top of page
  • Ces Le Mhyte

Relojero: la herida trascendental



Ser-Dios y ser-hombre parecen compartir un rasgo mecanicista: la necesariedad del orden manifestándose a través de la sincronización de todas las cosas, naturales y artificiales.

Hay, pues, en la creación un principio regulativo, indivisible y universal. Una vara invisible que marca a fuego la conciencia o el espíritu del dispositivo mandato/obediencia.


Aquí entran en juego no sólo figuras tales como autoridad y ley, sino incluso las de juez y fiscal.

El tiempo, cruel e inexorable, es quien fiscaliza lo que acontece pero sólo el fallo lo otorga el ser en la completitud de su conciencia histórica.


Justamente, una excedencia se revela incurable. Una herida trascendental en esa relación tan fuerte entre lo determinado y lo determinable. Y el dolor se hace huella persistente para que ya no importe ese raro brillo del crear y lo creado.


El dolor es encontrarse con que el tiempo no es sólo fiscal sino también testigo de todo el esfuerzo por hilvanar escorzos del ser en diversas narraciones, a costa de sangre, sudores y hambres.

Categoría de testigo, que comparte con ese pretendido ser-total, ser-divinizable-en-lo-humano.

Así, el tiempo opera como su doble. Un doble que puede jugar cruelmente moviendo las fichas a su antojo, desafiante. En este punto el ser comienza a dar cuenta de su finitud, de su precariedad óntica, de su derrota originaria.


Fe de erratas, quizás sea éste el verdadero principio creador. Notas al pie que alertan una falla, una carencia, una fisura insondable, asimétrica, inacabable.


Lo inesperado surge, entonces, en los momentos que creemos que la interpelación a un otro es fácilmente vislumbrable, revelable, pronosticable, asegurable.

Gracias a lo inesperado, consecuencia de la Fe de erratas, los planos y secuencias con que contamos, de alguna manera, en el zoom óptico de la conciencia histórica, se modifican, se intercambian, y, en algunos casos perturbadores, se yuxtaponen deformándose,



Daniel, nombre bíblico, padre de familia, relojero, magistralmente interpretado por Osmar Núñez, trata de consolidar la nitidez de su concepción de la vida proyectándose en los miembros de su familia. Lo que constituye no sólo la perpetuidad de su apellido, sino además un desafío mayúsculo, no exento de amor: salvar la sacralidad del nombre y la heredada noción de familia y arraigo.

Pero la muerte, esa sombra implacable del devenir, es el demandante en este tribunal supremo de la propia condición humana.


Su esposa, Irene, en un muy buen nivel de actuación de Stella Galazzi, es leal compañera que respalda, aún a regañadientes, las decisiones de Daniel. Asimismo ella representa la asumida exclusión en esa cosmovisión del ser nacional -en este caso-.


Los momentos de tensión y disputas, de multiplicación de enfoques y utopías, se dan en el comedor a través delos hijos de la familia. Aquí, de manera sutil, emerge un brillo oscuro desde las exhalaciones posteriores a cada frase que Nené y Andrés intercambian.

Lito, hermano de ambos, contempla la escena con rabia y en otras ocasiones, interviene con exclamaciones irónicas y cargadas de envidia que lo llevan a un dolor profundo.

En otras escenas, Laura Grandinetti, quien es que se pone en la piel de la hija de Daniel, eleva el brillo oscuro a grados de tierna tensión. Por ejemplo al quedar Andrés, en una sólida actuación de Martín Urbaneja, a solas con Nené, sentada en el piano que se encuentra en la sala-comedor.


Tensión que aumenta cuando Lito, también con sólida performance de Federico Salles, ingresa a escena para contrastar sus modos, gestos y miradas de concebir un vínculo fraterno.


Sólo Bautista, hermano de Daniel, en sobresaliente actuación de Horacio Roca, aparece como un otro cultural a quien la extrañeza no adquiere rasgos nefastos o denigratorios: anhela, como voz oculta, como sparring de la conciencia de Daniel, la aceptación de los nuevos rostros del progreso.

Progreso, concepto tan hiriente y tan caro a la época en que Discépolo compuso esta obra absolutamente relevante.


La originalidad alcanzada en la composición musical de Gustavo García Mendy, no puede ser eludida. Sin esta creación es difícil concebir, no imaginar, una atmosfera poética, bohemia y a la vez perturbadora, para esta muy buena adaptación escrita y dirigida por Analía Fedra García.

La puesta escenográfica, que rescata la estética europea moderna, se destaca por el impacto visual y la perfecta sincronización entre objeto-espacio vacío y entre objeto-cuerpo escénico, sin necesidad de recurrir a elementos grandilocuentes.

Para lograr esto se requiere de un despliegue lumínico neorrealista pero no invasivo para el receptor, lo cual el escenógrafo Rodrigo González Garillo parece comprender en sobremanera junto, por supuesto, al iluminador Marco Pastorino.


No es, sin embargo, una propuesta neorrealista cualquiera. Es un acto poético, puro hecho teatral de reclamo existencialista e incluso metafísico de nuestra propia condición humana. Condición desde la que de-construyen, ya en nuestros términos contemporáneos, las esferas biopolíticas, antropo-filosóficas, artísticas, jurídicas, culturales, entre otras, para que el zoom óptico de la conciencia histórica no deje de funcionar.-



Teatro Regio, Buenos Aires, 2017.

FICHA TÉCNICA

Elenco (Por orden de aparición)

Daniel Osmar Núñez

Bautista Horacio Roca

Nené Laura Grandinetti

Andrés Martín Urbaneja

Lito Federico Salles

Irene Stella Galazzi

Coordinación en producción

Macarena Mauriño

Asistencia de dirección

Ana Belén Saint-Jean, Daniela Sistnisky, Leo Méndez

Asistencia artística Asistencia en iluminación

Cintia Miraglia Darío Luz

Iluminación Música original

Marco Pastorino Gustavo García Mendy

Vestuario Escenografía

Paula Molina Rodrigo González Garillo

Dramaturgia y dirección Duración

Analía Fedra García 100 minutos

23 visualizaciones
Featured Review
Tag Cloud
bottom of page