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  • Guillermo Fernández

El sexo de Cisneros





Correa lo despertaba tirándole agua con una jarra. Iba despacito hasta la parte de atrás del almacén y, mientras su empleado dormía en la reposera, le echaba el agua fría en la cara. El viejo reía con el susto de Cisneros. Correa disfrutaba con sacarlo del sueño. “Despertate, vago”, le repetía. No quería verlo alejado del mundo, del almacén, del pueblo de Lobos. El viejo Correa lo había encontrado de chico, un mediodía, cerca de la laguna. Tenía unos diez años. No le preguntó qué hacía, porque la respuesta iba a ser tan innecesaria, como saber cuántos días llevaba de no probar comida. Lo llevó a vivir con él. En el camino a la casa de Correa supo algo de su madre y que ella le había puesto por nombre Damián. Con el tiempo, Cisneros se tornó temeroso y esquivo. Le pobló los ojos una mirada gris y vacía. Hablaba poco y algunas veces a su balbuceo le seguía un hilo de baba. Ayudaba en el almacén en los pedidos menos pretenciosos. El profesional más veterano de Lobos diagnosticó una historia complicada difícil de revertir.

A Correa le gustaba llamar a los hombres por el apellido. Le parecía que era lo único que hacía más gregarios a los humanos. “Pertenecer a una familia nos ayuda a ser menos hostiles”, comentaba en las reuniones en las que bebía con otros hasta tarde. La primera noche de Correa y Cisneros les había servido para asegurarse de que no irían a lastimarse. Damián había esperado a que el viejo se durmiera para hurgar por la casa y los muebles si había ropa de mujer. A pesar de sus diez años sabía por qué había tenido que escapar del hombre que vivía con su madre. No había encontrado lo que buscaba, pero lo había sorprendido una bolsa abierta de arpillera llena de garbanzos en la cocina. En ese momento, había descubierto su brazo y su mano. Se había arremangado hasta el hombro la camiseta que Correa le había prestado para dormir. Hundió su mano en el costal hasta donde pudo. Volvió a sacarla y a clavarla en la semillas. Jugó un rato largo, agarrando y soltándolas. Había imaginado, en la oscuridad de la cocina, que su puño cerrado podía retener todas los que estaban en el fondo de saco. Disfrutaba cuando se le escapaban por entre los dedos. Se había hecho de madrugada. Dudaba si soñaba. Su mano no le respondía porque, cuando palpaba la costura del fondo, sus dedos comenzaban a moverse sin orden. Sintió como los garbanzos se apretujaban contra su codo y antebrazo. Le costaba sacarlos hacia arriba. Había una fuerza extraña en la bolsa. Se soltó como pudo. Al rato, volvió a la cama. Al día siguiente comprobó el mismo resultado con las lentejas y después con los porotos. A partir de ese momento, Damián abría una a una las bolsas que Correa guardaba en el almacén y, en los ratos libres, se concentraba en hacer desaparecer de a poco sus brazos en los costales. Con el tiempo, el juicio de los vecinos convirtió el descubrimiento de Cisneros en una tara. Lo observaban y se reían de su cara de asombro. Nadie presumió que Cisneros iría a probar hundir su cuerpo en el agua. Desde aquella noche en la cocina, había pasado diez años. Para Cisneros era costumbre correr a la laguna, en la oscuridad, zambullirse y hallar el fondo de un recipiente que lo pudiera contener de cuerpo entero. El viejo lo llamaba hasta que se dio por vencido. Una vez le prohibió la salida. Cisneros lo abrazó y lo besó como hijo. No hubo palabras. No pudieron desprenderse. Después de un rato, Correa aflojó los brazos y Damián se fue. Por primera vez Correa comprendió que vivía con alguien y Cisneros intuyó qué podía preocupar a un padre.

Un día Correa confesó la locura de Cisneros para encontrar en el pueblo un alivio. Todos los vecinos lo miraron asombrados. Le pedían, por favor, que la repitiera. Querían escuchar cómo Cisneros le había explicado por qué desaparecía y se iba a la laguna. A los parroquianos poco les importaban las razones. Un chico que había venido de imprevisto podía desaparecer de Lobos de la misma manera. Hasta el mismo Correa entró a dudar si la manía de zambullirse que traía, no se sabía a ciencia cierta de dónde, no presagiaba una conducta peligrosa para todos. La vacilación debilita con el tiempo los lazos más fuertes.

Una noche en la que los hombres habían bebido bastante convencieron a Correa de que lo echara. Cualquier argumento era bueno. Se miraron entre todos para darse fuerza. Alguien levantó el brazo para decir que había visto a Cisneros con la hija del dueño del corralón de materiales. Silvana lo había acompañado a andar en bicicleta a la tarde hasta el comienzo de la ruta. Los viejos bajaron la cabeza en señal de desagrado. Hubo el silencio necesario para hilvanar el resto de la historia. Apostaron sin decir palabra a que Silvana todavía no contaba con dieciocho años, que no le conocían novio y que con certeza, Damián la entusiasmaba demasiado: un pibe grande provoca más que cualquier compañero de colegio. Murmuraron nada más que para consensuar sobre la necesidad de seguir a la pareja.

Después del debate, Correa muy confundido echó llave a la puerta del almacén. Se habían ido todos pero habían dejado la sospecha. ¡A quién había alimentado durante tanto tiempo!, pensó para sí. Se sintió infeliz. Había permitido que Cisneros se burlara de él. Damián le había jurado que nadaba de noche de orilla a orilla, que nadie lo había visto. Se desnudaba y se metía en la laguna. Correa nunca había relacionado que el hecho de hundirse de tanto en tanto en el agua podía traer desatinos. En realidad, el viejo nunca se había animado a enfrentarse con la respuesta de Cisneros. “Alguien de afuera, con lentitud absorbe la vida de todos”, Correa no recordaba quién lo había dicho en la reunión de la noche. Lo peor no era repetirlo con exactitud, sino admitirlo como posibilidad.

Esperó despierto a que Cisneros llegara de la laguna. Como saludo fue suficiente echar el cerrojo a la puerta del comedor. Damián se secó la cabeza. Todavía hacía calor en el mes de marzo para dormir con remera. Sentado al borde de la cama, preguntó en su lengua si pasaba algo. Correa lo escrutó para asegurarse de que su empleado había dejado de ser niño. Le preguntó si tenía novia. El viejo no se asombró de que su pregunta solo estuviera motivada por el comentario de alguien extraño. Le faltaba poco para estar convencido de que la vida de una nena peligraba. Cisneros no respondió.

Nunca habían hablado de mujeres. Pero Damián sabía que por las tardes Correa dormía acompañado. Lo había visto con una mujer y en algún momento espió cómo se buscaban en la cama. Supuso que el placer de ellos se asemejaba al hecho de sumergirse bajo el agua. Ninguna satisfacción debía parecerse a otra. Damián quiso abrir una bolsa de legumbres que estaba en la cocina. Correa lo frenó. Le gritó si se había acercado a Silvana. Al viejo le dio vergüenza culparlo. A veces las pruebas no logran la contundencia de las convicciones. Damián le contestó que sí, tapándose con las sábanas para entretenerse recordando la profundidad de la laguna.

Una tarde el dueño del corralón esperó a que Cisneros saliera del correo. Damián lo miró con la misma cara de asombro con la que había aceptado que Correa lo llevara a su casa. El viejo le dijo que no molestara más a Silvana. Le mostró una pistola y además le habló de que su hija era chica, de que se buscara alguien de su edad. Cisneros murmuró que sólo andaban en bicicleta y que Silvana era su única amiga. El padre de Silvana no escuchó. Sus palabras tapaban las de Cisneros. El viento y el polvo de tierra de las calles advirtieron el riesgo que corría Damián.

A la noche, Cisneros dejó el almacén lleno de hombres. Caminó las cuatro cuadras que hacían falta para llegar a la laguna. Se quitó toda la ropa que llevaba y desnudo comenzó a descender hasta la profundidad. Cuando llegó al barro, se dio cuenta de que todavía tenía aire suficiente en sus pulmones. En la caminata se resbaló y volvió a erguirse. Encontró una grieta, siguió bajando hasta que una luz amarillenta lo guió a lo largo de una galería húmeda que continuamente desprendía trozos de limo. Al final de un pasillo escuchó sonidos. Voces de hombres grandes que ahora lo esperaban bajo el agua. Seguramente habían aguardado desde hace mucho tiempo que Damián apareciera. Estaban de pie y se sostenían unos a otros por temor a caer, debido a la fuerza de la corriente subterránea. Comprendió, enseguida, que lo miraban de manera diferente. Lo observaban como si fuera un animal extraño. De la primera fila de los viejos, salió una voz que le recriminó por qué no tenía sexo. Damián se miró y vio con sorpresa que nada sobresalía de su pubis. Ni el vello cubría aquello que todos los hombres portaban entre sus piernas. Todos le indicaron con el dedo qué le faltaba. Los sexos flácidos de los viejos lo ponían más en ridículo. Uno de ellos se acercó con ánimo de ponerle en las manos sus genitales para confirmar su carencia. Damián retrocedió unos pasos. Ellos rieron mientras Cisneros renegaba de la burla. Después de un rato, volvió a la superficie aturdido por las carcajadas y agobiado por la falta de aire. Ya en la orilla buscó como pudo su ropa. Revisó palmo a palmo las piedras de la pequeña playa. No encontró nada. Tenía que caminar desnudo en la noche. No pensó que lo estaban siguiendo y que su ropa sería útil como argumento para condenarlo.

Hizo varias cuadras hacia el almacén. Pero un instinto involuntario lo llevó a cambiar la ruta. Se miró el pubis, después su sexo. Estaba completo. Comprendió que se habían reído de él. Miró el cielo con algunas estrellas. Todavía no había terminado el mes de marzo. En la primera esquina dobló. La luz en la ventana de Silvana no lo sorprendió. A ella le gustaba dormirse tarde. Impulsado por la burla de los viejos, Damián la iría a buscar para besarla. Comenzó a desearla con toda su fuerza. Quería quitarle la ropa y llevarla con él hacia la profundidad de la laguna. Mientras caminaba recordó a Correa y a su mujer en la cama. Los dos gemían y después, transpirados, se reían mucho. Eso iría a pasar con él y Silvana. No pensó en la amenaza del padre, la de los vecinos y en que su deseo podía satisfacer la voluntad de otros. Damián llegó a la puerta de la casa de Silvana. Tiró una piedrita en su ventana y ella bajó corriendo. Hablaron en la vereda y decidieron estar juntos.

Todos los hombres estaban avisados. Al viejo del corralón le sacaron el arma y lo amordazaron. Sus gritos podían alertar a la pareja. La venganza no era exclusiva del padre. El peligro comprometía a todos. Una bestia se había desatado y el deber exigía cautela. Esperaron con linternas en la orilla. Debían llegar de un momento a otro. Al del corralón le juraron que a ella no le iba a pasar nada, pero tuvieron que golpearlo para dejarlo inconsciente un rato, mientras durara la cacería.

Cisneros, ya seguro de su sexo, rápidamente comprendió de qué se trataba todo. Las voces de los justicieros se habían transformado en murmullos que el mismo viento hacía correr por las calles vacías. Los aguardaban todos. También Correa que pisaba fuerte en el piso para aplastar los diez años que había vivido junto a la fiera. Silvana corría al lado de Damián. Él le había pedido que se desnudara. Se habían propuesto bajar a la laguna. Las tardes en bicicleta los habían convertido en cómplices. Un viejo les gritó que se detuvieran. Cisneros no obedeció porque había decidido pertenecer a otro mundo. Apretó la mano de ella. Intentaron alcanzar el agua para hundirse tras los balazos y desaparecer de la superficie, alegres de no estar cautivos. Solo atinaron a darse vuelta para mostrar su sexo con el mismo orgullo de los débiles. Rápidamente volvieron la espalda a los hombres amontonados en la playa. No querían que las balas les dañara lo único que tenían de ángeles.




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Guillermo Fernández (Ciudad de Buenos Aires,1951).

Es Magister en Ciencias del Lenguaje título otorgado por el Instituto Superior del Profesorado Joaquín Víctor González. Ejerció la docencia en los niveles medio, terciario y universitario. Ha desarrollado la investigación académica en el área de sociolingüística y especialmente en temas vinculados con la variación sintáctica. Publicó en la revista Universos de la Universidad de Valencia, en la Revista Internacional de Lingüística Latinoamericana Vervuert (Madrid) y en la Revista de la Asociación de Lingüística y Filología de América Latina. También participó de congresos de la especialidad.

Actualmente es miembro del Centro de Lecturas: Debate y transmisión, ubicado en la calle Ambrosetti 1000, Parque Centenario. Se desempeña como coordinador del Área de Arte de la institución y, además, dicta en el mismo Centro, los talleres de escritura y de lingüística.

Ha escrito Sólo razones (cuentos, 2005, El Farol) y las novelas Nadie muere en un bello día (2010, Deldragón), El cielo de Lucy (2012, Letra Viva) y Polonio espía detrás del cortinado (2016, Letra Viva). Su última novela Demonios en Jeppener se encuentra a la espera de edición.

Contacto: guillermo.fernandez@osde.com.ar

arechaferni@gmail.com



Fotografía: Mónica Hasenberg

Silencio de luna, escultura de la artista plástica Vicky Biagiola.








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