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Esteban Ierardo

La noticia


—Sé que queda lugar para una noticia en el diario, no para primera plana, sino como nota un poco más allá de la coyuntura, y un poco más extensa —le dijo Eric Owen a Orwell, dentro de un periódico muy masivo, en Londres.

—Sí, es cierto, aunque ya tengo una opción —le aclaró Orwell.

—Bueno, ¿pero podría haber una alternativa a tu posible nota? —preguntó Eric, periodista con varios años ya en el diario.

—Si me dices el tema podría evaluarlo —respondió Orwell.

—Es sobre los niños soldados —reveló Eric.


Orwell enmudeció por unos instantes. Le tenía gran afecto a Eric; eran compañeros de trabajo hacía veinte años. Se conocieron, siendo jóvenes, en alguna reunión del Partido Laborista. Eric todavía recordaba los ardorosos discursos de Orwell, como representante de una juventud progresista, en los que despotricaba contra los males del capitalismo y el imperialismo. Hace unos pocos años, Orwell fue nombrado jefe de redacción del periódico.


—Si me resumes el contenido de la nota podría considerarlo —anunció Orwell, preocupándose por mostrar tacto y comprensión. Los años de amistad se lo imponían. Eric entonces empezó su resumen. El artículo giraba en torno, como ya aclaró, a los niños en la guerra. Además de la explotación laboral y sexual, el abuso de miles de niños finca en su uso militar. Pero además de su sometimiento a fuerzas de combate, los niños soldados son usados también para labores de apoyo: espionaje, patrullaje; y en caso de morir como escudos humanos se orquestan acciones de propaganda que, luego, acusan al enemigo de crueldad por esas mismas muertes. El abuso siniestro de los niños no es reciente —siguió Eric su comentario—; viene de muy atrás en la historia: como la cruzada de los niños de 1212, en la que miles de niños fueron «preparados» para luchar por Tierra Santa contra los infieles. Nunca combatieron y muchos murieron de hambre, enfermedades, o terminaron como esclavos. Ya en el siglo xx, es conocido el uso de niños combatientes en los últimos meses del III Reich, en la Segunda Guerra Mundial; o los niños en la lucha entre la China nacionalista y la China comunista. En la Guerra Irán-Irak, en los años 80, se estima que murieron alrededor de 95.000 niños. Muchos perecieron despedazados al «limpiar» campos minados.


Eric se detuvo. Sorbió algo de agua de una botella que había comprado fuera. Y continuó:


—En África, la participación de los niños soldados en los conflictos tribales es normal; como también su empleo por los ejércitos nacionales o por los Señores de la Guerra que, al frente de sus ejércitos privados, luchan para apropiarse de un territorio y sus recursos naturales para después venderlos al mejor postor. El mejor comprador: muchas veces empresas occidentales interesadas en recursos a bajo costo, como el coltan extraído del Congo y luego usado en la fabricación de celulares; o los llamados «diamantes de sangre» llevados a Europa, sin pago de impuestos, desde Sierra Leona, por ejemplo. A los niños soldados se los somete a una suerte de ritual de iniciación que consiste en endurecerlos, obligándolos a asesinar a un amigo o a toda su familia. Si no cumplen esa orden, ellos mismos son los asesinados. Para soportar el estrés de esa vida infernal, muchos niños son drogadependientes, carecen de todo afecto o contención; son secuestrados de aldeas y pueblos y entregados a los horrores del combate porque, se cree, son mejores soldados que los adultos, al obedecer ciegamente las órdenes, y ser totalmente dóciles, aun cuando se les ordene las acciones más aberrantes.


Eric tosió. Bebió algo más de agua. Miró a través de la ventana el panorama magnético de Londres. Y siguió, sin ver a Orwell:


—Según Amnistía Internacional alrededor de 300.000 menores de edad están involucrados en guerras, en más de 30 países. Muchos son adolescentes, pero muchos tienen solo siete años de edad. Si no mueren, y son desmovilizados, sus problemas para reinsertarse en la sociedad son casi insuperables. En la República Democrática del Congo, a los niños soldados se los llama kadogos; portan sus Kaláshnikov; en su cinto cuelgan municiones; fuman bangui (marihuana). Y además de amuletos en sus cuellos, pintan sus uñas con rojo o rosa, como señal de prestigio. En Mozambique, un movimiento opositor (la Renamo) secuestró cerca de 100.000 niños, las «máquinas asesinas», llamadas así por no tener miedo y por sus acciones brutales. Luego de las hostilidades, la recuperación de estos niños ha sido muy compleja. Para muchos hubiera sido mejor morir asesinados.

—Bueno, ya no es exactamente un resumen esto —Orwell detuvo a Eric. Éste se sorprendió:

—Es en realidad un resumen de muchos más actos y estadísticas que he investigado sobre los niños soldados para la nota —se quejó.

Orwell lo miró con cierto desconcierto; no con irritación, sino con perplejidad. En sus ojos pareció encenderse, primero, un centelleo de interés y compasión, que luego se mutó en frialdad, desconcierto; y, finalmente, enfado.


—¿Cuál es la noticia en todo esto? —preguntó Orwell.

—¿La noticia? Bueno, todo esto está ocurriendo en el mundo ahora, y los grandes periódicos no suelen dedicarle la debida atención —observó Eric—. El abuso de los niños es una noticia permanente. ¿No es así?

—Sabes que no podemos pensar así las noticias —discrepó Orwell—. Si noticia fuera todo lo relacionado con la continuidad de la guerra, los abusos y el mal, todos los días tendríamos que informar sobre la violencia organizada. Sólo cuando hay un hecho puntual, emergente de esa violencia estructural, podemos destacarla. Me sorprende que juegues a no darte cuenta de esto. Eres un periodista profesional, y con mucha experiencia. Lo que importa en periodismo no es la comprensión de los procesos, sino el impacto de los hechos, o de los rumores. Todo verdadero impacto es noticia. Por ejemplo, hace unos pocos días publicamos la muerte de Wasil Ahmad —comentó Orwell—, ese niño afgano de diez años que combatió contra los talibanes en su país. Parece que luchó como un adulto. En su ciudad, los policías lo proclamaron un héroe. El nombre del niño rápido se propagó. El chico se convirtió en un lema de la propaganda anti-talibán. Quizá por eso necesitaron matarlo, no a él, sino a lo que simbolizaba. Le dieron dos tiros en la cabeza. Un hecho impactante. Por lo tanto: una noticia. Un tema también para una película. En Estados Unidos seguramente ya están pensando en filmar el asesinato de Wasil. La noticia como tal es trágica y no sirve en nada para comprender el conflicto de Medio Oriente, o la cuestión de Afganistán. Pero no importa. El tema es impactante. Y ahí está la noticia.


—Sí, como el rapto de las niñas por Boko Haram en Nigeria —agregó Eric.

—Exacto —asintió Orwell—. El hecho es atrapante, lo que hay detrás, es tema para sociólogos, historiadores o filósofos. No para periodistas. La comprensión de los procesos no es parte del periodismo. ¿Ya aprendiste esa lección, verdad? Y los periodistas que presumen de intelectuales son los peores, porque para intentar comprender algo de los procesos sería necesario mucho tiempo de estudio de los contextos, de las fuentes de la historia, de las creencias, ideas e intereses que pueden entrar en conflicto en un momento y un lugar determinado. Eso no está a nuestro alcance. ¿No te parece? Somos sólo periodistas. Vendemos alguna información sesgada que impone la actualidad y que siempre, siempre, debe ser «entretenida». Informar y entretener es nuestro mandato divino. No comprender. Nosotros, los periodistas, no lo olvides, Eric, no estamos para comprender. Y permíteme agregar: tampoco estamos para crear. Nuestro oficio es lo más contrario a la creación que puede concebirse. Un artista crea, o un inventor, o una humilde modista crea adornos para sus prendas, por ejemplo. Nosotros no creamos nada. Solo nos aferramos a la actualidad. Nuestro destino es dar las noticias que impresionen, que saquen a la gente de su aburrimiento. Nuestro propósito es participar de la sociedad del espectáculo, cada vez más. Y, muchas veces, embotar a las personas con tanta información de modo que empiecen a estar desinformadas de la realidad más importante. Una forma de hacer desaparecer lo real entre cascadas de noticias constantes. Y detrás de todo esto hay un escándalo que no es el amarillismo o el sensacionalismo. El escándalo es que, en el periodismo más habitual, lo importante no es comprender la realidad, sino excitar el deseo de consumo de la información que nos desinforma. Así que, en nuestro oficio, y hoy más que nunca, no hay creación, no hay comprensión… sólo empresas que venden noticias, las noticias-espectáculo, las noticias que deben armar una novela de lo cotidiano para mejor fascinar y captar la atención; y la noticia como alimento para el ego de los periodistas estrellas que quién sabe qué harían de sus vidas si no sintieran día a día la adrenalina de estar frente a una pantalla o un micrófono. Y aquellos que presumen de ser los adalides de la cruzada periodística contra la corrupción del mundo, se hacen ricos y famosos con libros sobre esos mismos temas; una buena forma de lucrar por el negocio de la denuncia. Nosotros, los que estamos dentro de todo este circo, sabemos que el periodismo es necesario, pero también sabemos que es una parte más de la sociedad de consumo, porque incitamos a consumir el último momento, la noticia urgente, las revelaciones impactantes. Y todo esto no es porque el pueblo tenga derecho a informarse sino por otros intereses, no tan nobles. Entonces, entre nosotros, ¿qué crees que podamos hacer sobre los temas realmente importantes, como el de los niños soldados en África y otras partes? ¿Informar? Al otro día vendrán otras olas de noticias, y todas se desvanecen rápido en la playa. No esperes, entonces, Eric, que el periodismo deba contribuir a comprender cuestiones cuyas causas son demasiado lejanas y profundas.


Eric se quedó impactado, inmovilizado, por unos instantes, por la desazón de Orwell respecto a los poderes reales de la información periodística. Pensó que ya no tendría sentido quizá seguir con su proposición, pero era obsesivo y de voluntad firme, y tal vez por eso, se atrevió a insistir:


—Sí, acuerdo en lo fundamental de lo que has dicho. De todos modos, quizá no sea necesaria una visión tan descarnada de los límites de nuestra profesión. Tienes razón en observar que es muy difícil comprender algo, cualquier cosa. Aún así, pensé que, de vez en cuando, podría haber lugar para una nota que escape de lo inmediato, y que nos haga saber de nuestra ignorancia sobre los niños soldados de África, y de otros males. ¿Esto no sería bueno? ¿No es cierto? ¿No podríamos, alguna vez, burlarnos de las reglas? ¿No podríamos usar desde adentro estos gigantes para adormecer y entretener que son las empresas de noticias, como tú has dicho, para meter algo que incomode, que remueva las conciencias, que nos haga sentir culpables de tanta indiferencia? ¿No valdría la pena intentarlo?


Orwell cayó en un tenso silencio.


Y Eric preguntó:


—¿Cuándo decidirás la nota a publicar, entonces?

—Esta noche te mandaré un email, para confirmártelo.

—Entiendo. Esperaré hasta la noche entonces.


Eric saludó a Orwell. Orwell le devolvió el saludo con un apretón de manos.


Eric salió afuera. Después de mucho trabajo tenía unas horas libres. Luego iría a su departamento, encendería su computadora, y al entrar a su casilla de email, seguramente encontraría la respuesta de Orwell.


Eric estaba tranquilo. Hacía años que buscaba la oportunidad de algún resquicio para publicar alguna nota de un poco más de elaboración que la mera crónica del día; alguna noticia que apuntara a procesos de la actualidad no considerados por la dinámica normal de la información. Casi nunca lo consiguió. Ese deseo era seguramente el remanente de su juventud romántica e idealista, de los tiempos que compartió con Orwell en los meetings laboristas. Además, si Orwell decidía no publicar su artículo, sería por otro mucho mejor, como una nota de investigación de mayor aliento y perspectivas, seguramente. A pesar de todo lo que le había dicho sobre el periodismo y las noticias, y la no comprensión de los procesos, Eric sabía que Orwell también quería burlarse, algunas veces, de las coyunturas inmediatas. Sabía que cuando podía infiltrar alguna nota de más sustancia y compromiso sobre los claroscuros del mundo contemporáneo, la firmaba con el seudónimo de «Kurtz», el personaje de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. No sabía bien por qué eligió esa forma de enmascarar su autoría. Para evitarse problemas, quizá. Nunca Orwell le reveló esa autoría apócrifa, pero lo supo por algún trascendido indirecto fiable. Recordó tres notas en el tiempo que Eric supo que brotaron de algunas investigaciones de Orwell: la erosión de los suelos y el negocio de los fertilizantes para mantener el rendimiento de las tierras cada vez más agotadas; el tráfico de órganos del ejército chino en la China maoísta devenida capitalista; o la explotación de miles de jóvenes en Tamil Nadu, al sur de la India, en talleres textiles, y que benefician, con su trabajo esclavo, a prestigiosas empresas europeas como Zara o El Corte Inglés. Todos con la firma de Kurtz. Sí, si Orwell no elegía su nota, sabría elegir otra que conmoviera algunas conciencias. Orwell se encargaría de eso. Y al fin de cuentas: ¿por qué Orwell le hablaba, de tanto en tanto, de los libros de Eric Hobsbawm y sus críticas al capitalismo y el imperio de lo efímero? ¿Por qué si no, a veces, le recordaba con admiración a Eric Owen, su ilustre ancestro, Richard Owen, el fundador del socialismo inglés? Pero también otra fuente fiable le reveló que Orwell a veces usaba otro seudónimo, «Andy», ¿quizá como parafraseo burlesco de Andy Warhol? Con ese otro seudónimo se encubría cuando tenía que llenar huecos con las noticias que atraían más lectores. Una vez, Eric revisó los archivos, o directamente leyó en el periódico, decenas de esas notas firmadas por “Andy”; notas que, a veces, con apariencia de cierta importancia, pero superficiales, abordaban cuestiones como la vida privada de algunos políticos; la moda de los aristócratas; la enfermedad de alguna celebrity; nuevas propuestas de turismo aventura, como el turismo nuclear en Chernóbil; almuerzos de camaradería del Parlamento Europeo; o las últimas tendencias de los chef de París o Roma.


Eric también sabía de las presiones económicas que sufría Orwell para mantener a sus tres hijos; sabía del juicio que perdió para recuperar plenamente los derechos sobre una famosa novela de su abuelo socialista; sabía de algunos problemas de su matrimonio, de la necesidad de proyectar el futuro de su familia. Supo también de una gran discusión, y de una amenaza que recibió del dueño del diario. Al día siguiente del entredicho, Orwell no aceptó una invitación que Eric le hizo para visitar una retrospectiva de Bacon en la National Gallery. «Mejor llevaré a mis chicos a Edimburgo para que conozcan; y, además, debo pensar algunas cosas, por su bienestar…», le contestó, algo enigmáticamente. Y, luego, le expresó su irritación por la atención que tenía que darle a las coberturas sobre el frívolo glamour de Hollywood y sus alfombras rojas; y esa impresión de que las actrices y actores de cine son el centro del mundo; y que todo tiene que girar en torno a cómo visten, o cómo posan para las fotografías de las revistas o las secciones frívolas de los portales online de noticias.


Eric no entendió bien a qué se refería Orwell. Y empezó a caminar cerca del Tower Bridge. Vio niños felices con sus padres. Muchos entraban y salían de locales de comidas rápidas, o de casas de deportes para comprarse, seguramente, algún nuevo modelo de zapatillas o de equipos de gimnasia. A unos pasos, dos niñas subieron a una Bugatti; y otro chico, algo más adelante, se bajó de un Lamborghini.


Eric decidió tomar algo, un rato, en un bar refinado, dentro de un edificio del siglo xix. Cerca de su mesa, una pareja atendía a los caprichos de tres niños, quizás sus nietos, que les demandaban que cumplieran sus promesas de comprarles cosas que Eric no llegó a escuchar. Ya de vuelta en la calle pensó que los niños que había visto no tendrían que conocer el horror de la guerra, que en su momento, sus antepasados de su misma edad, o parecida, conocieron durante las lluvias letales de la V1 y V2 de los nazis durante la batalla de Inglaterra, en la Segunda Guerra Mundial.


Y Eric recordó otras cosas que no pudo decirle a Orwell sobre los niños soldados; recordó una historia personal, un nombre, que le llegó por sus búsquedas de información y sus diálogos con algunos observadores que conocían a fondo la realidad brutal de África que suele ser ignorada por los grandes portales noticiosos…


Y Wamba salió de la tienda, con su Kaláshnikov en ristre. La orden era clara: había que ir a una aldea cercana para incendiar, matar, secuestrar. El objetivo de guerra de esa jornada. Wamba no pensó, como siempre. La resaca de la última dosis de marihuana todavía le inoculaba restos de placer; placer imaginario y destructivo, claro. Junto con otros cien niños soldados, avanzaron en la selva. Las plantas frondosas demandaban a veces recurrir a los machetes para cuartear obstáculos y abrirse paso. En lo alto de dos árboles se asomaron dos monos. Uno de los compañeros de Wamba les disparó una ráfaga súbita. Precisa. Los dos primates se precipitaron al suelo, con sus cabezas destrozadas. Todos se desternillaron de risa. Y siguieron avanzando. Llegaron hasta un angosto río, lo vadearon, mojándose hasta la cintura. Con los brazos en alto alcanzaron la orilla opuesta. El cansancio empezó a hacer algún estrago. Los niños gritaron consignas de combate. Querían llegar ya a su objetivo. El ataque podría ser una forma de descarga, un modo de suavizar la rabia contenida. Unos árboles especialmente numerosos y encastrados eran el nuevo muro a desbrozar. En los puntos menos enmarañados, los machetes debidamente aplicados, abrieron brechas. Los niños se colaron por las aberturas como conejos hábiles para salir rápidamente de sus madrigueras; y después seguir avanzando…


Wamba estaba en la primera línea que llegó a la aldea. Era temprano. La mañana nacía. Algunas mujeres iban con sus cántaros sobre sus cabezas para buscar agua a un río cercano; los adultos se preparaban para cazar; los niños saltaban por aquí y por allá; o corrían entre las casas precarias. Y los invasores lanzaron los primeros tiros. Dos mujeres se desplomaron sobre un charco de sangre. Un grito de pánico detonó en todas las direcciones. Uno por uno, cada adulto recibió un machetazo que les partió la frente, o unas balas que horadaron sus pechos. Algunos niños soldados invasores cortaron algunas cabezas como trofeos de guerra. Los chicos de la aldea corrían desesperados hacia la selva, pero en cada punto de su deseada fuga ya estaban esperándolos sus agresores, para capturarlos.


La faena de muerte y captura terminó con decenas de cadáveres, y un incendio triturando las formas, y treinta o cuarenta nuevos niños para la guerra.


Wamba gritó enloquecido, como todos. Por varios minutos. Hasta que vio a uno de los niños secuestrados. Su rostro despavorido, confundido, lo encontró muy parecido a su propia cara el día que a él lo capturaron, para convertirlo en un niño soldado.


En una vidriera de una librería, Eric vio un ejemplar de El principito. Un niño sabio en un planeta lejano; el niño como vocero de algún mensaje filosófico. En una iglesia contempló la imagen de la Virgen con el niño; en un edificio renacentista reconoció entre sus adornos decorativos unos puttis, unos niños alados, pletóricos de encantos y delicadeza. En carteles publicitarios recorrió las imágenes de niños pidiendo su auto ya, o jugando con mascotas para vender un alimento de nueva marca para gatos o perros. En otro cartel vio el anuncio de nuevos caramelos; y en un negocio de televisores de plasma, se emitía una propaganda de dos chicos mirando videos musicales en el dorso de los asientos de una compañía aérea interesada en vender más pasajes.


Chicos. Niños. Niños en publicidades; niños en la historia; niños en la arquitectura; niños en las demandas cotidianas de juguetes o regalos; niños con sus muñecos, y sus viajes, y sus caramelos. Distracciones para niños. Si Eric pasaba por barrios más humildes del gigante londinense, como Newham, Brixton o Stockwell, seguramente encontraría chicos de gestos menos demandantes, con una raya de angustiosa carencia atravesando sus caras. Pero aun esos niños no estaban predestinados al barro y el abismo, como los otros del África lejana. La guerra continua en África no es interesante; no es acicate para el consumo; no es atractiva para los diarios y los canales, salvo las noticias de matanzas en masas, o de grandes hambrunas. «¿Pero podría haber, pese a todo, alguna excepción, alguna noticia diferente?», se preguntó Eric.


Pensó que Orwell, como él, venía del compromiso con la denuncia de la injusticia social que abate a los obreros, a los desamparados. Orwell tuvo que hacer algunas concesiones, como todos. Pero seguro aprovecharía el hueco en el periódico para publicar una investigación significativa, un brote de las viejas expectativas críticas y progresistas. Por eso, aunque no eligiese el artículo que Eric le propuso, elegiría algo para denunciar el statu quo alienante de las cosas; la continuidad de la explotación laboral; la manipulación política y publicitaria; el fetichismo de las marcas; el capital financiero que no necesita ya del trabajo; o el trabajo poco pago en Asia o Europa del Este; la tragedia indescriptible de los refugiados, esos humillados que van ahora a tocarle a la puerta a sus viejos explotadores…


Pero mientras tanto, en África…


La respuesta fue rápida: de un campamento cercano al ejército, unos camiones llenos de soldados regulares se pusieron en movimiento. En pocos minutos, por un camino de polvo y calor entraron en la selva, se acercaron a la aldea que se incendiaba; buscaban interceptar al contingente de los niños soldados invasores. El grupo de Wamba ya estaba en retirada. Volvían a su propio campamento, con su botín; como siempre, iban de a pie. Y era la primera vez que escuchaban un movimiento en las alturas, un sonido ensordecedor para el que no estaban preparados: un helicóptero del ejército. Su misión era detenerlos con disparos de misil, para que luego los soldados que los perseguían por tierra los atraparan y masacraran. Los primeros cohetes cayeron sobre la selva y los niños soldados y los secuestrados.


Todo fue rápido…


Wamba vio a tres de sus compañeros, a un metro delante, desintegrarse por el impacto de un misil; otro, un poco a la derecha, se despedazó en dos por la detonación. Era el sálvese quien pueda. Wamba, y los demás, olvidaron a los niños capturados. Ahora todos eran iguales. Todos eran los esclavos del pánico. Corrían desaforados, para alejarse de su destino. ¿Pero quién puede alejarse de su destino? Con el reflejo de un animal acorralado, Wamba disparó hacia unos soldados parapetados detrás de un montículo de rocas, los obligó a cubrirse. Unas lianas espesas le sirvieron de pared protectora para cubrir su fuga. Escapaba sin percibir el tiempo. Atravesó kilómetros de selva indiferente. Los colores de a poco perdieron su vigor. Wamba corrió hasta ya no poder. ¿El cansancio extremo era un anticipo de un largo sueño? ¿Del sueño final, acaso?


Wamba se desplomó sobre una roca.


En su cuello, sentía la mordedura de un demonio; respiraba sofocado; un mareo le hacía ver doble todas las figuras. Se recostó sobre la roca. Arriba, alcanzó a ver unos árboles estirándose hacia unas nubes. Por primera vez, sintió algo que se derramaba por su costado izquierdo; sintió que algo empezaba a abandonarlo… Cerró sus ojos. Luego, alzó nuevamente sus párpados; vio con más claridad a su alrededor. Un anciano lo miró con ojos incisivos. En silencio.


—Ven conmigo, te recostarás sobre una hoja roja —le dijo el extraño—. Y pedirás en alguna parte, tu última oportunidad, si es que la tienes…


Wamba no entendió, como nunca entendió para quién o por qué luchaba. Pero obedeció. Acaso el anciano sabio de una tribu perdida dentro de la selva vino a buscarlo, a auxiliarlo, a ayudarlo para comunicarse con sus antepasados, para encontrar un puente que le hiciera volver a su niñez antes de que empezaran las balas, los días de fiebre, de sangre y muerte; antes de que tuviera que matar a su padres y a su hermano porque así se lo ordenaron; así se lo exigieron para no ser él el asesinado. Antes de que empezara el infierno, un amigo de su padre, un hombre mayor, Kimba, que había conocido el mundo, le habló de una ciudad, un lugar importante, el centro de la civilización, donde podría ser feliz. «Londres, Londres», dijo.


Wamba se recostó sobre una hoja roja, junto a una fogata; sobre sus piernas apoyó su Kaláshnikov. Descansó. Casi durmió. El anciano le susurró cosas que no comprendió… un viaje hacia la distancia; un viaje hacia el centro de las cosas… Wamba miró hacia la izquierda, y ya no vio la selva, sino unos árboles raros, de distintas alturas y formas, como si todos quisieran estirarse, como cuellos de jirafas, hacia el cielo…


Eric siente una alteración misteriosa e inopinada, algo que araña sus hombros… Antes de llegar a su departamento, lo invade una sensación extraña. Un golpe de desorientación. Su mente es surcada por las imágenes de una iglesia; bombas que caen sobre el santuario; vitrales que se parten y niños que gritan, desde alguna región remota... Un niño que se incendia…


Eric casi se apoya sobre una pared. Se siente confundido y alterado por la alucinación que lo marea. Mareo, sudor… Por un instante, teme desmayarse, pero sabe que su departamento está cerca; esto lo reanima. Usa un pañuelo para limpiar su frente; entra al edificio de su departamento sobre una calle cercana al Támesis. Eric vive en un séptimo piso. Sube por el ascensor, con la inconsciencia de una repetición mecánica, de lo ya hecho miles de veces.


Entra. Se acerca a la ventana cerrada, que da al balcón. Allí, enfrente, se extiende la capital inglesa con su fervor de luces y siluetas nocturnas. Recuerda que tiene que abrir la computadora para buscar el email de Orwell. ¿Qué habrá decidido? ¿Se publicará su artículo sobre los niños soldados? En una esquina de su cuarto, está un sillón cubierto por una tela roja recamada de borlas en sus costados, que compró una vez en un viaje a África. Una forma inesperada parece replegada ahí. Con una combinación de urgencia y temor, Eric prende la luz del velador que, como una fogata, ilumina el asiento. Luego, se cae sobre otro sillón, junto a su computadora que ya está encendida y abierta en la casilla de su correo electrónico.


Eric lo mira... Sí, la alucinación no ha terminado… Algún estado mórbido de su mente lo hunde en el delirio. Pero Eric no ha perdido, todavía, totalmente, el sentido de la realidad. ¿O sí? «¿Qué es esto? No puede ser real. ¡Esto no puede ser real! Mi mente alucinada está proyectando todo esto. ¿Cómo puede ser?», se dice.


Y un desconocido, un niño, sentado en la silla de la tela roja, pregunta:


—¿Dónde estoy?


Luce cansado, sucio, desgreñado, con su traje militar, con su AK 47 sobre las rodillas, con un temor indefinible en su mirada.

—El hechicero me dijo que tendría un sueño raro, que no podría entender —aclara el desconocido—. Debe de ser este…


Eric se queda mudo por un minuto. Mientras dura la alucinación, que parece tan vivida, tan real, Eric se deja llevar por lo imaginario:


—¿Qué haces aquí? —le pregunta a su visitante.


—No sé… Kimba, que conoció el mundo, me dijo que hay una ciudad, muy grande. «El centro de la civilización», me dijo. «Ahí podrías vivir y ser feliz». ¿Es este lugar? Entonces, señor, ¿por qué no viene a buscarme en la selva y me trae aquí?


Eric está desconcertado, y solo atina a contestarle a la sombra:


—No sé si podría hacer eso. Creo que no. No conozco realmente tu país, no sabría cómo llegar. Solo sé escribir, hacer artículos. Y mi vida está aquí.


—Entonces, ¿solo escribirá sobre mí? ¿Solo escribirá eso que llama artículos? ¿Nadie en la civilización hará algo por nosotros? —preguntó el niño desconocido.


Owen parece habituarse a la situación imposible; y ve a su visitante con menos sorpresa, pero más angustia.


—Sí, lo sé. A lo sumo podría escribir sobre tus hermanos, los otros niños soldados—afirma el periodista—. Es lo que hacemos en la civilización. Los más sensibles, pensamos en el horror. A veces, tenemos ganas de escupir y vomitar, y para sentirnos mejor, escribimos artículos o libros para denunciar el espanto; hacemos colectas, o creamos organizaciones como Salven a los Niños Soldados. Y con eso calmamos algo nuestra conciencia. Así, la realidad seguirá sin cambios, segura, la misma de siempre. Porque así es la realidad de la civilización: usar a las personas para que unos pocos se queden con todo, lo controlen todo, y hagan de un mundo contaminado por la mentira y la miseria un paraíso para ellos, con su vida en palacios, hoteles cinco estrellas, grandes centros comerciales, piscinas, playas y aeropuertos. Ustedes tienen que combatir para que esa gente no pierda sus privilegios. ¿Pero no sé si lo entiendes? Claro, no sabes lo que es un palacio, o un hotel cinco estrellas… Ustedes viven en el infierno. Pero el infierno de ustedes no es noticia…


Su visitante no entiende. Owen enciende un cigarrillo. Mira a través de la ventana. Allí, la ciudad parece unos árboles raros, de distintas alturas y formas, como si todos quisieran estirarse como cuellos de jirafa hacia el cielo de la noche.


A su espalda, la sombra se ha ido. Nunca estuvo. Eric escudriña alguna estrella lejana; se acuerda de su juventud; evoca las reuniones del Partido Laborista. Recuerda el entusiasmo de los jóvenes por llegar al poder para desbaratar el imperialismo, el gobierno de los aristócratas, para detener las guerras y aumentar los derechos de los ciudadanos, y de los que vivían en las colonias bajo la bandera de Su Majestad. La estrella remota sigue allí, con su gracia intacta, con su aire de recuerdo de lo imposible acá, en la tierra.


—No iré a buscarte. No puedo. Nadie lo hará —le dice Eric a la sombra del niño, ya disuelta—. A lo sumo publicaré un artículo, si puedo. Daré una noticia, que quizás no es una noticia, y que al día siguiente nadie recordará.


Eric ve el sillón cubierto con la tela roja. La tela está limpia, alisada, impoluta. Apaga la luz del velador, la fogata. Después, va hasta la computadora. Recuerda el compromiso de Orwell con los ideales del partido laborista, con la esperanza de construir un mundo distinto: un mundo para los hombres, no los hombres para construir el paraíso de unos pocos. «Orwell sigue siendo uno de los nuestros, aunque se esfuerce en ocultarlo», se dice Eric. «Y si no publica mi artículo, será por otra investigación más impactante, más crítica sobre las hipocresías de la civilización. De no ser así, ¿qué otra cosa podría ser?»


Eric abre su casilla de correo.


Ahí está el mensaje de Orwell. Lo abre. «Tu artículo no podrá ser esta vez», le dice Orwell. «Extraño el destino de mi abuelo», agrega. Eric no entiende esa frase.


Y al día siguiente, Eric abre el diario, para ver la nota que Orwell había publicado en el periódico, en lugar de la suya. Y lee su título:

«El glamour de los famosos en la última entrega de los Oscar. Por Andy»



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Del libro de cuentos Memento Mori, editorial Alción, Córdoba, 2017.





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