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  • Esteban Ierardo

La elegía de Pan

Reflexiones sobre la ausencia y evocación del eros

Del libro Los dioses y las letras, editorial Alción.

I

Los cañaverales se estremecen. Las manos de un dios de Arcadia acarician las plantas mecidas por el viento. El dios persigue una ninfa. Para escapar, la mujer mítica se trasforma en una planta de caña. De la planta Pan construye su flauta, su medio para embelesarse con la música. Antes era el goce inmediato que ahora es postergado; antes, para Pan, era la ninfa deseada, ahora es la música placentera como vía sublimatoria. Quizá el comienzo de su ausencia...

Antes de su ausencia, Pan convive todavía con un universo erotizado. Eros integra los seres y las formas en el anillo del mundo. Eros es poder de unificación e intensificación de las potencias de lo que vive, de lo que es presencia múltiple (de los elementos, el cielo, la tierra, las plantas, animales, el hombre).

Y aquel que, como Pan, experimente y celebre la presencia múltiple atravesada por eros, entra en el placer como rasgo de una ética vital, de una ética en la que lo bueno es lo que intensifica el sentimiento vital.

La imaginación mitológica recuerda la muerte de Pan, del dios del reino salvaje y fértil. Plutarco habla de unos marinos que escucharon en una costa el último grito del perseguidor de ninfas. Ahora, en nuestro mundo moderno o posmoderno, solo queda un canto fúnebre por el antiguo dios, símbolo del deseo erótico orientado hacia la intensificación de la vida.

En el Occidente traspasado de cristianismo, lo erótico, inseparable de la corporalidad y lo sensorial, cae en la negación y la represión. La modernidad, a su vez, gobernada por el egoísmo como valor central del capital contribuye también al silenciamiento de la fuerza celebrada por el dios de Arcadia. Y en medio del reino de la ausencia de Pan y Eros, queda quizá la posibilidad de la evocación. Una posibilidad que en este ensayo llamaremos la acción de la evocación erótica; un tipo de acción erotizante a la que llegaremos luego de atravesar el mito de Pan y su posible riqueza simbólica. Finalmente, las acciones de la evocación erótica, en la ausencia contemporánea del reino de Pan, son una construcción posible, aunque siempre signada por la discontinuidad, la brevedad, el paso fugaz de un rayo…

II

Pan. Dios protector de la naturaleza salvaje, venerado por los pastores en Arcadia. Pan, dios de la potencia sexual masculina desenfrenada. Su presencia se aspira en las brisas del amanecer y el atardecer. El dios vive en una gruta del Parnaso. A veces, participa del cortejo de Dioniso.

Las genealogías que explican su origen son múltiples, como suele acontecer con los dioses del panteón olímpico, o de otras mitologías. Dos de las más difundidas secuencias genealógicas narran su nacimiento y el origen de su nombre. Para la primera de ellas, Hermes se une con la hija de Dríope, de esa unión nace Pan. Luego de su alumbramiento, su madre se espanta de su carácter monstruoso (en tanto único o excepcional). Su padre lo envuelve en piel de liebre y lo lleva hasta el Olimpo. Pan es presentado a la asamblea de los dioses gobernada por Zeus. Causa placer a todos. Es entonces Pan (todo), “el que agrada a todos”.

Según la segunda genealogía importante, su madre es Penélope. La mujer que teje en la isla de Ítaca mientras espera el regreso de su esposo Ulises. En esta variante de la narración mitológica, la esposa del inventor del caballo de Troya no es dechado de fidelidad. Por el contrario, no se priva de la poligamia. Penélope compartió la intimidad con muchos pretendientes. Pan es así hijo de la mujer de las muchas uniones. Por eso es “el hijo de todos”.

Sea cual sea su progenie, Pan siempre muestra su aspecto arquetípico: sus piernas de macho cabrío, con pezuñas hendidas que rematan sus pies; dos cuernos se abren en su frente. Su piel: profusamente velluda. Una barbilla rectangular y espesa embadurna su mentón. En sus mejillas, se delinean arrugas que insinúan algo bestial o lascivo.

Pan es un ser híbrido: lo animal y lo humano integrados. Como el sátiro Marsias, o el dios Apolo o Dioniso, es músico. Su instrumento emblemático no es la cítara, el tambor o los sonajeros. Como Atenea tiene una flauta. Pero, como dice el mito, el instrumento musical de la hija de Zeus deforma sus rasgos cuando le saca algunas notas. Por eso, Atenea tira lejos su flauta. Marsias, sátiro del cortejo de Cibeles en Frigia, la recoge y le arrebata bellos sonidos. Compara entonces la belleza musical de su instrumento con la lira de Apolo. El dios solar lo desafía a un certamen ante el tribunal de las musas. El sátiro es derrotado y desollado.

Pero la flauta de Pan tiene otro origen… Pan persigue a la ninfa Siringa. La mujer divina escapa. En su fuga, se convierte en unos susurrantes cañaverales. Pan acaricia las plantas acariciadas por el viento. Al dios le complace el rumor de las cañas. Con ellas hace su flauta, la flauta de Pan o Siringa. Pan: dios musical. Uno de los destinos de la música es crear y donar placer. Pan: divinidad aquí de una sensualidad sonora, que alaba a la vida cuyo nervio no es el lógos sino el placer sensual y musical, libre del concepto.

Y como Artemis, o su versión latina Diana, Pan es rey del bosque y cazador. Cazar es perseguir. Acechar. Cercar. Capturar. Esas dotes Pan las aplica repetidamente en la persecución de ninfas. En una ocasión persigue a Pitis. Muchas ninfas o mujeres perseguidas se metamorfoseaban en planta (Dafne en laurel, Mirra en el árbol homónimo). Por eso, Pan tiene que, muchas veces, conformarse con una rama o corona de pino, como sublimación del deseo frustrado.

Como protector de los rebaños, Pan porta cayado de pastor, y disfruta de lo sorpresivo y repentino. En las encrucijadas de los caminos asusta a los viajeros que atraviesan la selva o el bosque. Y protesta si lo despiertan en la siesta, generalmente en las horas calurosas del mediodía.

El dios corre rápido entre los árboles, retoza bajo las sombras; acecha a animales y ninfas; sabe trepar con agilidad en las rocas o disimularse en la maleza; se demora para extraer magia musical de su flauta; goza y grita; duerme y celebra la vida de los sentidos. En el día o la noche, siempre fuera de ciudades amuralladas, fuera de límites represivos, el dios renueva su potencia vital. Y se une con la fertilidad de la lluvia y del sol.

Y la vida de Pan transcurre entre plantas húmedas, animales, ninfas y pastores. Pan es una llama exaltada.

Pero llega el último día… La agitación final le hace arder el pecho. Los pulmones y la garganta del dios se enardecen al estallar en un gran grito. El último grito de Pan. Y unos marinos escuchan en el mar unas voces que aseguran “la muerte del Gran Pan”. Si el dios de los rebaños y el desenfreno orgiástico ha muerto, entonces comienza el reinado de otro dios, del dios de la cruz, que es uno y tres a la vez, cuyos sacerdotes castigan al cuerpo y los placeres, por ser una fuente del mal.


III

Luego de la muerte del dios, su imagen será base de la iconografía cristiana del diablo e inspiración de algunos de los rasgos del ángel caído.

El dios arcadio se transforma. Por ejemplo, primero el dios se desdobla en una primera divinidad hermana: el Fauno romano. También dios bienhechor, protector de los rebaños y pastores. Como parte de un proceso de evemerización, Fauno se convierte en uno de los primeros reyes del Lacio, que gobierna antes de la llegada del troyano Eneas, fundador de la estirpe latina, que con la fundación de Roma será origen de la futura grandeza imperial romana. Pero Fauno como ser mítico no desaparece completamente. En los tiempos clásicos se transmuta en los faunos (fauni), genios de la selva y del campo, protectores de los pastores. Y como los sátiros griegos, o como el propio Pan, el fauni es de naturaleza mixta: hombre y cabra, por mitades iguales.

Fauno recibe su culto en la procesión de los Lupercos. Unos jóvenes vestidos de pieles de cabra persiguen a las mujeres para flagelarlas con correas de cuero. La finalidad mágica de este rito es inseminar en ellas el don de la fertilidad concedido por Fauno.

La dupla Pan-Fauno se bifurca todavía en la antigüedad clásica en otra divinidad latina: Silvano, que suele representárselo como un anciano. Pero su naturaleza contradictoria lo hace aparecer desbordante de una fuerza juvenil. Es afín en su culto a los lares, divinidades romanas que protegen encrucijadas y recintos domésticos. Su hogar es la simple libertad de lo campestre o, particularmente, los bosques sagrados, zonas simbólicas de un otro mundo, libres de las prohibiciones de la civilización.

Como los dioses olímpicos que se mezclan con los guerreros en combate frente a las murallas de Troya, Silvano interviene, según su célebre leyenda, para despejar las dudas sobre el resultado de una batalla. En Roma, el poder de los Tarquinos, de origen etrusco, se desmorona. Los hechos deben dirimirse por las armas. La batalla entre romanos y etruscos es feroz. Es difícil distinguir a un vencedor. Entonces el dios dice que los romanos son los vencedores porque, entre los etruscos, hay un guerrero muerto más. Los hombres de Etruria sobrevivientes abandonan el campo del combate. En el recuento de los muertos lo revelado por Silvano es confirmado.

Fauno y Silvano trazan un círculo de equivalencias con el dios arcadio. Pero la influencia de Pan continúa en Occidente a través de su equiparación con lo demoníaco en la edad media cristiana. Lucifer se rebela primero en el cielo contra el único dios. En la batalla contra el ejército del Arcángel Miguel y los ángeles sumisos a Yavé, el ángel más bello, luminoso y sabio es vencido. Lucifer es entonces expulsado del cielo. La tierra, también patria del hombre caído, es su reino. Lucifer, Satanás, el diablo, para el cristianismo es el tentador, el astuto, el seductor, el que incita al mal; es decir el que promueve el goce sexual desenfrenado, la fascinación por lo salvaje, por la naturaleza cálida del mediodía, o por los misterios de la medianoche y la luna.

Y, muchas veces, Satanás muestra cuernos y pies hendidos, y es especialmente peludo…El diablo cristiano revive la fisonomía del viejo Pan. Lucifer puede mutarse en diversos animales. El carnero es su metamorfosis preferida. Pero también en la tradición cristiana, Satán puede convertirse en lobo, perro, asno, cerdo, gallo, liebre, caballo, toro, gato… Y, a veces, claro, en serpiente. Un espectro de animales que, todos ellos, remiten a la fertilidad, y por ende a la potencia sexual. Lo fertilizante de la naturaleza salvaje, la sexualidad sin inhibiciones ni culpa, siempre supone para el cristiano una amenaza, la proximidad del mal… El diablo debe entonces, necesariamente, portar actitudes y propiedades que lo asocian con el paganismo hedónico, con la exaltación de la sensualidad. Satán es asociado con la animalidad, lo fértil y salvaje de Pan. Así, la ecuación Satán-Pan se relaciona con la celebración de la sensualidad en la época pagana, y representa los peligros de esa sensualidad bajo el imperium de la fe cristiana.


IV

Las rocas están quietas. La hierba y el musgo también. Pero los árboles murmuran algo cuando llega la tormenta. Con su sonrisa maliciosa, cubierto de pelos y barba, Pan corre entre las rocas. Celebra algo… Permanece quieto... En su rostro discurre una lluvia, con la fragancia de la humedad y la hierba. Después, las nubes se alejan. El sol resurge. El cielo, lentamente, arde con nuevos brillos de zafiros. Pan entonces recuerda a tres ninfas, las olfatea, saborea… presiente su presencia en una fuente, más rumorosa por la lluvia recién caída. Y corre hacia ellas. Esta vez, su habilidad de acechador no fracasa. Las mujeres míticas, esta vez, no huyen. También quieren la afirmación del placer…

Y el bosque celebrado y protegido por Pan es gobernado por Eros.

Eros, un dios anterior a Pan, más primigenio.

Eros une lo separado, compenetra lo diferente, mantiene la cohesión del mundo. Bajo las llamadas de Eros, Pan y las ninfas juegan una danza de roces, caricias, besos, mordiscos, el paso de la suavidad a las salvajes penetraciones. Pan finalmente exhala su grito de máximo placer. El instante orgásmico. Las ninfas, prolongación de la naturaleza, por el placer, renuevan la vida con Pan.

El dios de la naturaleza salvaje es degradado por muchos a grotesca divinidad, al instinto puro y animal; a la obsesión por la gratificación inmediata.

Pero el dios encierra una sabiduría alternativa, una sabiduría de la intensidad sensual.

Ese dios, ahora, camina entre los árboles.

Cerca, el mar habla.

Con las olas.

Por la brisa, sabe que por el placer

que viene de Eros

todo lo que lo rodea

se ha unido todavía más…



V

Como todo dios, Pan es símbolo e interrogación. Un primer modo de interpretar a la deidad arcadia nos llevará a repetir interpretaciones obligadas; pero, otras ideas que intentaremos explorar escapan a la visión ortodoxa sobre el vínculo eros-pan.

En términos simbólicos, el dios de la naturaleza salvaje se proyecta hacia las fuentes mismas de la vida corporal, hacia la matriz biológica de los instintos. Frente a la desmaterialización del eros en la cultura del “sexo virtual”, Pan es el eros no escindido todavía de lo corporal. En un primer acercamiento, Pan expresa la sexualidad como primaria imposición instintiva. Es posible, claro, pensar al instinto mismo no como una invariable innata de lo biológico sino como construcción cultural. Cuestión de problematicidad abierta. En nuestro caso, optamos por pensar que lo biológico es profundamente atravesado por una síntesis entre lo innato y lo adquirido. Pero, en esta relación, siempre sobrevive un residuo de precedencia biológica, corporal y sensorial que no es totalmente penetrable por el análisis intelectual. Ese residuo permanece como núcleo de oscuridad impenetrable, como lo sugiere Foucault en el Nacimiento de la clínica.

Desde la precedencia de lo biológico, en Pan estalla la exigencia del instinto. Pan revive así primero el misterio del instinto y la biología. El instinto sólo quiere la repetición; repetición del placer. Pero luego lo instintivo se transforma en deseo. El deseo que circula por varias vías posibles hacia la satisfacción. La variación de los modos de satisfacción del deseo es ya sublimación. Sublimación como gratificación sustitutiva de lo exigido por el instinto más primario. La mutabilidad o polimorfismo que trae la sublimación es ineludible para el acceso a la civilización, como insiste Freud. Y Pan también es sublimación. Pero no en sí misma represiva. Su deseo elige a las ninfas. En dos casos, el de Siringa y Pitis (como vimos en la recreación de su mito) debe renunciar a la gratificación inmediata y acceder a una sublimación o satisfacción sustitutiva representada por la flauta y la corona de pino; dos formas vinculadas con el arte, el arte de los sonidos en un caso, y el arte como juego del adorno en otro. El juego erótico y artístico como sublimación de la fuerza instintiva inicial.

Pero la vida erótica de Pan nunca admite un tipo de sublimación en la que el eros real es sustituido por un eros pensado. El eros es fuerza que nace desde la precedencia del cuerpo y se vierte hacia los otros cuerpos, y hacia la presencia múltiple de la naturaleza. El eros es estado sensorial no reductible entonces a la intelectualización, a las formas conceptuales con las que las distintas culturas interpretan u ordenan el goce corporal.

Y el eros da alas como lo pensaba Platón…

En el Symposium platónico el eros o amor asciende hacia la Idea de la Belleza en Sí. Y lo hace en principio desde la contemplación de los cuerpos visibles y bellos. Pero la primera valoración de lo corpóreo termina por ser “superada” en beneficio de lo bello intelectual. Bajo la influencia simbólica de Pan, en cambio, el pensamiento nunca deja de pensar desde el encuentro con el otro cuerpo, y desde “el goce elemental de la lluvia” (según una inspirada expresión poética de Borges); es decir: desde una expansión o apertura constante hacia el mundo sensible, como fuente de pasiones, placeres e intensificaciones del sentimiento vital.

En este abrirse constante hacia la amplitud del mundo sensorial, como fuente de placer y pertenencia, Pan es aliado de Eros, del Eros como fuerza que todo lo integra y traspasa como lo manifiesta Erixímaco en el ya mencionado Symposium platónico; o, según piensa Empédocles, el eros como impulso que mantiene unidas las cosas de este mundo visible, que la discordia o Ares, la guerra, quiere separar. Nos mantenemos abiertos al eros como fuerza de una atracción universal en el mundo visible, si evitamos quedar atrapados en abstracciones o representaciones por las que el mundo empírico como tal se desvanece en beneficio de una idea de naturaleza o totalidad, de la intelectualización que sustituye completamente la experiencia de la cosa.

Pan es goce que fluye por la piel del mundo sensible; es la fuerza erotizante que se desborda, se rebasa y expande hacia la realidad física porosa, cercana, amplia, como a su manera también lo hacen, desde sus simbolismos particulares, Orfeo o Narciso.

Pero Pan es dios que muere.

El eros de su reino, su intensificación del placer, su expansión placentera hacia el mundo sensorial es, entre nosotros, ausencia. Y entonces, entre nosotros, aunque sea una paradoja, parte de su reino vuelve no como afirmación sino como negación del placer. La estirpe de Pan no vuelve ya como goce sino como el pánico de un dios generador de terror…

El dios gustaba provocar estallidos de terror en los viajeros de las regiones salvajes, o en quienes cometían la imprudencia de despertarlo durante sus siestas. En una explicación naturalista, el pánico del dios podría ser el efecto mitificado del temor de los animales y rebaños ante los rayos de tormenta.

Etimológicamente, deima panikón es el miedo causado por Pan. La palabra abreviada griega es panikós, y en latín panicus. El pánico es una forma particular de emoción extrema. Su intensidad dolorosa lo acerca al terror que, en su punto extremo, destruye todo residuo de racionalidad. El sentido más visceral de la emoción terrorífica es meditada por un gran cultor de la literatura de terror: Lovecraft (ver un ensayo posterior que en este libro le dedicamos). Y uno de los miembros del círculo lovecraftiano, Arthur Machen, escribe el relato El gran pan.

El terror de Pan resurge en la modernidad del híper estrés. Los ataques de pánico llenan las consultas psiquiátricas o hacen proliferar los textos especializados. La inminencia de un gran peligro acechante pero indefinido, domina este ya muy extendido síndrome contemporáneo del ataque de pánico. No es nuestro interés aquí sondear sus meandros específicamente psiquiátricos o psico-sociales; sólo deseamos extraer una idea: en la desacralizada cultura contemporánea el sobresalto desesperante del panic atack devuelve al sujeto a una experiencia de lo real como reino pre-lógico, pre-verbal y emocional. Así, el pánico, como emoción terrorífica, indica la supervivencia de una experiencia no totalmente controlada u ordenada por una interpretación intelectual.

Lo singular de la siesta del dios también debería estimular una meditación interpretativa. Con la obsesión de un rito sagrado, Pan repetía la siesta del mediodía. El acto del descanso es sólo, obviamente, el borde del tapiz. La siesta del dios, su dormir diurno es prolongación dentro del día de las fuerzas latentes que el sueño conserva, o eventualmente libera. El a-costarse repetido del dios como reposo y sueño es un volver a la costa de lo inconciente.

Buena parte del día Pan se consagra a la cacería, la música o la persecución erótica. La siesta es el momento de nocturnidad de su día, es el momento donde reina el sueño nocturno. En la siesta de Pan, así pensada, se agazapa una espera sin fin u objeto; estado en el que podrían surgir imágenes simbólicas que, con el propio lenguaje indirecto del sueño, expresan una tendencia de la mente a reincorporarse a un modo (inconciente) de la realidad en el que circulan fuerzas que, por mucho, exceden la conciencia individual. La siesta de Pan, como recaída diurna en lo inconciente sería así retorno a fuerzas que desbordan y absorben la conciencia.

Pero al regresar hacia Pan como símbolo de las fuerzas expansivas y unificadoras del eros, podemos volver también hacia la ya mentada imposibilidad del eros como libre devenir placentero dentro de la cultura represiva. Cierto tipo de sublimación (la represiva) es conspiración contra la pura felicidad instintiva, como Freud (nuevamente) lo destaca con la suficiente agudeza. El primario instinto sexual y sus formas de la sublimación (con una ineludible marca de represión) son indispensables para fundar la civilización. Pero la cuestión es el grado de esa represión de las energías instintivas. O la cuestión es la posibilidad, como intenta pensar Marcuse en Eros y civilización, de una sublimación no represiva que recupere la potencia erótica perdida.

Por otro lado, el complejo conflicto entre civilización pagana y civilización cristiana es inseparable de una guerra de miradas sobre la naturaleza e importancia del eros. Lo pagano, en parte, celebra al mundo físico como fuente de placeres. Pero en las estribaciones paganas también ya se asoma (como en lo mencionado sobre El Banquete) una sublimación espiritualizada del eros que se separa del mundo sensible.

El cristianismo continuará la sublimación espiritualizada con nuevas formas (amor al corazón de Cristo, a la virgen María, o la reverencia de la hagiografía, es decir la reverencia a la vida de los santos). El eros, por tanto, sólo es admisible como impulso espiritual sin corporalidad en pos de una iluminación por la gracia. Y no se trata sólo de que el eros deba ser sublimado, sino también sofocado y negado. En la senda cultural cristiana y occidental, toda represión de lo erótico corporal es ya su sustitución por un erotismo espiritualizado que repudia lo físico, o que sólo lo admite como inicio de un impulso espiritual desencarnado y superador.

Como sabemos, hay que cuidarse de las cómodas tendencias de la explicación reduccionista. Y la imagen de un cristianismo escindido completamente del llamado de lo erótico y lo sensual es falsa. Los monjes finos gustadores de los placeres de la uva y el vino, los goliardos y sus pasiones orgiástica en Carmina Burana, la deslumbrante hechicería de la luz de los vitrales góticos, o el amor cortés, son posibles vías de recuperación del goce sensorial o del erotismo bajo formas adaptadas al paradigma cristiano vigente.

La sofocación del eros por las sublimaciones de signo principalmente represivo en lo cristiano (y en lo burgués que con tanta brillantez han desnudado Marcuse, Reich o Foucault) patentiza que en el Occidente pos-pagano lo erótico es tendencia a la ausencia. Sólo reaparece de forma excepcional. En la vida real del Occidente continuo, el eros es lo discontinuo, lo extra-ordinario.

En la realidad de la vida práctica, al sujeto tocado por el llamado del eros sólo le quedan momentos de evocación, prácticas de irrupción breve del eros desde su precedente ausencia. Las acciones de la evocación erótica son lo único que quizá acerca al eros ausente para experimentarlo, pero sólo a condición de luego perderlo.

Actos de evocación erótica: el goce en el encuentro sexual de los cuerpos cultivado como acto estético y no sólo como anhelo de placer genital. La evocación erótica puede surgir también por la fascinación ante el misterio (olvidado) de la vida de los bosques, los cuerpos, los mares, las estrellas; el deleite al percibir la amplitud del mundo visible; o esta evocación se enciende cuando experimentamos un deleitable asombro ante la variedad de la vida urbana, con sus luces nocturnas, su diversidad diurna de formas o colores; o algo de la evocación erótica revive también en la fascinación ante el poder inventivo de los hombres, desde la invención de la rueda hasta la de las culturas distintas. Muchas veces, los efectos de esta evocación erotizante se transforman en arte, o en la necesidad de una expresión artística.

La evocación erótica es un ir más allá de los cuerpos que se unen; un ir hacia el mundo sensible; el afuera del mundo sensible de las muchas cosas, detalles, diferencias, multiplicidades… La percepción gozosa del mundo amplio que está ahí, pero que en lo habitual no es percibido porque solo es convertido en telón de fondo necesario para nuestra vida.

Ahora, a Pan sólo le corresponde la elegía, el canto de lo perdido. Pero el eros simbolizado por su reino continúa fluyendo entre los cuerpos y la naturaleza, como fuerza disponible. En la evocación erótica esa fuerza resurge sin ninguna seguridad, y cómo breve agitación, cuando percibimos al mundo sensible como nuestra propia piel extendida. El placer que la evocación erótica puede devolvernos a veces, por unos instantes, al percibir la vida de la gran multiplicidad.-



Esteban Ierardo

Esteban Ierardo

Licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires.

Ha publicado los libros de ensayos El agua y el trueno. Ensayos sobre naturaleza, arte y filosofía y Los dioses y las letras, también los libros de cuentos El anillo del cardenal, La llegada y Memento mori.

Dicta seminarios en la Fundación del Centro Psicoanalítico Argentino y La abadía Centro de Estudios Latinoamericanos.

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