Hacia Cosmópolis
La conferencia de Einstein, Vidas breves, El instante, Ciudades escritas, novelas, relatos, crónicas. Con esta suma y sobreposición de textos Fabián Soberón insiste en lograr algo de lo que quizá no sea absolutamente consciente de haber alcanzado ya: una voz singular. Aunque esa voz no sea más que un límite, un límite transitorio de bordes difusos y cambiantes que la tarea del escritor desplaza y diversifica y transforma. Se escribe sobre libros. Se escriben variaciones de un único libro. Se ha dicho esto tantas veces y se ha olvidado tantas otras.
¿Qué mayor mérito puede pedirse a una obra literaria que el de ser una obra en progreso de principio a fin; un work in progress que permite vislumbrar el núcleo siempre más bien sombrío de las obsesiones de su autor?
Porque se trata de esta deriva. De una suerte de error que se procura enmendar, para lo cual el escritor se aplica a lecturas y relecturas, a un riguroso plan de escritura y a indefinidas —por no decir infinitas— revisiones. En este sentido a Fabián Soberón le es aplicable la cita de Píndaro con la que Albert Camus precede su Mito de Sísifo: “No trabajes alma mía por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible”. O, mejor todavía, la estremecedora anotación de Kafka en sus Cuadernos en Octavo: “No librarse de sí mismo, sino consumirse a sí mismo”.
La disciplina, la curiosidad, la pasión, mueven hacia adelante el trabajo de Fabián Soberón. Y esto se nota tanto en los libros que ha escrito como en los que imagina; idea tras idea, viaje tras viaje, libro tras libro. Fabián Soberón duerme poco; es un escritor insomne. Luego está el oficio que lo lleva de la ficción al ensayo, de la crítica a las memorias, con una libertad indiferente a los géneros o creadora de géneros, como el de este libro en más de un sentido inclasificable.
Hay, sospecho, tres cuestiones esenciales en la narrativa de Fabián Soberón.
La primera cuestión: una puesta en escena de personas y personajes desplazados con los que aborda la migración, el exilio, el olvido, las pérdidas, la extranjería, personas y personajes que por una u otra cuestión resultan expatriados y ajenos a casi todo y también a sí mismos.
La segunda cuestión: correr la cámara del centro de la acción y desplazarla hacia los márgenes. Enfocarse en objetos ruinosos, en personas y vidas ruinosas. Demostrarnos que, al fin de cuentas, vivimos en un mundo que permanentemente se reconstruye.
La tercera cuestión: el instinto narrativo. Hacer converger inteligencia y sensibilidad y ponerlas al servicio de circunstancias y experiencias más bien inciertas y desconcertantes, en apariencia intrascendentes, y someterlas a una intemperie que más que intimidarlo como creador, a Fabián Soberón lo inspira.
Y estas tres cuestiones tratadas con una impronta aluvional y tempestuosa y paradójicamente equilibrada. Como si lo suyo fuera moverse en los intersticios de su propia desmesura. Sin embargo Fabián Soberón sabe bien qué es lo que persigue: el pathos griego, que es el dolor que produce saber la realidad, pero también es la alegría del alma, la proporción, la elegancia. La mano acusadora de Dios señalándonos desde la cúpula de la Capilla Sixtina o la de un mendigo o la de un músico callejero. Ese desafío que enfrenta al hombre con el arte, con el arte como propósito y misterio, esa vieja y obstinada controversia. Recordemos, como un simple ejercicio, la discusión entre dos grandes artistas, en este caso dos arquitectos. Uno de ellos, Mies Van der Rohe, con su less is more. Menos es más. El otro, menos recordado pero no menos talentoso: Robert Venturi, quien respondió a Van der Rohe con su less is bored. Menos es aburrido.
Sin embargo Fabián Soberón prescinde de estas y otras teorías y a la vez no descarta ninguna, porque no sufre de vacilaciones conjeturales. Y no las sufre porque, como tantos escritores, entró a la Literatura por la ventana, y se convirtió en un perturbador de la sustancia y de las formas. De pronto escribe como si lo hiciera en medio de una habitación en llamas y, en la frase siguiente, se detiene en un detalle, lo relata, lo exalta, lo pone, justamente, en el ojo de la cámara. E, invariablemente, lo hace tratando de dar con la palabra justa, aunque sabe bien que esto es casi imposible, puesto que conoce la frontera del conocimiento y de su materialización a través del lenguaje. Aunque no nos engañemos, Fabián Soberón conoce bien la lección de los maestros que acabo de citar sin nombrarlos. Tres murieron, el cuarto lo hará tarde o temprano. Escribir como si lo hiciéramos en una habitación en llamas (esto lo dijo John Cheever). Acariciar los detalles, los divinos detalles (esto lo dijo Vladimir Nabokov). Poner palabras no porque sean “verdades” sino porque son la frontera de nuestro entendimiento (esto lo dijo John Banville). Escribir con la convicción de que las palabras son una decisión entre la vida y la muerte (esto lo dijo Franz Kafka).
En cuanto a estos Retratos de Nueva York, este libro extraordinario, por lo que es y por lo que contiene…Hay que atreverse con Nueva York. Después de haber visto los cuadros de Edward Hopper o de Mark Rothko o de Jackson Pollock, de haber leído los relatos de Raymond Carver, de Richard Yates o de Steven Millhauser, de haber visto las películas de Woody Allen o de los hermanos Cohen o de Wayne Wang, o después de haber escuchado la voz rasposa de Tom Waits, y esta enumeración es arbitraria, enunciativa, insignificante. Insisto: hay que atreverse. Y, sin embargo, Fabián Soberón se atreve (no olvidemos que entró a la Literatura por la ventana).
Para cerrar: tomo prestados una pregunta y una reflexión que me pertenecen (o así espero), unas líneas de la reseña que escribí sobre este libro hace apenas semanas: “¿Por qué al leer Cosmópolis se tiene la clara percepción de que tras relevar calles, pasos elevados, lavaderos de ropa, parques públicos, subterráneos, librerías, playas suburbanas, personas, más que nada personas, sus voces, sus caras, sus maneras, sus irremediablemente escenográficas maneras, Fabián Soberón hace deflagrar escenas cotidianas —quizá más que escenas visiones, representaciones de la existencia que nunca pasan para él desapercibidas— y lo hace primero en su cabeza, más tarde, en un primer destilado, en su memoria, y finalmente en sus textos, donde desde ahora habrán quedado por escrito y residirán para siempre?.
Y bien, nada menos que porque de esto se trata, de la secreta y minuciosa construcción de una escritura, y el tema en este caso es Nueva York. Nueva York como una isla más bien inexistente, y este libro como la lujosa guía con que el autor testimonia un viaje intransferible, con sus deslumbramientos y tristezas. Lean este libro: de repente dejaran de caminar despreocupadamente por Prospect Park, o por la rambla en Brooklyn Heights, o atravesarán un puente del Central Park con un saxo de fondo y llegarán a la página 92 y no podrán eludir el poema “Batalla”. Una suerte de testamento con el que Fabián Soberón insta a sus pequeños hijos (y a nosotros, sus lectores) a la resistencia y a la dicha, a vivir con intención y con esperanza, pero sin ignorar con qué nos encontraremos al final del camino.
Antes dije que Fabián Soberón suele servirse de despojos. Quise decir que practica un arte mayor con aquello que otros descartan: rezagos, sedimentos, libros viejos apilados en una vereda con un cartel que dice “Free” e invita al saqueo. Restos en los que él ve literatura y muchos otros, acaso, no veamos nada.
Y es así como nos persuade de que podemos encontrar en esa “nada”, la materia primordial de libros que, como el suyo, están destinados a perdurar.
Julio, 2017.
* Presentación de la nueva obra de Fabián Soberón, Cosmópolis, editorial Modesoto Rimba, 2017, que tuvo lugar en el espacio cultural La hormiga de oro, ubicado en el barrio porteño de Almagro.