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  • Luz Marus

Anaïs Nin en el Río de la Plata

«El amor único es demasiado peligroso, demasiado femenino. Henry no es un hombre, es un artista. No debo esperar todo de él.»


Anaïs Nin




Hace meses que le prometí al editor de Refugios un texto sobre Anaïs Nin.

Algo me lo impedía. Tal vez, estuve demasiado metida en mi vida real que por primera vez se parecía a las obras de arte que me gustan.


O capaz me daba miedo que mi nombre quedase asociado para siempre con el de esta escritora por la cual siento tanta admiración como rechazo.


Y otra vez el tema del título. No quisiera que fuese: "Anaïs Nin, por Luz Marus." porque sería lo primero que salte en Google y quedaría mi nombre definitivamente asociado al de ella.

No quisiera parecerme a ella, pero algo en ella me fascina.


Decidí que no voy a contarles la verdadera historia de Anaïs. Voy a contarles mi propia versión de ella y sólo a modo de suspiro. Para datos certeros y más información, está Google.


Anaïs escribe en primera persona, como yo. Anaïs escribió diarios íntimos durante décadas, como yo. Ella los guardaba en cuadernos de tapa dura. Yo en discos rígidos. Todos ellos se publicaron después de su muerte y sólo algunos durante su vida.

Igual que Anaïs, le encargué a mis personas queridas que cuando muera publiquen todo lo que hay en mis discos rígidos. Sólo guardo cosas que quisiera que se vean publicadas. El resto las elimino.

Ahora vienen las partes en las cuales el nombre de esta escritora asociado al mío en internet, me da terror.


Anaïs nació en Francia. Vivió y trabajo entre París y New York. Hasta ahí todo bien. Buenos Aires y Madrid son la versión hispano-hablante.

Anaïs se casó con un banquero y tuvo varios amantes, mientras estaba casada con él.

Anaïs tuvo sexo con su padre, a quien conoció años después de que la abandonara a sus siete años. Cumplió treinta y lo fue a buscar. Cuenta que se enamoró apenas lo vio.

Anaïs tuvo sexo con dos de sus psicoanalistas: Allendy y Otto Rank.

Anaïs tuvo sexo con un artista loco: Antonin Artaud.

Anaïs tuvo sexo con June, la esposa de Henry Miller.

Lo cuenta en otro diario titulado: Henry, su mujer y yo. Diario amoroso (1931-1932)

Escribió relatos eróticos sobre todas estas relaciones, incluidas la de su padre en un diario titulado: Incesto. Diario amoroso (1932-1934)


Cómo pudo hacer todo esto entre 1920 y 1970, a la luz de todos, es un misterio.

Surgen otros misterios. Su marido, el banquero, Hugh, ¿sabía todo y lo permitía? ¿Lo disfrutaba? ¿Lo padecía?

Su aventura con June, la esposa de Henry, fue real, o fue una estrategia para no perder a quien realidad amaba, Henry?

¿Realmente creía en estas cosas que afirmaba?

“Le pido que no me trate como a una mujer corriente, que continúe su vida como antes, gozando de otras mujeres, que el amor debe ser grande y ensanchar su vida, no estrecharla."

Anais se convierte en escritora cuando conoce a Henry Miller, o al menos decide confiar en ella y se lanza a la publicación.


Anaïs afirmaba que no tenía ninguna moralidad:

"Se que la gente se horroriza, pero no yo. Ninguna moralidad mientras el daño hecho no se manifieste."


Anaïs sufría mucho. Se nota en sus palabras desgarradoras.

"Cuando quedas atrapado en la destrucción, debes abrir una puerta a la creación."


Anaïs, desde mi más subjetiva interpretación, tuvo un sólo amor: Henry Miller. Pero tal vez sea mi mente romántica, exclusivista, que cree que sólo se puede amar de verdad a un sólo hombre en la vida.

Leo una frase de ella: "Cualquier forma de amor que encuentres, vívelo. Libre o no libre, casado o soltero, heterosexual u homosexual."

Entonces decido finalmente mandarle el texto a mi editor y arriesgarme a asociar su nombre y el mío para siempre y que el azar lo asocie como quiera dentro de décadas, cuando ya ninguna de las dos exista y como todo en Internet resuena en tiempo presente, algún alma desprevenida crea que fuimos amigas, o tal vez, que fuimos la misma persona, y se confunda esos siglos que de lejos parecerán el mismo, siglo XX, siglo XXI, da igual esa gente rara que escribía sobre el erotismo y el amor.


Le mandé esto a mi editor y me dijo:

"Me gustó lo que escribiste. Pero al final me esperaba un relato tuyo, algo más personal, aunque relacionándolo con ella."

Mi respuesta fue contundente: No tengo nada que ver con Anaïs Nin. No tuve sexo con mi padre (y si lo hubiese tenido no lo publicaría) y no tuve ni tendré muchos amantes a la vez. Más por intereses restringidos -no poder focalizar en dos cosas al mismo tiempo- que por una postura moralista o una loa a la fidelidad. Prefiero lidiar con la infidelidad del otro que con la propia. Y también, vale aclararlo, cierta misantropía que oculto con elegancia.

Empecemos por poner en contexto a Anaïs para corrernos del prejuicio. Era la década del '30 y del '40. Pleno auge del psicoanálisis. Anaïs se analizaba con los primeros psicoanalistas, los que estaban probando las ideas de Freud recién salidas del horno. Hicieron interpretaciones demasiado literales del estilo: "Si el hombre desea en todas las mujeres, de manera inconsciente a su madre y la mujer a su padre (eran contextos hetero-normativos), y todos sus traumas tienen que ver con eso, entonces resolvamos el problema ahí.

Anaïs, en su búsqueda desesperada de niña abandonada, intenta resolver sus carencias y sus dolores en el mismo lugar y con el mismo que los ocasionó: "Padre reunía a todos los hombres que amaba: Era Henry, era Allendy, era Hugh, era Antonin."

Hoy un psicoanalista porteño le diría: "No, Anais, era exactamente al revés. Encontrabas en todos los hombres algún rasgo de tu padre y por eso te gustaban. Claro que, cuando lo veías a él, veías a todo en uno porque justamente, era la Matrix."


Pasaron muchos años hasta que pudiésemos entender realmente a ese revolucionario atrevido.

El psicoanalista porteño - o el porteño directamente- hoy no sólo sabe que esto es perfectamente normal, sino que es necesario para ser un neurótico y no un psicótico o un perverso.

También puede ser al revés. Pero ya está bien de explicaciones, sino se convertiría este texto en un tratado de psicoanálisis.


Pero el chiste estaba en no saberlo. En que no nos diésemos cuenta. Freud nos corrió el velo, como un detective que le descubre el truco al mago. Al principio es bastante difícil de digerir. Tanto que nos empeñamos en volver a ocultarlo, pero ya no podemos.

Como cuando te dicen: "Los reyes son los padres." y algo en tu mente infantil se resiste pero a la vez tu pensamiento racional ya establecido dice: "Claro, todo cierra. Por eso se equivocaban y nunca me traían exactamente lo que pedía. Por eso me trajeron una Kodak -que dejó de funcionar a los pocos meses- en lugar de una Polaroid."


Pero algo dentro tuyo, una vez que lo sabés, no te permite volver a creer.

Con el tiempo, lo resolvés empezando a creer en otras cosas, no por eso menos delirantes.

Pero entendamos, la pobrecita de Anaïs, atormentada por sus traumas de abandono, tomó de estos psicoanalistas el temita del Edipo de manera demasiado literal y fue a buscar a su padre real para intentar resolver todo allí. Y el padre, bueno, digamos en su defensa que no la había criado él y que de repente se encontró con una mujer hermosa de treinta años que tenía algo de él. Además, era un compositor muy talentoso y como todo artista en esos años, no tenía demasiados prejuicios frente a nada.


Siguiendo detenidamente los diarios de Anaïs paso a paso, podemos observar que luego de estos encuentros eróticos con su padre, su relación con los hombres no sólo mejoró, sino que además comenzó a comprenderlos profundamente en sus contradicciones, vicios, inseguridades y mezquindades. Me atrevo a decir, que incluso se enamoró por primera vez de verdad, de Henry Miller. Pero todo esto puede ser, claro, sólo producto de la casualidad o de la madurez.


Una vez aclarado esto -al menos hecho el intento-, puedo empezar a mezclar mis relatos con el de ella sin horrorizarme, y sobre todo, sin horrorizar a mi editor.

Le pedí a T. que me llevase a pasear en auto de noche a la Costanera. Accedió de manera natural como si no se diese cuenta del pedido excéntrico.

Era el lugar al que me llevaban mis padres con sus amigos de noche. En los '80, era un lugar obligado para gente de cierto estilo de vida. Los famosos "carritos" de la costanera.

Como me portaba tan bien de niña -mucho mejor que mi hermano- me decían que me llevaban a mí y que a él lo dejaban con mis abuelos. Algunas veces, iba sólo con mi padre y sus amigos. Otras veces, sólo con mi padre.

Mientras los adultos hablaban de cosas incomprensibles -pero siempre de un país en llamas- miraba el río. Había un restaurante que se metía adentro de en un muelle y generaba la sensación de que estabas adentro de un barco. Y otra cosa fascinante: Los aviones gigantes pasando cerca de mi cabeza. El mundo, entonces, era fascinante. Puedo asegurar que ahí comencé a fabricar historias en mi mente, mientras los adultos hablaban de que el país, como siempre, se caía a pedazos.

La costanera, muchos años después, se convirtió en un lugar desolado, pero fascinante de otra manera. O tal vez sea la nostalgia.


Mi primera expresión verbal cuando estuve cerca de la baranda del muelle de palos oxidados que no se cambian hace años fue:

- Mirá...las casitas.

- Son las tomas de agua.

- Ah , ¿eso eran?

- De ahí sale el agua que tomamos.

- ¿De ahí sale el agua de la canilla? Qué asco.

- Sí, de ahí sale.

- Hay luces de colores...

- Son las luces de Aeroparque, que indican a los aviones la pista de aterrizaje.

- Parecen puestas a propósito para nosotros.


Había un farol. Varios faroles. No había parejitas en el muelle oxidado, sólo grupos de tres o cuatro hombres sentados haciendo quién sabe qué.

En un momento me dice: "Vamos, nos tenemos que ir."

Caminamos para un lado del muelle, me agarra de la mano y gira para el otro lado. Los grupitos de hombres parecían que venían hacia nosotros.

"Caminá derecho, vamos! rápido!"

Trataba de seguir los pasos largos de T. con mis botas texanas. Intentaba tranquilizarlo desde mi mayor inconsciencia:

"No pasa nada, está todo bien. Es una noche hermosa."

"Caminá". Me decía enérgico, mientras me apretaba la mano con fuerza.

Al salir del muelle escuchamos que un tipo le dice al otro: "Acá se puede tomar merca tranquilo."

Una vez en el auto, la adrenalina al tope me dice:

"Ya está. Nos salvamos. Tendría que haberme dado cuenta antes, no era un lugar para ir."

Lo beso y le digo que cómo hace para estar en todo y controlar todas las escenas al mismo tiempo. Me siento segura con él.

Empieza a manejar para el lado de mi casa. Cierro los ojos porque hay demasiados faroles con luces blancas de bajo consumo. Recuerdo que antes no era así. La costanera tenía una iluminación tenue y amarillenta, como en sepia.

Tengo mucha sed. El viento me había secado la garganta. Le pregunto si tiene una pastilla o un caramelo.

Saca de no sé donde, un chupetín de bolita rojo.

Me recuesto en el respaldo mientras abro la ventanilla. El viento me da en la cara. Trato de abrir el chupetín. Realmente necesitaba algo dulce. Recuerdo el sonido del papel, la textura, los dedos pegoteados. No se abre. Finalmente, uso mis dientes.

El sabor a frutilla intenso que hacía años no sentía en mi boca. "El sabor a fresa- dijo alguien el otro día en una serie- es un sabor de niñas. ¿Qué adulta pide ese sabor en Starbucks?"

Abro la ventanilla con la mano pegoteada para mirar el río mientras T. maneja concentrado en salir de ahí lo más rápido posible.

Le murmuro: "Me llevas a un lugar alto."

Entiende que era una pregunta...o un pedido.

Repite, como buscando en su mente: "Un lugar alto..."

Después de unos segundos dice aliviado:

"Ahh, era una metáfora. Menos mal."

Por unos segundos creyó que le estaba pidiendo que después de este antro de narcos peligrosos y barrotes oxidados frente a un río sucio, ahora me llevase al lugar más alto de la ciudad.

Habrá pensado algo así como: "Esta se cree que estamos en Manhattan o en Londres. ¿Dónde mierda encuentro ahora un lugar alto, no peligroso, un viernes a la noche en Buenos Aires?"

Lo quise tanto por esa confusión: Esos microsegundos en los cuales estaba haciendo cálculos rápidos en su mente para encontrar un lugar alto en la ciudad.

Me acerco y empiezo a besarlo mientras maneja. Nos perdemos en las calles empedradas de mi barrio.

Pienso en Freud, en Anaïs Nin, y en el párrafo de esa canción que me cantaba mi padre cuando comenzaba mi insomnio infantil:


«Esta nena linda

que nació de noche

quiere que la lleven

a pasear en coche.»

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Fotografía: Sergio Levin



Luz Marus


Escritora, periodista, conductora de tv y radio. Fundadora y Directora de las revistas Una más y La Porteña. Fue conductora del programa de tv ¿En qué bar?, por canal (á) y fue una de las conductoras del programa radial Políticamente incorrectas, que se emitió por Radio de Salón. Es autora de las novelas La amante de Stalin, Tu última lolita y Terrorismo emocional.







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