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Guillermo Fernández

Demonios en Jeppener

Salió de un aula ya vestido con el tapado de Carmen. Había dejado de ser Ángel Castro, el maestro de sexto grado, para convertirse en Galileo Galilei. Así apareció en el escenario de la escuela, con diez alumnos que mostraban carteles. En el patio, sentados en sillas de plástico blancas, miraban los padres y Mazzini, el Supervisor escolar. Griselda Bechara, directora desde hace mucho tiempo, hubiera deseado no estar. Se preguntaba a cada rato, qué se representaba. El maestro le había hablado de cosas que ella ahora hacía esfuerzos por recordar: Brecht y el acto por el 1 de mayo. Ella veía desfilar los carteles escritos con marcador negro grueso. No leía. No podía leer. Todo debía cambiar. Sus alumnos entraban y salían del escenario, desplegaban carteles contra la Iglesia. ¿Ella había permitido eso? Un maestro disfrazado, que hablaba de la tierra, del sol, del poder, de la razón y de otras cosas que ella ignoraba porque la ponía nerviosa la mirada atónita de Mazzini, una autoridad que había venido de Brandsen, para confirmar, nada más que para comprobar que a Bechara la escuela se le iba de las manos. Mazzini tampoco sabía nada de ese Brecht con apellido difícil que aparecía en el programa que tenía en la mano y que él releía cada tanto para retener el nombre del autor que había atraído a Castro y que lo había llevado a semejante desquicio en el patio de la EGB Nro. 3 Juan Bautista Alberdi. Como si importara su nombre, pensó, después de un rato, después de escuchar las voces de algunos padres a sus espaldas. Le molestaban los carteles con esas frases que provocaban a la gente grande de Jeppener, todo un pueblo, que ya había asimilado el movimiento de los astros sin preocuparse demasiado por la ciencia, la verdad y los credos de los sacerdotes. Los alumnos provocaban. Ángel Castro, convertido en un agitador de conciencias, había destruido ese acto del 1 de Mayo en una parodia absurda. Ya habíamos vivido la época del terror. Ángel había huido de Buenos Aires, con la sombra de su esposa muerta por haber desobedecido, con una hija adolescente, Carmen, que con el tiempo le trajo un nieto que de tanta aventura de la madre no tenía padre. El maestro y su hija se bajaron de un micro que venía de Retiro, dos veces al día, en el año 1981, ya hacía nueve años que vivían en Jeppener, y tres que él incomodaba como maestro. Carmen, con dieciocho años, se encargó de buscar una habitación primero y después de elegir una casita para alquilar. Pero la llegada de padre y de hija fue hace tiempo. Las escapadas de Carmen también.


Mazzini, tenía los expedientes de la historia del maestro. Juró que los releería junto con Bechara, para hacerla entrar en razones. Por más que hubiese querido mirar a los alumnos, los papeles escritos con marcador oscuro que convulsionaban al hablar de libertad, de la verdad, de los hombres sometidos que aceptaban callados porque no manejaban otra posibilidad, pero no podía. Se levantó con enojo. Giró sobre la silla y con el paso firme de autoridad, cruzó todas las filas de padres y salió a la calle. Solo un alumno dejó de agitar el cartel. Miró fijo cómo se iba Mazzini, la cara desesperada de Bechara y el abucheo de algunos padres. Era Ernesto Álvarez, un cómplice de Castro, como lo iba a describir, con el tiempo, el Inspector en el expediente. Ernesto completaba el odio del maestro, el Inspector repetía a Bechara, después, cuando pudieron estar a solas, en el despacho de la Directora.


Castro llegó al mediodía a su casa, comió con su nieto Denis sin hablar. Denis sospechó que tanta expectativa de su abuelo ahora golpeaba en las baldosas de la escuela. Le acercó el plato de sopa para no dejarlo tan solo. Le dio un pedazo de pan, que había traído de la panadería con autorización. El silencio entre los dos se quebraba con el ruido de la cuchara en el plato, el sorbo de caldo en la boca de Castro, el paso de algún auto por la calle, y la tos de Castro. El nieto pensó que, tal vez, si su madre Carmen, volviera de Brandsen, traería algo de calma. Hacía muchos días que no tenían noticias de ella. Nunca se acostumbraría a que ella desapareciera por días y después volviera con hambre y poca ropa, a la noche tarde. Nunca Denis se preguntó si había otra vida posible para él. Tenía miedo a la respuesta. Había dejado la escuela para no preguntarse tanto por lo que le había tocado en suerte. Es cierto, la escuela siempre interroga. No debía dar explicaciones. Su madre se iba siempre con la promesa de la vuelta. Con eso le alcanzaba para soñar que ella lo besaba a la madrugada y le decía en voz baja, que esta vez era última. Le prometía que nunca más lo iba a hacer. Todo lo hacía por él. A ella no le agradaba que él trabajara en la panadería. En el sueño le hablaba de que vendrían otros tiempos, siempre mejores. Denis se despertaba a cada rato, para esperar el beso. Se volvía dormir. Nada cambiaba.


Ernesto se quedó acomodando todo. Enrolló los carteles, todavía con tinta húmeda. Se habían ido todos. Mazzini se había encerrado con Bechara en el despacho. Ernesto suponía la conversación. Él los espiaba desde el aula. No iba a escribir en el pizarrón Tristes los pueblos que necesitan héroes. Tenía ganas. Pero no quería perjudicar más a Castro. Nadie sabía que él estaba solo en el aula. Se iba a quedar hasta que Bechara y Mazzini no lo vieran salir de la escuela. Iría a la tarde a la casa del maestro.


Bechara y Mazzini convinieron que el maestro requería control (…)


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Demonios en Jeppener


Adelanto exclusivo de la nueva novela de Guillermo Fernández, que sale bajo el sello editorial Letra Viva.



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