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  • Gabriela Amorós Seller

Traicionar a Sontag

Hace poco estuve revisando mis libros de arte y al entrever con dificultad uno de ellos, tiré cuidadosamente del mismo. Me percaté de cuál era y lo acerqué despacio a mi nariz con emoción contenida: mi primer libro de arte. Se trata del pequeño libro de bolsillo, El Greco, todas sus pinturas, de la Editorial Noguer. En su portada aparece una imagen de detalle, concretamente el rostro de ojos ascéticos y acuosos de San Pedro, perteneciente precisamente a la obra Las lágrimas de San Pedro. De niña abría las páginas de este librito una y otra vez contemplando sus reproducciones con mirada expedita. La sensación olfativa dejó paso rápidamente a lo que antaño mi cabeza grácil, menuda y excusada del peso de la cultura, solía barruntar cuando miraba las obras de El Greco: estas figuras alargadas son muy bonitas, parecen faros que se vuelven humanos porque quieren llegar al cielo y luego se juntan y parecen acantilados. La mirada infantil siempre está alerta al mundo de las apariencias, es decir, a las formas. Esta cándida epifanía del recuerdo no podía durar mucho tiempo, súbitamente me invadió un rumor que situé finalmente en una de las cartas magnas de Susan Sontag, su ensayo Contra la interpretación.


Ninguno de nosotros podrá recuperar jamás aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el arte no se veía obligado a justificarse, cuando no se preguntaba a la obra de arte qué decía pues se sabía qué hacía.


Fantaseo con que algunas de las máximas de Sontag han de trascender de un modo erudito y a la vez publicitario. Entonces me imagino intermediando con Vaenius o con Alciato para que acoja como epigrama de sus Emblemas algunos fragmentos de Sontag. Ello evidentemente sería traicionar a Sontag de una forma tan universal y estética que la escritora no me lo podría reprochar, o sí por estar su discurso insolentemente desentrañado. En este tipo de fantasías residen quizá mis aires de grandeza. Diré en mi desfavor igualmente que las ideas contra la interpretación de Sontag le vienen al pelo a una advenediza como yo en el mundo de la teoría estética puesto que, sin un atisbo de ingenuidad por mi parte, es decir, con intención y con interpretación, a veces me pongo a analizar las obras bajo la ordalía de que mis consideraciones son inauditas. Así es como especulo con que le he sido fiel a una naturaleza más encantadora, menos contaminada por la ceniza de la cultura. Pues no es así, mis ideas son fruto de los códigos interpretativos del tráfico cultural, o sea, de las ideas de otros mayormente aceptadas, y de una patológica intertextualidad, en todo caso. Verán, con esta confesión, que no pretende ser pornográfica, he querido empezar el artículo siéndome adepta, justificándome sin igual, es decir, interpretándome de la forma más Sontag.


Es cierto que la interpretación entendida como la entiende Sontag -un acto consciente de la mente que ilustra cierto código- se ha convertido en un irremediable aditivo, sí, y genera adicción, nos hace sentir altamente conservados bajo el status de la cultura. Se abusa de la idea de contenido para interpretarlo, la interpretación puede llegar a ser, enmascarada bajo una lábil sofisticación, como una corriente agraria que, en el terreno artístico, socava, arranca, resta, altera, suprime y disloca con su maquinaria el corpúsculo incandescente del arte.


Sontag circunscribe la interpretación, como proyecto en la cultura, a la época de la antigüedad clásica, concretamente a la era posmítica, cuando los textos mitológicos ya no cuadraban con la nueva conciencia que introdujo la ilustración científica. Había pues que reconciliar los antiguos textos con las nuevas exigencias de los lectores, y eso se logró gracias a la interpretación de forma que ésta preconizó un fenómeno de conservación de dichos textos. Pero la interpretación así entendida supuso una radical alteración del contenido de los mismos. Acto seguido Sontag, que me estaba maravillando mientras narraba la idílica intermediación del intérprete, asalta de forma súbita y lapidaria con una frase de agorera indignada: por más que alteren el texto, los intérpretes siempre sostendrán estar revelando un sentido presente en él.


Dicho esto, y después de tantos siglos de concubinato interpretativo, se explica el hecho de que hoy nos es tan difícil preguntarnos por qué somos tan facilones para recibir cada carga interpretativa, ni siquiera nos damos cuenta pues llevamos demasiado tiempo con la hermenéutica del alucinógeno. Y es que, en el caso que nos ocupa, la tarea de interpretar el arte nos es consustancial, está embebida y culebrea en todos los planes de estudios artísticos, en los preámbulos de las exposiciones, en la voz del propio artista que ha de adelantar -¿haciendo spoiling?- qué pretende, en todo tipo de taimadas subastas, en asaltos publicitarios sobre artistas y sus obras, en la propia narrativa de la historia del arte, en los obituarios de estilos decadentes, pasados de moda o no, y hasta en los brillantes textos de Sontag donde la autora interpreta temas de cine, de fotografía, de literatura. Estamos condenados a defender, a justificar hasta la saciedad, la obra de arte porque la obra de arte es exclusivamente su contenido. Y para mayor vivificación de la obra, si su “tema” se considera impreciso, inexistente o insensible a las nuevas necesidades de turno se convertirá en un despojo, ni siquiera en radicales libres para el mercado del arte.


En el terreno que nos ocupa, la devoción al contenido puede generar un giro adamascado pues desencadena un fenómeno de anverso y reverso entre la verdad y la realidad de la obra de modo que aquéllas se alternen y se inviertan gracias a una doble faz, como las texturas de las telas de damasco. Además, la devoción al contenido nos obliga pues a abordar un proyecto que nunca termina, ya que va virando según el contexto cultural de cada momento y supone un acto de evasión: el aspecto formal se deja a la deriva para incidir en el contenido cambiante y volver a crear un nuevo caldo de cultivo semántico en la obra. Queda pues liberado en ella lo molesto y lo inconveniente. Sontag circunscribe la culpa del profuso quehacer sobre el contenido a las ideas de Platón y, algo menos, de Aristóteles, que introdujeron la teoría mimética en el estado del arte, de forma que el arte ha de concebirse como una imitación de la naturaleza, o no es arte. Por ello comenzó ya, desde la antigua Grecia, a ponerse en primer plano de nuestra difusa mirada por naturaleza al contenido de un cuadro en detrimento de su aspecto formal, y se le dio pábulo estrepitosamente a lo que se dice que intenta transmitir una obra por encima de todo lo demás.


Menos mal que Ortega y Gasset, con La Deshumanización del arte, lanzó su desgarrada excelencia sobre el tema cuando habló del mero goce estético que puede producir una obra de arte, y cuando dijo que el pintor, enarbolando una nueva sensibilidad estética, ha de romper la realidad e ir incluso en contra de ella, deshumanizándola. Particularmente lo que creo que estaba proclamando Ortega y Gasset es que hay que derribar, de una vez por todas en las concepciones del arte, los pilares de la mimesis entendida como el oráculo de la razón pura.


Sigue afirmando Sontag que la interpretación es arrogante, que es una violación, que es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte, incluso sobre el mundo, que interpretar es empobrecer y que supone una hipócrita negativa a dejar sola la obra de arte. También cita a muchos artistas y literatos que se han visto rodeados de gruesas capas de interpretación.


Tengo que hacer un inciso, pues estarán conmigo en que Sontag abofetea, es deslenguadamente lúcida y actúa por sorpresa, no es nada filistea, va de frente, es deconstructivista y, a propósito de aspectos formales, su narrativa no es en absoluto lineal, por lo que a veces delimita mejor su celo demiúrgico con la escritura del asalto conspicuo.


No obstante, parece proponer la escritora una suerte de solución, algo que para mí huele a distopía, y es crear un vocabulario de las formas. Creo que Panofsky y Barthes, entre otros, puntualmente lo consiguen, estoy de acuerdo con Sontag. Pero pienso que este logro del vocabulario de las formas, del todo erudito, si se extendiera como algo universalizable, podría ser elitista y pervertir el ojo y la conciencia humana de la misma forma que ha ocurrido con el contenido. Llegaríamos así a la recta decrepitud de establecer un código al uso sobre lo formal de modo que nuestra mirada nunca podría recuperar jamás ni un reducto de autenticidad a la hora de contemplar siquiera las formas, la luz y el desorden visible de lo inconsecuente.


Pese a todo, y volviendo a una última pureza en la mirada, yo casi la consigo mediante el sentimiento nostálgico, con mi librito de El Greco. Esto me lleva a pensar que se puede traer a la vida, a través del recuerdo y por unos segundos, lo intacto en la visión del arte.


Sí, me despido incidiendo en la rémora de mi anécdota, y entre mitad sensiblera y mitad descarriada, por partes iguales. Ahora lanzo unas palabras del Premio Nobel Aleksandr I. Solzhenitsyn, de su Discurso de Estocolmo.


Asimismo, nosotros, teniendo el arte en nuestras manos, creemos confiados ser su dueño; y con toda osadía lo dirigimos, lo renovamos, lo reformamos y lo exponemos; lo vendemos a cambio de dinero, lo utilizamos para complacer a los que ostentan el poder; a veces buscamos en él diversión (…) y en otras ocasiones (…) lo usamos para servir a las necesidades pasajeras de nuestros políticos y con fines sociales estrechos de miras. Pero el arte no se envilece a causa de nuestros actos, ni tampoco se aleja nunca de su auténtica naturaleza, sino que en cada ocasión y en cada uso que hacemos de él nos cede una parte de su secreta luminosidad interior.



Las lágrimas de San Pedro, El greco.

Óleo sobre lienzo, hacia 1587-1596.

Museo de El Greco, Toledo (España)

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Gabriela Amorós Seller


Nace en Santa Pola, Alicante, España, y durante su infancia y adolescencia encuentra en el dibujo, la pintura y la poesía una forma de encarnar su pulsión expresiva. Se Licencia en Derecho por la Universidad de Alicante y ejerce la abogacía durante quince años, compatibilizando en todo momento el ejercicio de su profesión con su dedicación al arte, a la literatura y a la filosofía, a la que dedica parte de su producción poética y artística.


En cuanto a su actividad artística, ha ilustrado varias portadas de libros de ensayo, poesía y narrativa de diversos autores, ha expuesto sus obras en el Museo Arqueológico de Jumilla así como en el Edificio de la Convalecencia, sede del Rectorado de la Universidad de Murcia.


Ha colaborado en la docencia universitaria, en la asignatura de Cultura Clásica, Grado de Historia del Arte de la Universidad de Murcia, pues suele desarrollar en sus obras algunos pasajes o personajes de la mitología clásica.


Actualmente desarrolla su faceta como artista de forma profesional y permanente en el ámbito de las ciencias trabajando como ilustradora en un proyecto para la Universidad de Murcia de diseño científico-artístico de fósiles vegetales y paisajes prehistóricos.


En cuanto a las actividades públicas de su faceta literaria, en el 2009 comienza a colaborar en revistas de arte y literatura y el Ayuntamiento de León la invita a participar en El Pasquín Poético con la aportación de su poesía, siguiendo después otros recitales poéticos, entrevistas, algún prólogo en publicaciones de poesía y, últimamente, jurado en Certamen Internacional de Poesía.


Publica en el año 2014 su primer libro, La Fragua Cero (Izana editores), un libro de relatos cortos y poemas del que también es autora de la portada.


Es miembro de la sección de pensamiento crítico de La Universidad EMUI EuroMedUniversity, con sede en la Università di Salento.


En 2017 publica su segundo libro, El estuario rojo (Izana editores), libro ilustrado que dedica completamente a la poesía y que recoge, entre sus páginas, ocho de sus obras pictóricas.

Entre esas creaciones pictóricas se encuentra El triunfo de la Poesía,

que la autora de manera generosa y exclusiva cedió para la portada de la nueva obra poética de Ces Le Mhyte, Spectrum musicae.

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