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  • Ces Le Mhyte

Venecia: el afuera de la fe


De muchas maneras puede presentarse la noche. Sin dudas, por más que se intente, no es posible recorrer todo su cuerpo con exactitud. Y lo que queda es el retorno del aliento, tras el íntimo encuentro con algunos de los modos dependientes de su exclusiva voluntad.

En el principio adoptó la forma porteña de hundirme por calles con un murmullo siempre llegando, iluminadas por opacas pantallas de neón ya huérfanas de gracia y que plagian la belleza de la imagen primera, inmediata, sin mezcla, al momento de representar los objetos, escorzos de lo que es. Luego, fue niebla y aroma a Vieja Lavanda Fultom, a VIP Night Club by Yves D’orceval y a yerba mate.

Quizás por ello, presuroso llegué. La puerta oscura, maciza, noble, persistía abierta por completo.

Así que me recibió el calor de la luz cenital y amarillenta que se desprendía del techo del pasillo, la sonrisa de Irene, el pase en su mano izquierda y, por sobre todo, una chica del 2017.

La chica, sugerente, atractiva, ingenua, torpe, de acento gracioso, sin darse cuenta era mi guía virgiliana. De pronto, al ubicarme en una de las sillas del salón, descubrí que no era el único. Y eran mucho más que doce los discípulos.

Allí arriba, desde la baranda de la escalera que da a otra habitación, aquí abajo, desde el baño, la cocina y la habitación principal, las chicas aparecieron ocupadas en lavar, limpiar, bailar, bromear, jugar, reírse, por momentos a carcajadas, mostrándose sencillamente humanas. Asimismo, la performatividad hizo camino: cada una de ellas era un cuerpo escénico interviniendo, por supuesto, su propio espacio-tiempo, sin ritualismo en la distribución de los objetos, y, sin embargo, cada cuerpo escénico estaba afectado por otro cuerpo escénico. Sólo así podían ser.


Siempre se trata del ser engarzado, sujeto a un poder subyugante, víctima de la historia oficial de lo que debe ser. Y aquélla univocidad, la de las chicas, conectadas o encadenadas de alguna manera entre sí, no es otra cosa que la cruel evidencia de una comunidad relegable. Lo que de alguna manera, una comunidad enfrentada, con otras y consigo misma, por el sólo hecho de refugiarse en la univocidad (como suele plantear sobre las diversas comunidades Jean-Luc Nancy) no puede bastar cuando se recorre otras zonas de los nuevos dilemas socioculturales y ético-políticos. Nacida en el seno mismo de las sociedades, una comunidad se vuelve relegable -y ya no sólo engarzada- cuando resiente la veracidad de sus estructuras y adquiere, por lo tanto, las vestiduras de lo maleable, lo prescindible, lo desechable.


En estas cuestiones reflexioné mientras me reía con ternura de las desventuras del Chato, amigo de las chicas, mientras me provocaban extrañeza y complicidad el desparpajo y picardía de Graciela, la franqueza y astucia de Rita, la tenacidad y perseverancia de Marta, sin advertir que sólo aquí dentro las horas se sucedían sin más.

Recordé que el término latino comunitas, con el Imperio Romano, logró una vitalidad mayor en el cuerpo del cristianismo. Por lo cual, en Occidente y parte de Oriente, hay rasgos cristianos que atraviesan diversos cuerpos comunitarios. Y, al contrario de lo que suele pensarse, las trabajadoras sexuales no están exentas de ello. Componen una comunidad atravesada por los mismos dilemas que el cristianismo: deseo, voluntad y fe.


Esta triple corona mantiene su brillo aún en la caída, aún en las postrimerías del siglo XXI. Y quien la recoge, todavía la veo, ¡Al diablo los tiempos verbales!, para abolir la esclavitud de los sentimientos, la prisión de los sueños, la agonía del amor, es nada más ni nada menos que una prostituta anciana, maternalista y ciega. Irrumpe en escena para representar la visibilidad de la invisibilidad.

Todo afuera, expulsado del seno de lo creado, de alguna manera, es su reverso, su antítesis, su herida oculta. Y se revela lo digno cuando se desnuda lo dado. Este es su don de sí.


La Gringa, entonces, a pesar de sus años y de su ceguera, persiste. Insiste en ir a Venecia, en recuperar a Don Giácomo, amor de juventud, a quien le robó dinero para subsistir y fundar de alguna manera -renegada de la servidumbre- su patria aislada, hospedar a las chicas y acabar con el desprecio, el hastío y la inercia.


Fui testigo de la ceremonia, de la instauración de su deseo de conocer, de su voluntad de poder y de su fe en el amor. Analogía, hasta ese momento, imposible, improbable, insensata, apócrifa.

Por si fuera poco, una segunda analogía estaba en marcha: la analogía de la procesión, partida y fuga. Y para mi sorpresa, esta situación se manifestó en las formas arteriales del más desopilante y genuino humor: la sutileza del sarcasmo, la fina ironía, lo patético, ridículo y absurdo que nos habita, en determinadas circunstancias.


En fin, La Gringa transmitió su antigua pero infatigable visión a sus chicas que parecían, en un comienzo, profesar el escepticismo. Tras dialogar entre ellas sobre Venecia, sobre los pocos datos que almacenan en sus memorias de este nombre, deciden contárselo al Chato. Luego entre todos acordaron ayudar a La Gringa ya que podrían ser sus últimos tiempos.

Sin embargo el dinero para semejante travesía no alcanzaría, ni siquiera con la contribución de los clientes (todavía no sé si lo éramos nosotros). Se reunieron de nuevo para hallar una alternativa, una salida. En medio de esta preocupación, recostada sobre la puerta de la cocina, Rita me cebó un mate, al cual lo tomé con gusto, Graciela hizo un baile cumbiantero frente a mí, Marta buscó mayor complicidad a través de su amplia sonrisa y El Chato nos miró a todos buscando una explicación a sus desventuras.

De pronto, Graciela y Rita tuvieron una idea salvadora que fue seguida por el resto: simular el viaje a Venecia. Teniendo en cuenta las tristes circunstancias físicas y biológicas (no son lo mismo) de La Gringa, sintieron que era la salida más acorde.


La llevarían al Lago Popeye, un sitio alejado del centro de Jujuy, feo y oloroso, repleto de vendedores ambulantes y de reuniones familiares, ambientarían esa porción de vida olvidada adrede, con un peldaño de madera para apoyar los pies, un ventilador de pie, un ave de juguete o embalsamada, quién podía saberlo, con la voz del Chato imitando a la de un Comisario de Abordo, con Rita comportándose como una azafata. El resto sería el arte de la improvisación. Inexplicable, injustificable, lo sé, fue que incluso nosotros celebramos la propuesta. De nuevo la música tropical, el baile, la algarabía en el centro del salón.


Hasta que el tiempo se detuvo. Se congeló la imagen, las chicas y El Chato se convirtieron en maniquíes en exhibición. Sólo nosotros, ya mezcla de clientes y actores, podíamos interactuar. Algunos nos acercamos a las chicas para captar en detalle la fuerza teatral que aún se desprendía de sus cuerpos ahora tiesos.

Así nos encontrábamos cuando surgió de entre las sombras mi guía virgiliana. Esta vez, la chica del 2017 se dirigió a todos e indicó que no nos preocupáramos, que era momento de ingresar al salón principal. A paso sigiloso algunos, a paso vertiginoso otros, obedecimos.Una bella y cálida sala de teatro se desplegó ante nuestros ojos y nos pareció mítica. Ubicados ya en las cómodas butacas, el sueño siguió su curso sobre el escenario: La Gringa, engañada, convencida de estar en pleno viaje hacia Venecia, no prestó atención a los movimientos cargados de torpeza y desesperación que las chicas y El Chato cometían.Justo aquí creció su deseo y, sin saberlo, implicaba una procesión, una experiencia iniciática e irrepetible que le permitiría la partida hacia la plenitud. Procesión y partida, análogos a deseo y voluntad, eran la condición de posibilidad para fugarse de las ataduras del ser, de su imperfección, abrirle un futuro a su pasado, reencontrarse con el puro acto de amor.

Por ello luego creyó atravesar las calles de Venecia, respirar sus aromas, navegar por sus aguas, subida al mítico bote, en suma, sentir su presencia. Sintió en su pecho, como mito del eterno retorno, lograr la elevación.



Sus acompañantes, a pesar de todo, se esforzaron bastante en no apagar esa estrella que ya percibían que huía de los cielos de la mera razón. La noche cerró los ojos de ellos, pero no los nuestros ni los de la anciana, que a estas alturas pareció estar en una manía profética.

Quizás por ello, finalmente, Don Giácomo se manifestó en carne y hueso. Lo cierto es que él y La Gringa, se abrazaron como en las viejas épocas, se susurraron versos, él le cantó las canciones que siempre recordaba ella, se prometieron la más íntima e inconfesable comunión, la más secreta de las comunidades.


Una lenta sombra apagó la escena, La Gringa quedó dormida y sus acompañantes, a la inversa, se despertaron con naturalidad. Lo que sucedió un momento después, puede considerarse dantesco: la anciana cerró sus ojos por última vez, así que sus acompañantes se encontraron cargando la muerte en el bote, en medio de la oscuridad de la noche y el silencio del lago.

Incluso puede considerarse a la anciana como una resignificación de la Ofelia de Shakespeare, poseída por el amor, estado que no reconoce los mandatos de la temporalidad y del ser.


Sin embargo, el momento más álgido se dio al descubrir que esa extraña y tierna mujer, al abandonar el cuerpo físico, logró un segundo propósito:

Como triunfo del mito del eterno retorno sobre el mito de la muerte, como rapto de sublimidad inigualable, esa realidad más honda que es el sueño, se apoderó de Graciela, Rita, Marta y El Chato. Ellos también comenzaron a maravillarse con Venecia, en todo su esplendor.


De inmediato pensé lo siguiente:

¿Por qué las prostitutas no pueden tener sueños? ¿Quién está libre de ellos? ¿Se los escinde, de forma plena, de la dura realidad? ¿No es lo que aligera el peso de la muerte, siempre próxima? Extraordinaria Venecia, escrita por Jorge Accame, obra teatral de alcances superlativos, con las armas que sólo el genuino humor puede mostrar: la sutileza del sarcasmo, la fina ironía, lo patético, rídiculo y absurdo que nos habita, en determinadas circunstancias (Esto, no sé por qué, me parece haberlo dicho antes). Desopilante, bella, cruda y poética la tarea de esculpir en el tiempo un rapto de plenitud que haga de los sueños rotos una apertura, un alumbramiento de otra realidad posible. Esto es también performatividad y teatro, en ese hermoso espacio que es El laberinto del Cíclope, de la mano de Irene Bazzano y las deslumbrantes actuaciones de MagdalenaIglesias (De gran entrega, trabajo corporal y despliegue de talento, que confirman un futuro artístico sin techo), Cristina Sallesses (Manteniendo su naturalidad, su donde de sí), Anahí Alvarado, Gigí Mazur, Analía Di Núbila Salerno (qué entrega y desparpajo), Giovanni Bellizzi (un descubrimiento) y Pancho Virasoro, que le dieron vida a la Graciela, la Gringa, la Rita, la Marta, a una chica del 2017, a el Chato y Don Giacomo.


Alguien toca mi hombro izquierdo secamente, dice que me despierte, es la última parada del micro y debo bajarme, a pesar que allí afuera el frío londinense más que porteño castiga sin prisa. Aunque no recuerdo tener los ojos bien cerrados, ni tampoco la línea de micros que al parecer tomé. Recuerdo a mis manos refugiándose en los bolsillos del pantalón azul petróleo, al jazz de New York acariciándome el rostro y la niebla atravesando a Jorge Accame cerca mío, sonriéndole a la noche.-


Septiembre de 2017.




FICHA TÉCNICA


Elenco


La Gringa Cristina Salleses

la Marta Gigí Mazur

La Rita Anahí Alvarado

La Graciela Magdalena Iglesias

El Chato Giovanni Bellizzi

Don Giácomo Pancho Virasoro


Vestuario y escenografía

El laberinto del Cíclope


Operación técnica

Santiago Sánchez manzano

Dirección

Irene Bazzano


Teatro El Laberinto del Cíclope















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