top of page
  • Claudio Ramos

Sur



Volver es inevitable. Doloroso pero inevitable. Vuelvo al sur. Si no vuelvo no empiezo. Alzo la cabeza. Veo la puer­ta. El “88” de Pepirí que se lee no es el número original. El “1889” se borró. Para algo mis pasos me trajeron hasta acá, tengo que entrar. Tal vez en algún lugar lo encuentre. Qui­zás debajo de alguna baldosa o en la pared color tiza donde jugaba a la pelota, esté el kilómetro cero.

Los escalones de la entrada me esperan aburridos, tristes. Ya nadie se sienta a tomar mate en las tardes de primavera. Saco el manojo de llaves de mi pantalón; entre tantas apa­rece la vieja trabex que aún hoy debería funcionar. Garúa. Despacio giro la llave hacia mi reencuentro. Si tanto tardé en venir, no me voy a apurar.

La cerradura oxidada responde al segundo intento. La puerta se resiste, pero termina cediendo. Solo, entro en mi pasado. Ya no vive nadie en la casa del sur. Un silencio frío y olvidado es su único habitante. El pasillo de entrada está lleno de tierra que cubre el piso rojo. Mis pantalones se lle­nan de polvo. Pateo hojas secas que entraron sin permiso. Llego a la puerta del comedor, apoyo mi mano y la puerta se abre. No viene a festejarme Garufa, sus ladridos no retum­ban en la casa. La humedad es la única que me saluda. Lo que busco no se ve, está. Tal vez el oído o el olfato, ayuden. Avanzo. Tengo que volver a sentir, entro en lo que fue la co­cina. Aspiro, nada. Cierro los ojos y recuerdo, el olor a tuco llega de a poco, comienza a instalarse, tanto que si tuviera un pedacito de pan podría mojarlo dentro de la olla.48

¿Qué vine a buscar? A mí ¿A quién si no? Vine a pregun­tarle al chico que fui, quién quería ser. Escucho un ruido en el patio y voy. Ahí está, estoy. Diez años, haciendo jueguito con la cinco de cuero.

—Hola— me saluda.

—Hola. ¡Qué lindo estás!

—Gracias, qué sorpresa. No esperaba verte. ¿Así que me ves lindo? Yo no me veo...

—¡Pero sí! ¿Te miraste al espejo?— digo, y sé la respuesta.

—No me gusta mirarme, ya sabés. Estás viejo—, dice riendo.

—¡Pará, viejo no! Tengo cincuenta, no estoy tan mal.

—Cincuenta, yo tengo diez. A los cincuenta sos viejo, jaja. ¿A qué viniste?

—A buscarme, y... acá estás.

—Y claro, vivo acá. Nunca me sale el jueguito con la pe­lota, soy medio bol...

—No, no digas eso, no te lo creas, si no...

—Y bueno, pero no me sale.

—Pasámela.

Las plantas del patio, marchitas, empiezan a tomar el ma­tiz del verde de entonces. Ya no garúa. Me pasa la pelota, hago tres, cuatro, cinco toques y se me cae.

—Vos también sos medio boludo— Y se ríe con mi risa, me gusta. Las paredes retoman el color tiza que tenían.

—Hagamos jueguito con la cabeza –propongo.

Se la cabeceo, me la devuelve, llegamos hasta diez y fes­tejamos como si fuese un gol de Boca. Me parece escuchar una voz de mujer, una voz conocida; miro hacia la cocina, está vacía, solo el patio renace.

—Nunca me había salido con otro— me dice, y se enco­ge de hombros. —¿Así voy a estar a los cincuenta?

—Y... sí, ¿tan mal te parece?

Se acerca con la pelota abajo del brazo, me toca la cabeza.

—Estás pelado –dice con ojos pícaros y se ríe.

—Hace mucho, desde los veinte y pico.

Miro su pelo finito, lacio, flequillo. Ya ni me acordaba. Mis fotos de esa época las tengo en un cajón. No las volví a ver.

—Decime por qué viniste.

—Ya te dije.

—No, decime.

—Vos sabés, por el...—me cuesta decirlo, busco las pala­bras, es un chico –...juego con el vecino.

Me mira y los ojos marrones se le destiñen. El olor a tuco es más real, me parece escuchar una radio en el dormitorio.

—No quiero verlo más, y mamá no me defiende, me abraza, me consuela, pero...

—Hace lo que puede. Vas a tener que poder vos solo.

—Pero yo tengo diez, él dieciocho, y es más grande.

—Ya lo sé, pero no hay otra, si no...

—¿Vos no podés hacer nada?

—No, ahora no; dependo de vos.

Hace picar la pelota contra el piso, la pone debajo del pie derecho, me hace unos amagues, quiero sacársela y me hace un caño.

—¡Ole! –estira las “e”, y se ríe.

¡Cómo extraño esa risa! Pasa por un costado y cuando me doy vuelta ya tiene la pelota en su poder, mientras juga­mos le hablo.

—¡Decile basta! ¡Decile que no querés jugar más! –es casi un reto, ¿o una súplica?

—Éste es mi arco— me dice y marca entre dos macetas que no estaban cuando entré. —Y aquel, el tuyo.

Me doy vuelta y veo dos cajones de soda “La Marina” que tampoco estaban. El cielo ahora está celeste y un reflejo de sol corta la pared detrás de mi arco.

—A tres —me desafía.

—A tres –acepto.

Viene hacia mi arco, le saco la pelota con facilidad, es­tira sus piernas cortas y yo protejo el balón nada más que poniéndole el cuerpo, cambia de estrategia y se para frente a mí.

—No voy a poder decírselo, me amenaza con contarle a todo el mundo.

Hago un amague, se desacomoda, lo gambeteo y cerca de las macetas hago el primer gol. Lo festejo con el puño apre­tado. Agarra la pelota y viene para mi arco.

—No le va a contar a nadie, él tiene las de perder, no vos. Vos tenés el poder, no él.

Lo dejo acercarse, patea sin convicción, tapo la pelota y voy hacia su arco, se tira a mis pies, la punteo y se la paso por arriba de las piernitas flacas, de taco hago el segundo. Casi no lo festejo. Veo bronca en sus ojos.

—¿Y si se entera papá?

Empieza a avanzar hacia mi arco, amaga patear, me como el amague, “¡ole!” dice de nuevo y con las “e” estira­das.

Ahora yo siento bronca; quiero sacársela y no puedo.

Con el rabillo del ojo veo que los vidrios de la cocina empañados, ¿por el frío? ¿por el vapor que hay en la cocina? Cuando vuelvo a concentrarme en el partido la pe­lota pasa entre los dos cajones de soda.

—Dos a uno. Lindo gol ¿no? –me dice sobrador.

Agarro la pelota, la pongo bajo mi pie derecho y ataco yo.

—¿Sabés cómo me duele cuando jugamos?

—Sí, lo sé –le digo.

Ahora mis ojos marrones se empañan; pierdo la pelota, me la saca fácil y va hacia el gol, me tiro a los pies y me gambetea hábilmente, en la caída se me rompe el pantalón en la rodilla.

—Dos a dos. El que mete el gol, gana.

Saco desde mi arco. La radio ahora se escucha con más claridad, suena un tango: Malena. Se para frente a mí, ahora el caño se lo hago yo. ¡Ole! Y estiro las “e”, y me tira una pa­tada en el tobillo.

—Foul– protesto.

—Ni te toqué.

Estoy de costado al arco, no puedo errar, pateo y pega en el poste maceta. Rápido agarra la pelota y me quiere pasar, lo desplazo con el cuerpo.

—Foul –protesta.

—Ni te toqué –le digo.

Un brillo distinto enaltece sus ojos. Odio, odio puro, cu­rativo. Voy camino al arco, estoy de frente, a medio metro, ahora sí, no voy a errar. Luego todo ocurre casi en simultá­neo.

—No voy a jugar más con el vecino –me dice y me quedo parado con la pelota abajo del pie.

—A comer, hijo– escucho la voz de mi viejo.

—Ya va, papá. Esperá que terminamos enseguida.

—Dale, no jodas, si estás solo; a comer, andá a lavarte las manos.

Toco la pelota a un costado y pateo al arco de los postes cajones, grito el gol con todo.

—¡Qué golazo! Golazo de Potente.

Grito y salto sobre mis piernitas flaquitas. La pelota pega en la pared recién pintada de color tiza. ¡Uy! ojalá el viejo no se enoje. La número cinco me vuelve mansa, la levanto con la punta del pie y hago jueguito; llego hasta diez.

—Muy bien, hijo, ¡un crack! ¿Con quién jugabas?

Mi papá sale al patio y me habla desde la puerta de la cocina, las manos en los bolsillos del pantalón, miro a mi alrededor, no hay nadie, se fue.

—Con...no importa, le gané.

Entro a la cocina, mamá me moja el pan en el tuco y me lo alcanza. Me revuelve el pelo con un gesto suave.

—¿Estás bien? –me pregunta.

—Sí, má, y con hambre.

—Lavate las manos que ya comemos.

—Qué golazo, viejo, ¿no? ¿Cómo forma Boca hoy? ¿Jue­ga Potente?

—Andá, andá. Mientras comemos te digo.

Voy camino al baño y desde ahí escucho:

—¿Está raro, no?

—Tiene otra vez brillo en los ojos.

Entro, me lavo con mucho jabón, me seco, pongo el ban­quito gris junto a la pileta, subo, me miro al espejo del bo­tiquín durante un rato largo, sale una sonrisa, me guiño el ojo izquierdo. En la cocina esperan los canelones con tuco.-


---------------------------------------------------------------------------------------------

Claudio Ramos es escritor y psicólogo social. Participó de diversos talleres literarios, entre ellos los de Pablo Pérez, Alejandra Laurencich, Ángela Pradelli y Luciana de Mello. Escribió la obra de teatro Una enfermedad temible y el año pasado público su primer libro de cuentos Al sur de todo, con la editorial independiente Peces de Ciudad que ya va por su segunda edición. Está próximo a salir su segundo libro de cuentos, No hay nada más en la noche, editada por El bien del Sauce, de Camilo Sánchez, con quien trabajó los textos de ambos libros.


Fotografía exclusiva para esta edición: Mónica Hasenberg
























40 visualizaciones
Featured Review
Tag Cloud
bottom of page