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  • Refugios revista cultural

Depurada desmesura


Entrevista crítica a Fabián Soberón

Por Alejandra Pultrone


Fabián Soberón nació en Juan Baustista Alberdi,Tucumán, el 18 de junio de 1973.

Ha publicado la novela La conferencia de Einstein, los libros de relatos Vidas breves y El instante, las crónicas Mamá. Vida breve de Soledad H. Rodríguez, Ciudades escritas y Cosmópolis. Es profesor de Teoría y Estética del Cine. Ganó el 2do Premio del Salón del Bicentenario. Colabora con revistas de Nueva York, Miami y Buenos Aires. En 2014 ganó la Beca Nacional de Creación otorgada por el Fondo Nacional de las Artes. Fue invitado al Brooklyn Book Festival 2015 y al Festival de la Palabra, en Puerto Rico.





AP: Me gustaría que comenzáramos este diálogo sobre tu obra, situándonos en tu libro “El instante”. Fue publicado en la provincia argentina de Córdoba por el sello editorial Raíz de Dos en el año 2011. Es una bella y cuidada edición que incluye además, las excelentes ilustraciones de Ramiro Clemente.

El libro contiene veinticuatro relatos en los que encontramos escritores, científicos, pintores, cineastas, próceres nacionales, todos devenidos personajes de un breve y significativo acontecimiento. Lucio V. Mansilla, Marcel Proust, Charles Darwin…Parecen estar allí detenidos como en una fotografía encontrada al azar o en la escena recortada de una vieja película. Cada relato vive su propio instante, su captura paradojal, ya que por un lado, atrapa lo efímero de esa circunstancia, y a la vez, lo relanza en ese gesto de inmortalidad con el que opera la escritura.

Entonces, ¿Podría pensarse “El instante”como metáfora de la escritura y sus posibilidades de trascendencia?


FB: Me parece oportuno que uses la palabra acontecimiento. Me niego a pensar a la literatura como exploración histórica. Los relatos trabajan con una zona del pasado para explorar esa zona desde la incógnita, desde las ranuras que ofrecen los acontecimientos. Es decir, hay algo que ha sucedido en el pasado y que a mí me convoca, me impacta, me hace pensar que eso aún sucede o puede seguir sucediendo en el presente. O, en todo caso, un acontecimiento se define como tal por su valor de efecto en el presente. Algo es pasado porque incide en el presente. Reconocemos a algo como pasado porque tiene eco en el presente. ¿Qué es eso del pasado que titila o reverbera con su luz temblorosa en el presente de la escritura? Eso es un acontecimiento. Por eso digo que se trata de acontecimientos. Y, en algunos casos, el tiempo verbal en el que están escritos esos relatos es el presente. En español existe el presente histórico. Es el presente que trata al pasado como si fuera el presente. Ese cruce subjuntivo, esa posibilidad de lo pasado que funciona como si fuera presente es lo que me convoca, me lleva a hacer preguntas sobre ese pasado no pasado. Por otra parte, ¿qué es la trascendencia? ¿La trascendencia se configura como deseo, como mero anhelo? No sé si la escritura puede aspirar a la trascendencia. Quizás podríamos pensar en la escritura como un escenario en el que se piensa el futuro. La escritura consigna algo que puede tener valor de futuro. Pero tiene futuro en la medida que pueda ser leída y sostenida por las sucesivas generaciones de lectores. Si el relato no es actualizado por un lector, ese texto se pierde en el océano arrollador del olvido. No hay nada más desolador y real que el olvido. Es más real que desolador. Si uno se acostumbra a lo real, puede llegar a ser menos desolador. Siempre tengo conmigo esa idea de Nietzsche: eternizar el instante. Solo podemos tener como meta ilusoria la eternidad. Supongo que nada hay que pueda competir con la eternidad. Aunque fuera un mero fantasma, no hay nada tan poderoso como la eternidad. Frente a ese muro, nuestros intentos de trascendencia o de perseverancia son nulos. La experiencia, el pasado, el tiempo poseen zonas enigmáticas, zonas incognoscibles. En este sentido, quizás se pueda pensar a los relatos de El instante como una exploración de los enigmas del pasado a través de preguntas. Cada texto, me parece, surge con una pregunta. Y la vacilación de la pregunta puede fulgurar en el texto en su condición de reflexión que duda sobre el tiempo o sobre la experiencia del conocimiento. Cada relato surge como pregunta y aspira a la condición de pregunta. La respuesta a un enigma es otro enigma, escribió Severo Sarduy. Esa fórmula me ayuda a bucear en los instantes del pasado. La pregunta se lleva bien con el subjuntivo. Adoro el subjuntivo: es el modo de la ficción. Lo curioso es que el subjuntivo funciona como una investigación del pasado. Es decir, una búsqueda de posibilidades donde la apertura de posibilidades está cancelada. La ficción bucea en el enigma y propone otros enigmas. La narración no afirma aunque afirme. Solo brinda una luz crepuscular en el escenario difuso de lo real.


AP: Si me permitís, te respondería esa pregunta retórica: te diría que sí, que la escritura se configura como deseo, como anhelo. Personalmente, me gusta mucho la palabra anhelo, quizás porque es una palabra casi en desuso, una palabra de otra época, pero que expresa una emoción enteramente humana. El deseo nos fue arrebatado por otros discursos, como el del psicoanálisis o la psicología. Anhelar algo, es otra cosa. Así que retomando tu pregunta, pienso que quizás ese anhelo de trascendencia sea el primer paso a la hora de escribir. Trascendencia casi como sinónimo de permanencia.

Hablás de los lectores, de la actualización del relato, de la posibilidad de ser olvidado.

Recordé ese texto de Borges, el número 27 de Fragmentos de un Evangelio apócrifo, en “Elogio de la sombra”:

“Yo no hablo de venganzas ni de perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón.”

Si hacemos ingresar la teoría literaria a nuestro diálogo, ¿Podríamos decir que la obra borgiana es un intertexto casi ineludible, -estilísticamente, al menos- de “El instante”?



FB: Quisiera ir un poco más atrás. Borges es el discípulo díscolo de Marcel Schwob. Schwob inventó –o creyó inventar—esa forma plástica y móvil de la vida conjetural: la vida imaginaria. Uno a veces asocia las lecturas a las escenas de lectura. Tengo nítido en mi memoria el día en que leí, por primera vez, Vidas imaginarias de Marcel Schwob. Ese día tuve un fogonazo de felicidad. Sentí que había encontrado una posibilidad de la ficción que concentraba búsquedas anteriores con ciertos reclamos que le hacía a la obra de Borges, precisamente. Yo había sido un lector devoto de Borges. Y sentía que era difícil escapar a la prisión de la identidad. Había visto en Borges ciertos clichés, ciertos lugares comunes, algunas repeticiones de los años cuarenta en las piezas tardías. Me había empezado a cansar de la música de sus libros. Cuando encontré los experimentos de Schwob supe, en esas horas explosivas, que tenía frente a mí la posibilidad del laboratorio. Yo había publicado antes un libro llamado Vidas breves (Simurg, 2007). Allí había trabajado unos organismos mixtos que combinaban la poesía directa con el relato corto, escénico. Cuando encaré los textos de El instante, pensé que podía trabajar el relato imaginario de otra manera. Ya no era necesario ir hacia la condensación como procedimiento central sino que podía indagar en los huecos del pasado desde la narración, escribir sobre los vacíos que la historia, la filosofía y los discursos oficiales habían dejado pendientes. Y no solo eso: los vacíos eran el espacio propicio para la invención deliberada, para el truco, para el engaño gozoso. Es decir, el hueco empujaba a encarar la ficción en sentido pleno: como mundo subjuntivo, conjetural, posible y real, irreal. Encontré, además, que las vidas imaginarias de Schwob tenían una larga tradición que empezaba con las Vidas de filósofos ilustres, de Diógenes Laercio, y seguía con los diálogos escénicos de Luciano de Samósata y Las Vidas de pintores, de Giorgio Vasari. Quevedo había propuesto su vida imaginaria en el texto sobre Marco Bruto (este libro imprescindible es una vida imaginaria al cuadrado ya que es la versión conjetural y filosófica del texto de Plutarco). En el siglo XX teníamos lasVidas escritas, de Javier Marías, Lugar común la muerte, de Tomás Eloy Martínez (el más logrado de sus libros), Ravel, Correr y Relámpagos, de Echenoz, y Las vidas para leerlas, de Guillermo Cabrera Infante. Alguna vez tendremos que hacerle justicia a Cabrera. Si Borges no hubiera existido, Cabrera sería el primer prosista de la lengua española en el XX. Con esa mínima tradición supuse que debía proponer una variación, un rulo fractal en el ciclo de los antecedentes. En el medio, estaba Borges, que, por supuesto, había hecho su versión en Historia universal de la infamia. Schwob es el centro de ese modo de encarar las vidas desde la imaginación. Es el centro hacia atrás y hacia adelante. Borges había hecho lo suyo, y también Cabrera, T. E. Martínez y Javier Marías. ¿Qué podía hacer frente a esos monstruos?Solo me quedaba la posibilidad de ahondar en la elaboración desde la imaginación. La imaginación tensa la realidad hasta disolverla. Eso me fascina: la disolución de lo real, la dislocación del referente, el cruce entre eso que llamamos “lo real” y la ficción: los efectos enfrentados como en una obra de Escher. ¿Cuál es más real o irreal?



AP: Localizás los huecos de la narración, la creación literaria a partir de ese agujero dejado por los otros discursos. Pensaba que sos un escritor decidido: lo que llamás la invención deliberada a partir de ese hueco (yo no lo llamaría vacío, porque el agujero siempre remite no sólo a la ausencia, sino a lo que hubo, el agujero siempre evoca su extracción, por así decirlo) vuelve “el instante” tan valioso.

Es toda una decisión estética escribir una ficción surgida en ese entretiempo de otra historia más amplia, “oficial”.

Nombraste a Escher, quien experimentó en su pintura con la famosa banda de Moebius, donde no hay anverso y reverso distinguibles ¿Podrías pensar tu obra, en relación al género literario, desde esta orientación sin bordes que lo definan? ¿Cuál es tu opinión sobre los géneros literarios?


FB: La ficción me convoca por su condición de “trastornadora” de la realidad. Podría decir que todo aquello que trastoca o modifica lo establecido me entusiasma. Un género literario existe para ser modificado, intervenido, transformado. El mundo existe para ser convertido en ficción. Es importante que haya escritores que trabajen desde los géneros. El cultivo de los géneros puros me parece crucial. Yo, en cambio, prefiero partir de los géneros para construir a partir de ahí una pieza otra. No diría que busco la ruptura por la ruptura misma. En todo caso, persigo el cruce, la mixtura, la intervención, el asalto de los géneros, el uso deliberado de los géneros (vuelvo a usar“deliberado” porque, tal como vos percibiste, me parece clave para la escritura literaria). A veces, no estoy seguro de cuál es el formato más oportuno para un texto. Puedo escribir una serie de frases cortas que luego se convierten en versos. Pruebo con una versión en prosa encadenada de esas frases iniciales. Luego intento con un relato en el que esas frases conforman el final. Es decir, el inicio de un texto es un poema que después se convierte en un cuento. Y luego es un fragmento de un ensayo y este boceto de ensayo es el inicio de otro cuento, etc. Y así hasta que en algún punto de la infinita banda de Moebius el río encuentra su puente o su cauce. El infinito no solo no me angustia sino que me alegra, me fascina. Si el infinito no existiera, yo sería un infeliz. Una expresión posible de la idea de infinito es la escena inolvidable, imprescindible de La dama de Shangái (podría llamarse “La dama de los espejos”), la película de Orson Welles (1947) en la que tres personajes rodeados de espejos se multiplican antes de los disparos. No hay dos espejos sino muchos. Los puntos de fuga se distorsionan y se mezclan. Esto es clave para mí: la mezcla y la distorsión. El fenómeno óptico puede ser pensado en términos conceptuales y escriturarios. Se trata de la apertura creativa en sentido pleno: el infinito como libertad. Y aquí reaparece Escher. En sus obras la duplicación genera falsos espejos, indistinción de lo interior y de lo exterior, cruce de caminos, anversos y reversos enfrentados o combinadosy espejos infinitos. Debo confesar que me fascina la idea matemática de un conjuntoinfinitoque contiene subconjuntos tan grandes como el conjunto. Un subconjunto infinito (una parte) es igual al conjunto. En el infinito se pierden las limitaciones. La libertad es plena. Si ya el infinito es un abismo que alegra, el conjunto infinito brinda la posibilidad de la libertad utópica, la apertura, el encanto perturbador. El oxímoron resulta crucial para pensar mi relación con el infinito: el género como un orden caótico que genera abstracciones y desplazamientos; la lectura contiene un alegría melancólica y eso rodea a la experiencia hasta cubrirla; en mi caso, los límites de los géneros sirven para saltar los ríos. La posibilidad decombinar los géneros de forma infinita me provoca un placer que no se termina nunca.

Por otra parte, no solo me convoca la función “transformadora” de la ficción sino la posibilidad de la falsificación, del truco, del engaño. Orson Welles es uno de mis maestros. También Shakespeare. Tanto Welles como Shakespeare son prestidigitadores, son magos, son poetas que dan vuelta el guante delante de nuestros ojos y nos entregan otra realidad. Son demiurgos: crean una realidad otra sin que nos demos cuenta de la operación que hacen delante de nuestros ojos. Welles y Shakespeare son dioses, en ese sentido: inventan un mundo propio.


AP: Me detengo en esta polaridad que ubicás en la escritura, en la función por un lado “transformadora” de la ficción, en esas infinitas alternativas que ofrece; y por otro, la posibilidad de falsificación, de engaño, pero en el sentido de ilusión, como bien decís, al modo del prestidigitador: una falsificación que es parte de un acuerdo, un engaño premeditado; el acuerdo con el lector. Tus maestros, tanto Welles como Shakeaspeare, tuvieron además, espectadores, que es una categoría de lector, te diría, “en cuerpo presente”. Ya sea en la butaca de un cine o en las sillas desvencijadas de un viejo teatro, los espectadores realizan ese pacto efímero con el autor, asumen el compromiso de dejarse engañar, al menos, por un par de horas. Esa es la maravilla de la invención deliberada puesta en escena, sus también transformadores efectos.

Son prestidigitadores, son magos, son poetas: esta gradación que ubicás, me parece muy acertada. Recordé el poema de Fernando Pessoa Autopsicografía: El poeta es un fingidor/Finge tan completamente/que hasta finge que es dolor/ el dolor que en verdad siente,/Y, en el dolor que han leído,/a leer sus lectores vienen,/no los dos que él ha tenido,/sino sólo el que no tienen./Y así en la vida se mete distrayendo a la razón,/y gira , el tren de juguete/que se llama corazón.

Por el camino de Escher, si seguimos recorriendo como hasta ahora, discursivamente, la tan mentada cinta. ¿Hablamos de poesía?


FB: Shakespeare fue un dios, como Pessoa, como Orson Welles. Borges, no. Borges fue más bien un demiurgo monótono. Fue el gran prosista de la lengua después de Quevedo pero fue un prosista monótono: encontró una serie de personajes que se parecen entre sí con una prosa que haría palidecer a Quevedo y los repitió hasta el hartazgo (ojo: ¿quién siquiera puede conversar con Quevedo?). Borges es Bach, es Piazzolla. Se repite a sí mismo. Y disfruta de su voz. Sus invenciones son del orden de la sintaxis y de la metafísica, que es una forma inmóvil del arte, como en las pinturas de DeChirico. Ahí están los borgeanistas auscultando las marcas de Borges en los textos tardíos, tempranos, póstumos y sucedáneos. Shakespeare y Pessoa fueron dioses porque pudieron inventar mundos paralelos, mundos poéticos y subjuntivos reales, irreales, con cientos de otros que no son nadie, que no se parecen entre sí, que inauguran un orden paralelo, horizontal y simultáneo. Shakespeare no se parece a nadie; los personajes no se parecen entre sí. O, se parecen a todos los hombres: Shakespeare fue muchos y no fue nadie, como los Homéridas, como los heterónimos de Pessoa. Quién pudiera ser todas las posibilidades de las pasiones humanas. Ese fue Shakespeare; Welles fue el Shakespeare del cine que puso espejos y angulaciones y planos secuencias para ser todos a la vez y no ser ninguno de ellos. Ya lo había dicho Nietzsche: hay que tener valor para enfrentar la máscara. Detrás de la máscara, no hay nada, no hay nadie. La identidad es una impostura. Aceptar que somos una invención voluntaria es tener la posibilidad de encontrarse en los muchos personajes de uno mismo. El valor de la máscara, el valiente que asume la máscara, podríamos decir. La poesía, ya lo pensó Aristóteles, se dice de muchas maneras. Hay poesía épica, trágica, cómica. La poesía es multiforme como Proteo. El poeta es el gran fingidor: es aquel que puede ser Hamlet, Ofelia, el fantasma del rey Hamlet, Macbeth, el que bebe la leche de la bondad humana, la invencible Lady Macbeth, el ingeniero Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Falstaff, Romeo, Julieta, Ricardo Reis. Rita Hayworth dice como si fuera Romeo: “Envíale cariños al amanecer”. Romeo dice como si fuera la futura Rita Hayworth: “¿Es tan joven el día?” Ambos mueren después. Ambos metamorfosean la realidad, la vuelven otra. Shakespeare es, al menos por unos segundos, Hamlet en un teatro. Y en el teatro hay una obra de teatro para el rey. En ese instante, la realidad de Shakespeare y la ficción de Shakespeare, la realidad de Hamlet y la ficción de Hamlet son equidistantes, son lo mismo. Y la ficción es un espejo que iguala las múltiples dimensiones posibles de la invención. En el teatro de la poesía, el yo es muchos otros. El otro es otro y otro y otro. Mike O Hara, el ingenuo irlandés atrapado en la película, es el enamorado O Hara y es el otro O Hara en el espejo, el que advierte el engaño, el engañado, el posible muerto, el doble del esposo engañado. Welles es O Haray es Kane y los muchos Kane duplicados en el espejo, el obeso Quinlan, la hermosa y vieja prostituta que toca el piano para siempre, y el personaje que cruza la frontera para descubrir que el engaño domina la realidad. Es decir, el poeta es otro y otro y otro... El poeta es un fingidor. Finge que puede ser uno solo. Finge que la identidad es real. Finge para soportar la fuga continua de la realidad. Cuando un poeta comprende esto, acepta el juego de las falsificaciones y las apariencias. Toma la máscara y se convierte en todos los posibles otros. Potencia la máscara. Se vuelve dios. ¡Hágase tu voluntad,William Shakespeare!


AP: Es que la identidad es la máscara.

Siempre que pensamos en el desenmascaramiento, aspiramos a poder acceder a la verdad desnuda; sea el arte, la poesía, o nosotros mismos.

Ese ideal humano en relación con la verdad nos oprime en demasía, creo. Cuando leemos biografías de grandes escritores, cineastas, pintores, por lo general encontramos esa búsqueda, a sol y a sombra, de la autenticidad. Pero como decías, la única insistencia y permanencia es la de las sucesivas máscaras. No sé si somos una invención voluntaria: me inclino por la mera invención, sin atributos. Hay máscaras que nos anteceden y que sólo podemos portar, sin elección. La libertad está en poner en juego esa invención, a pesar de todo, de todas las imposiciones que nos acechan desde el fondo de los tiempos. Volvemos escherianamente (valga el neologismo) al principio, a lo deliberado del acto de escribir, a esa decisión que se lleva adelante contra viento y marea.


Me gustaría que diéramos una torsión más en este diálogo, así vamos al encuentro de tu libro Cosmópolis, retratos de Nueva York. Fue publicado por la editorial argentina Modesto Rimba en el año 2017. El vértigo de la narrativa de este libro, se asemeja mucho al estilo y a la depurada desmesura que exhibiste aquí, en este espacio de encuentro.

En Cosmópolis, ¿pensás que llevaste tu propuesta estética a un clímax, a semejanza de un aleph (evocando al monótono demiurgo) mientras la ciudad se vuelve una sucesión inacabable de escenas donde todos aquellos que la transitan diariamente, pueden devenir protagonistas de una película infinita? ¿Una ciudad como Nueva York , lo hace posible?




FB: Me convoca la idea de la ciudad como torbellino, como huracán de situaciones,como un haz de experiencias y percepciones que avasalla con las múltiples caras de un conjunto infinito. La escritura, entonces, se puede presentar como un poliedro de cristal que muestra –o aspira a mostrar—el tiempo simultáneo de la ciudad.Hay diversas novelas que proponen la concentración de la experiencia en unas pocas horas a través del desglose minucioso: el Ulises, de Joyce. También es importante el trabajo acumulativo y minucioso de Luiz Ruffato en Ellos eran muchos caballos sobre las vidas sencillas y paralelas (para leerlas, como dice Cabrera) en San Pablo, Brasil. Me parece que la escritura, en ambos casos, trabaja con la idea de explorar el tiempo, las vidas paralelas (para leerlas), los diversos instantes. Eso quise hacer en la novela-crónica-ficción de Cosmópolis: un falso e imposible plano secuencia, un poliedro cristalino, concentrado, sobre la vida anodina de una ciudad cosmopolita. Para eso, recurrí al poema, el microensayo, la ficción, la reflexión, el diario, el aforismo, el cuento, la vida breve. En Cosmópolis vuelvo a la idea de crónica ficción o crónica fusión. La crónica funciona como un terreno amplio y resbaladizo que contiene y mezcla las posibilidades de la ficción y de los cruces de géneros.

Retomo tu expresión: “el vértigo de la narración de Cosmópolis se asemeja a la depurada desmesura que exhibiste aquí”. Me siento cómodo con esa aparente contradicción: “depurada desmesura”. Por un lado, la desmesura de la experiencia, de la vida misma. Por el otro, la depuración, el trabajo del orfebre, del copista, del que pule las lentes. Me atrae la imagen de Spinoza como pulidor de lentes, la idea de la descripción obsesiva y total de los pintores de los Países Bajos. Vermeer, por ejemplo. Vermeer no copia la realidad. Eso sería una ilusión: pensar que se puede copiar. Vermeer la esculpe con una obsesión controlada, con un minucioso afán de totalidad. Las vidas de una ciudad pueden resultar desmesuradas, exageradamente múltiples, inabarcables. De hecho, la ciudad por sí misma es inabarcable. Por su condición infinita, inapresable, ataviada con sus vidas heteróclitas, la ciudad es inenarrable. Nueva York se presenta como una urbe heteróclita, desmesuradamente atractiva. Ahora bien, la escritura pretende aprehender la diversidad inabarcable. Y, en ese intento, fracasa. Hay algo de mudo o parco en la experiencia que la hace inenarrable. La ciudad se escabulle, se fuga entre los dedos. Sin embargo, la escritura intenta atrapar las sombras de eso que fluye y que huye entre los dedos. Y el parpadeo, la vacilación que nada entre las palabras queda en Cosmópolis. Por eso recurrí a poemas, cuentos, microensayos, crónicas, páginas de un diario, recortes, encuadres. Anhelaba que en alguno de esos registros quedara una huella del torbellino de la ciudad, del huracán de la realidad. Nada ni nadie puede contar la realidad total de una ciudad. Si algún autor cree que lo hace o que puede hacerlo, esoresulta en unfenómeno: la ilusión de la captación. Yo solo sé que la escritura nos brinda una ilusión y entonces me dedico a pulir las lentes, me concentro en la operación óptica, sonora, poética, olfativa de la escritura. Con ese trabajo demorado y escéptico quiero dejar la marca como un dibujante, como un compasivo ejecutante de retratos de acuarela, como un fingidor que anhela escribir la ciudad. Mi libro anterior se llama Ciudades escritas. El titulo no indica que efectivamente se puedan escribir las ciudades. Indica, más bien, que allí van a leer una versión escrita de las ciudades, una versión posible entre infinitas posibles (la fuga inevitable de la ciudad no me desanima; me alucina). La escritura es solo la pálida llama que evocael fuego que arde entre las calles, el murmullo que viene de la experiencia como eco nimio, distorsionado.



AP: Tus crónicas son pequeñas piezas narrativas muy ajustadas; puedo leer en ellas ese trabajo del orfebre: precisión y pasión del artesano. Mi encuentro con tu escritura fue a partir de una crónica. Me sorprendió ese intento de recuperar una experiencia, a partir de asumir el punto de vista de un yo personaje, una primera persona duplicada del autor, un espejo de ficción, ese Fabián Soberón que viaja por las ciudades que visita con la mirada azorada, incitando un devenir de construcción y deconstrucción simultáneo; porque tu Nueva York es un gran personaje también. Es un viajero siempre al borde del deslumbramiento, siempre enriquecido, asombrado y tomado por la vida presente y pasada de la ciudad que atraviesa.


Hablemos de la crítica literaria. Otro de los géneros que abordás es el de la entrevista. Cuando leí tu libro 30 entrevistas, publicado por la Universidad de Tucumán en el año 2016 (allí se recopilan las entrevistas que realizaste a numerosos y prestigiosos escritores y artistas como Ricardo Piglia, Michel Onfray, Tobías Wolf, la cineasta Lucía Puenzo, entre otros) me sorprendió gratamente el lector que encontré en ellas, ninguna ostenta un entrevistador convencional, sí un lector que quiere poner en juego sus procesos de lectura, un lector aventurado. No siempre le sale bien, a veces el escritor le dice que no coincide, que se equivoca, y ese registro está en la entrevista, esa diferencia construida como lector, se sostiene, me parece notable. Alguna vez me dijiste en una mesa de café que concebís la entrevista como una intervención crítica. ¿Podrías explayarte en ese sentido? El concepto me resuena a las artes plásticas, los objetos intervenidos de la plástica moderna, como hizo la pintora argentina Soledad Rithner, quien realizó una obra a partir de una intervención en dibujos a lápiz sobre las páginas de un viejo y descartado manual escolar. Construyó un nuevo manual, en ese caso, lo rescató del olvido y seguramente de la destrucción, entonces, ¿cómo sería intervenir hoy una obra literaria desde una entrevista? ¿Y las redes sociales qué papel juegan en la crítica literaria contemporánea?


FB: Habría que pensar qué es intervenir. ¿Qué significa intervenir? Para mí es entrar en una situación en movimiento, lanzar una opinión en medio de un campo que se mueve. El campo literario con sus autores, heterónimos, editoriales, lectores, periodistas, críticos es un campo diverso, en constante movimiento, con desplazamientos heterogéneos. Ahora bien, hay actantes del campo que inciden más que otros. Podríamos decir que no sabemos exactamente, con precisión de entomólogo o de matemático, quiénes inciden más o menos. Lo que sí sabemos es que hay desplazamientos, golpes abruptos, intervenciones cuyos efectos duran más o persisten más. Por ejemplo, si Harold Bloom dice que el nuevo poeta del siglo XXI ha salido de la esfera de Youtube, en ese caso su opinión tendrá una cierta incidencia y ese efecto será captado por la cámara híper lúcida de la crítica académica. En cambio, los movimientos subterráneos que producen los lectores anónimos resultan casi imperceptibles para ciertos sectores del campo. ¿Cómo funcionan esos pases, por qué senderos circulan esos pases, qué rutas alternativas se conforman en la clandestinidad de la lectura? Es decir, desconocemos una buena parte de los recorridosque conforman el “acontecimiento”. En ese marco, una entrevista trata de levantar polvo, busca lanzar una piedra en ese torbellino múltiple. Entonces, la crítica y, en especial, la entrevista como forma de la crítica, es una intervención. La entrevista genera una puesta en escena. Es decir, escritor, pintor, músico y crítico se ponen de acuerdo en pensar las piezas literarias, las películas, las obras en el acotado y convenido espacio-tiempo de la entrevista. Se trata de un fenómeno espaciotemporal único en el que el autor de la obra volverá a pensar lo ya pensado. Y es probable que en esos instantes, pueda encontrar algo que antes no había visto. Si el escenario de la entrevista no se hubiera producido, ese “nuevo” pensamiento no existiría. Ahora bien, el crítico no es improvisado. Estudia la obra y piensa modos de lectura, de interpretación. A su vez, el autor, el cineasta, el pintor piensan las lecturas de su obra y piensan el arte. Por eso mismo, la entrevista es una intervención doble: en la obra y en el campo. En el caso de la intervención en la obra, creo que la crítica funciona como funciona el concepto (el símbolo) en la idea de animal simbólico propuesta por el filósofo Ernst Cassirer. Cassirer decía que el hombre es un animal retardado. El hombre no reacciona de inmediato frente a un estímulo. La dimensión simbólica retarda su respuesta. Podríamos decir que la intervención crítica retarda o hace pensar la forma de encarar la pieza futura. En mi caso, he tenido la experiencia de repensar el sendero de mi pieza futura a partir de la lectura de una crítica o de las operaciones de pensamiento que ha generado una entrevista. En este sentido, la crítica realiza una intervención en la obra. Se trata, más bien, de un efecto con valor de futuro.

Por otra parte, si he decidido entrevistar a determinado escritor que tiene escasa difusión o circulación, en ese caso la entrevista tiene una función política, que es la de darle una voz más alta (o de darle una voz) en la ruidosa ciudad literaria, llena de alardes, brillo, bocinazos y trompetas con sordina. A veces, una parte del campo se excede en la valoración de una obra. Hay desplazamientos zafios o que responden a meros amiguismos. Esas operaciones son incómodas pero generan adeptos. La entrevista funciona como una puesta a punto, un ajuste de cuentas, como un modo de batallar en “el excesivo prosaísmo del mundo” literario, como decía el crítico David Lagmanovich. En los últimos años, las redes, especialmente Facebook, han funcionado como pantallas de muestreo de los recorridos subterráneos de los lectores anónimos. Cuidado: eso no significa que esas opiniones (a veces deshilachadas, desprolijas; otras, sesudas y argumentadas) tengan verdadera influencia en la conformación de un canon. Pero sí es cierto que al menos funcionan como una vidriera, como una muestra pública y virtual de algo que está latiendo. Así, las revistas virtuales de crítica han proliferado y tienen como balcón de exposición a las redes sociales. Habría que estudiar qué significa intervenir en el marco de los escenarios virtuales. ¿Cómo se configura el campo de la mano de lo virtual? ¿Cómo reverbera lo virtual-real en lo real-real? ¿Persevera en su ser lo digital?, podría decir Baruch Spinoza. Me niego a pensar a lo virtual como no real. A esta altura, no podemos pensar a lo virtual como opuesto a lo real. Nuestra forma de percibir el mundo ha cambiado. Veremos cómo nos llevamos con esto. No hay ni habrá un Lumiére que diga que lo digital es un invento sin futuro.-





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