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  • Refugios revista cultural

Cabo Polonio


“El mundo puso el pecado y nosotros la ocasión”

Marguerite Duras



Leandro y yo vamos en auto desde Montevideo a Cabo Polonio. Nos dirigimos camino a la costa que tanto deseaba conocer, en ese lugar extraño donde los faros y los noctilucas son refugios posibles. Encontramos el momento perfecto para hacerlo, dentro de este otoño en el que es mi cumpleaños número 30. Nos escapamos, eso es cierto. Cada uno escapa de sus propios demonios que son nuestras relaciones y nuestras rutinas. La de él con su esposa y su hijo de ocho años, la de su trabajo monótono en la gerencia de un banco, la de su madre agobiándolo con una enfermedad inexistente y la de sus suegros insoportables que cuestionan paso a paso sus movimientos. La mía es la de mi rutina con mi marido, de sus giras interminables, de sus escapes continuos, de su mal humor, de su excesiva furia, de su inestabilidad emocional que —por momentos— me irrita y de la soledad en la que me sumerjo más día a día, producto de nunca anclar en ningún lado, producto de tener que escapar de todos, todo el tiempo. Pero en cierto modo, Leandro es mi vía de escape preferida, o al menos lo es en el último tiempo.

Llegó a mi vida en un momento bisagra y también extraño, en un momento donde el éxito de mi marido se había convertido en una evidente noticia y eso alimentaba y alejaba muchos fantasmas, entre ellos los de ciertas amistades y allegados que nos rodeaban por mero interés. Debo decir que Leandro fue distinto, siempre.

Lo conocí una mañana de agosto cuando me anoté en un taller de pintura, otro refugio más para salir de la rutina, otro escape más de los tantos en mi haber. Allí nos conocimos los dos y compartimos acuarelas, óleos y lienzos. En cada trabajo en grupo hacíamos pareja e incluso alguna vez nos juntamos a solas con la excusa de algún examen de Historia del arte. Leandro hacía trazos delicados o gruesos según su estado de ánimo, lo noté a la tercera o cuarta clase. Yo me distraía fácil porque me gustaba observarlo pintar e incluso a veces me imaginaba a mí como su modelo y mis elucubraciones me hacían ir más lejos en mi imaginación.

Un día de arte con degustación de vino, una actividad mensual que hacíamos el último viernes del mes, fue el momento perfecto y se lo confesé. Recuerdo que llovía torrencialmente a la salida del taller y fue en ese instante —perfecto también— que nuestros labios quedaron demasiado cerca, demasiado juntos y el beso exagerado en la comisura de los labios lo dijo mejor que mis palabras. Yo imaginé el resto en la ducha de mi casa y sentí que mis propias manos podían ser las de él, y que mis dedos eran una extensión de su cuerpo dentro del mío. Acabé mientras el agua caliente me iba agrietando el cuerpo y allí, todo fue espuma y una incipiente confusión.

A la semana siguiente nos encontramos dos horas antes del taller y esa noche en vez de ir a clase nos fuimos a un hotel. Esa fue la primera vez, no lo olvidaré jamás. Tal como su pintura, Leandro me dibujaba con pinceladas sutiles primero y furiosas después, pinceladas que acompaña con besos esponjosos y lamidas, con pequeñas violencias y arrebatos de cariño, así Leandro amó mi cuerpo, y yo el de suyo; así de salvajes fuimos los dos.

La ruta 9 va ligera después de que el sol abarrotado de nubes abrió paso a la noche. Ahora miro por la ventana y los pájaros vuelan y zigzaguean por un cielo que se va tornando violeta y un poco gris. Después de besos, caricias y abrazos nos detenemos en un parador. Elegimos algunas provisiones calóricas entre galletitas, papas fritas y alfajores, cargamos agua para el termo y compramos algo caliente para tomar. De pronto llueve torrencialmente, como si nunca hubiera llovido en el mundo, como si esta fuera la primera tormenta después de un universo de sequía, pero nada importa porque tenemos café caliente y un lugar seguro donde evitar el granizo que empieza a caer intempestivamente. Sin poder de reacción más que el de caminar pegados a la pared, Leandro me hace ir adelante y me protege como puede de la lluvia; pareciera que, a cada paso, su campera se inflara cada vez más y cuidadosamente me mantiene a resguardo. Con el auto detenido y los parabrisas bailando una danza ancestral de este a oeste, nos refugiamos en las butacas del Peugeot 206 gris que nos llevará al azul grisáceo del Río de La Plata, en las tierras de Cabo Polonio.

Después de la noche de hotel número veinte con Leandro y mientras bajaba del taxi me detuve a pensar qué tan correcto era mi comportamiento, que tan bien o mal estaba mi actitud, en esa doble vida que tenía y que, casi con orgullo, me disponía a vivir como si no hubiera mañana, ni sospechas, ni conflicto. Justo pensaba todo eso cuando al pasar el hall de mi casa lo encontré a Federico abriendo la valija: la gira lo había traído antes de lo previsto y de regreso. Los dos nos sorprendimos al vernos, yo porque no lo esperaba y él porque, supongo, tampoco esperaba verme llegar así vestida, así de arreglada. El interrogatorio fue interminable. Esa noche dormí en el sillón como parte de mis berrinches inmaduros, aún con la licencia de unos veintitantos años encima y con la convicción de que, en todo caso, este era el pie perfecto para terminar todo. Pero no fue así.

Al día siguiente Federico me traía el desayuno a la mesa ratona del living. En un pequeño florero azul había colocado crisantemos, mi flor favorita y había comprado todos los diarios y suplementos que me gustaban leer, incluso una revista absurda que me entretenía algunas veces. Supe entonces que él me engañaba pero no me molestó. Supe entonces, también, que él lo sabía y tampoco le molestaba del todo. Sus iras y ataques de celos habían disminuido desde su notoria fama y estaba segura de que eso se debía a su nuevo ligue con las mujeres. En el fondo, a mí tampoco me molestaba.

Cuando hablé todo esto con Leandro me dijo que él jamás podría habituarse a eso, que si yo le hiciera algo así se volvería loco. Hasta cierto punto me pareció tierno pero, a medida que iba enumerando los motivos, se ponía cada vez más neurótico. Todo empeoró cuando dijo que si eso se lo hiciera su mujer ahí sí se volvería loco definitivamente. Pero Melisa, explicame, ¿Cómo se atrevería a engañarme? ¿Con qué excusa Jimena me haría eso? Decía y repetía, una y otra vez. Me pareció todo tan extremadamente estúpido que me enojé y no lo quise ver por un tiempo. La de los celos, ahora, era yo.

Pasó un tiempo, creo que algo así como tres semanas y un mensaje en mi WhatsApp me mostraba la foto de un cuadro pintado con mi rostro. En el lienzo se veía un atardecer refulgente y una muchacha con mis facciones que miraba de lleno y sus labios color rubí sobresalían y se destacaban entre todo lo demás. Quise encontrarnos, y así fue.

Desde ese momento no nos separamos más y ahora, meses más tarde estamos en esta cápsula del tiempo que inventamos para poder escaparnos tres días a la costa, para poder ver amaneceres y atardeceres, andar a caballo, caminar por la playa de la mano, como todas la tontas parejas, como retazos de películas que todos vimos y queremos protagonizar.

Leandro baja un poco la ventanilla del auto y me dice que quizás estemos allí un buen rato. Sonrío y le ofrezco su café para tomar. Sus manos se demoran en el borde de las mías, me mira a los ojos un buen rato y me muerdo los labios anticipando un beso voraz. En una fracción de segundo coloca los cafés en el suelo y vuelve a mis ojos, a mis manos, a mi cuerpo. Siento sus manos aclimatándose en mis piernas y noto como, lentamente, suben por mi espalda bordeando mi espina dorsal, sus dedos suaves aflojan mi corpiño, su boca se abre como néctar hacia mis pechos y los devora. Me dejo ser, me dejo sentir y trato de olvidarme si alguien nos puede mirar desde afuera. Esta es mi cápsula, nuestra cápsula. Inclinada hacia atrás con los besos y las caricias de Leandro me siento entera, tengo los ojos cerrados y cada tanto los abro para saber que todo es cierto. Su lengua, ahora, me recorre entera. Alguien pasa por delante del coche pero no me importa. Me quito el jean y mojada como estoy me subo encima de él y lo trepo. Sus manos son enredaderas en mí y las mías son como látigos o sogas cuando me penetra y la primera estocada se acomoda con la furia del mar que aún no vimos. El cielo quiebra en gruñidos casi al unísono de mis gemidos al techo del auto. Mi cuerpo se arquea lo máximo que me limita el espacio y sin perder los ojos de Leandro de vista le digo groserías, él sonríe y dice las suyas. Nos besamos. La euforia se hace furia en sus manos de fuego apretándome las tetas, yo estoy cada vez más cerca del cielo y en pequeños espasmos me desarmo sobre él. Leandro me pide los labios y dice que no puede contenerse más. Me acurruco en su entrepierna con la fuerza y la furia de un volcán. Lo atravieso con la mirada, lo desarmo con mis besos y con mis manos que acompañan el ritual, hasta que por fin, en el sabor de su ser se entremezcla la delicia, con el café tostado y menta o tal vez mentol; es un sabor adictivo, perfumado y tan intenso en su caudal que —de seguro— no olvidaré.


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