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  • Gustavo Di Pace

Tuya es la sangre



Le gustaba regar las plantas a mi vieja, y al principio se quedó con ellas. Horas y horas regándolas, mientras yo jugaba solo y la miraba hacer. Aún hoy la veo, como hipnotizada por el chorro de agua que mojaba las hojas de los agapantos, los

y las lazos de amor. Y bueno, yo era el hijo de un padre asesinado, pero ella era la esposa de un marido asesinado. Mientras, las plantas y las flores crecían. Todo ese mundo del jardín me maravillaba, y contrastaba con el nuestro, opaco, dolorido. Pero ellas, las plantas y las flores, vivían con eso, con nuestras angustias, con el comer solos de los mediodías y las noches en la casa inmensa. Quizás porque mamá las regaba todo el tiempo. El agua las purificaba, las hacía cumplir su destino de plantas sin que ella ni yo nos interpusiéramos. Fue después que vino lo del espiritismo, las escrituras automáticas y las velas. Según mi vieja, papá seguía en esa casa, no se quería ir, aunque su cuerpo estuviese en el cementerio. Varias noches la escuché hablar sola, o con él. Varias veces la vi escribiendo en una hoja como poseída. Cada tanto íbamos al cementerio, porque papá debía estar en espíritu y en cuerpo también, aunque ese cuerpo “perdiese” según me contó (y por eso la mancha en la base del ataúd). Me parece que por esa razón no fuimos más al cementerio, y porque la enemistad con la familia de mi viejo hizo que no pudiéramos entrar más a la bóveda. La familia de mi viejo había cambiado la llave. Las visitas serían de ahora en más, exclusivas. El dolor tenía dueño. Y mi vieja y yo nos quedábamos afuera. En un punto, para mí fue un alivio, porque cada vez que íbamos al cementerio se me revolvía todo. Esa parte de la vida que era la muerte no me gustaba. Se había llevado a mi viejo y de la peor manera. Ese olor a jazmín, a encierro, todas esas cruces. Lo peor era la parte de los nichos, donde los ataúdes eran cientos y yo me quedaba viendo las fotitos de los difuntos, mientras mi vieja ponía flores en los nichos de sus padres. Pero aunque no fuimos más al cementerio, la soledad siguió, y se manifestaba de diversos modos.


Por la noche, las puertas se cerraban con tres y hasta cuatro llaves, aunque a mi viejo lo habían matado igual, en esa habitación mientras mi madre y yo volvíamos de la panadería. Debería haber sido fácil para el o los asesinos escapar, estábamos muy cerca de la autopista. Esa es la parte mala de las autopistas, no sólo los accidentes o los perros destrozados al costado del asfalto. Ahora que lo pienso bien, las plantas eran lo único que estaba vivo en nuestra casa, que para ese entonces se estaba convirtiendo en una tumba. Mi vieja no abría las ventanas, no encendía la televisión, y llenaba todos los cuartos con velas, sí, siempre había velas. Velas delante de las fotos de mi viejo, velas delante de las estampitas de Jesús o San Cayetano. Una luz crepuscular en medio del día y de la noche flotaba en el ambiente. Me acuerdo que yo estaba cada vez más triste. No hacíamos nada para ayudarnos. Por si fuera poco, tomé fotos de todos esos momentos. Con la Kodak Instamatic que me había regalado mi viejo, hice fotos de mi vieja regando las plantas, fotos de las velas y las fotitos delante de las velas, fotos con flash de esa casa en penumbras. Y no tengo fotos de la bóveda de mi viejo ni del ataúd que perdía porque ella no me dejó nunca sacar fotos allí. Un día le dije a mi vieja lo que sentía: “Mamá, me parece que los muertos somos nosotros”. Me pegó un cachetazo. Todavía hoy me duele. Pero a ella también le dolió, porque de a poco comenzó a levantar las persianas, y ya no se vistió de negro, y las velas se encendían sólo cuando había cortes de luz, esos que duraban días enteros. Quizás las plantas nos habían salvado de todo ese dolor. Es más, estoy seguro. Será por eso que siguió regándolas, y después comencé a regarlas yo, agradecido, lejanamente contento.

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(Fragmento) Tuya es la sangre, Alción editora, 2016, un policial negro de pura cepa robustecido con la impronta del autor, que cuenta incluso con una amplia repercusión.

Detalle de imagen: Night city with cavern, de Marianne Von Werefkin.

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