dicho, de lo intangible, de lo asombrosamente humano a su antojo. Será por esto y porque nos permite hablar de otras obras literarias, fílmicas, teatrales, que es tan conmovedora, tan superlativa, un aleccionador desquicio poético.-
Teatro de la Ribera, Buenos Aires, 2017.
FICHA TÉCNICA
Música Astor Piazzolla Guión original Pierre Phillippe
Traducción Jorge Fondebrider
Adaptación Marcelo Lombardero, Jorge Fondebrider, Guillermo Fernández.
Cantante Guillermo Fernández
Músicos Cristian Zárate Sexteto
Pablo Agri violín
Nicolás Enrich bandoneón
Esteban Falabella guitarra
Roberto Tormo contrabajo
José Luis Colzani batería
Cristián Zárate piano
Bailarines
Florencia Segura, Manuco Firmani
Coordinación de producción
Nahuel Carli, Lourdes Maro
Asistencia de dirección
Tamara Gutiérrez, Sofía Palomino
Asistencia de escenografía
Lucía Garramuno
Asistencia de dirección artëstica
Michelle Krymer
Coreografía
Ignacio González Cano
Diseño de sonido
Leo Leverone
Iluminación Horacio Efrón
Escenografía
Noelia Svoboda
Vestuario
Luciano Gutman
Arreglos musicales
Leonardo Sánchez, Cristian Zárate
Dirección musical
Cristian Zárate
Dirección artística
Marcelo Lombardero
Duración 80 minutos