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  • Alejandra Pultrone / Fabián Soberón

Depurada desmesurada II



Fabián Soberón: En nuestro diálogo está implícita una idea de edición de los textos. Hablar de libros es hablar de editores que piensan los textos desde otro lugar, si es que acaso hay un lugar distinto para el autor y el editor. Qué significa la edición para vos, Alejandra, que sos poeta y lectora de diversos géneros.


Alejandra Pultrone: Creo que sí, que efectivamente hay un lugar distinto para el editor y para el autor cuando ambos imaginan un libro. Si pienso desde el lugar del editor, sé que acompañar a un autor no es tarea sencilla. Cada autor tiene un ideal construido sobre su libro (el diseño,¡la tapa! la distribución,la presentación, todo lo que implica el nacimiento de un libro) y a veces el editor tiene que mostrarle que ese ideal no puede llevarlo adelante por razones técnicas o por un criterio de edición: porque está convencido de que no lo va a beneficiar. Son miradas distintas. El editor necesariamente tiene que distanciarse del libro y objetivizarlo para volverlo único, para diferenciarlo del resto, para que pueda ser parte de una serie. Un editor si tiene varias colecciones, hace ese trabajo de alojarlo, construirle un lugar dentro del catálogo.

La edición para mí significa poder despedirse de un libro: coincido con Borges quien la pensaba como un tope a la corrección, un límite. La edición opera en lo real del libro. La edición clásica en papel, lo corporiza, lo vuelve tangible. Más allá de ese sentido borgiano, creo que la edición lleva también implícito el encuentro con un lector “corporizado”, aparece la suma de los lectores, las tiradas de los libros de poesía en Buenos Aires hace unos años eran de 300 ejemplares, es decir, se podía soñar con 300 posibles lectores. Hay una apuesta a ese encuentro. He visto ediciones dormir en los sótanos de librerías de la ciudad, por eso digo apuesta, un intento de encuentro. No siempre se logra.


F. S.: La idea de la apuesta al encuentro entre autor y lector es clave, definitoria e inquietante. Pienso en los libros dormidos como una pila de libros que late y que puede explotar o perderse. La foto de los libros dormidos en un sótano puede verse como la imagen del fracaso, como el fin del sueño o como los múltiples recorridos secretos que realizan los libros antes de llegar a un lector. Supongo que la mirada sobre este fenómeno depende de cierto estado de ánimo: el optimismo o el pesimismo o la combinación de ambos. Dependerá del día o de la hora en la que analicemos este fenómeno. Por otra parte, supongo que es un fenómeno que atraviesa la historia de la edición en papel.

Uno de los asuntos que me hace pensar es la relación de la poesía con la verdad, ya que hay un gran consenso acerca de que la poesía transmite “la” verdad. A diferencia de la vía racional del sujeto, la poesía tendría, según esta posición, un acceso privilegiado a la verdad de la realidad. Creo que esto es solo un supuesto y que no se da de hecho el acceso del poema a la verdad. Entiendo que esta posición es una metafísica, es decir, parte de un supuesto indemostrable. Se trata, más bien, de una utopía, un deseo o un ideal y que esta posibilidad del encuentro con la verdad no se da necesariamente. A partir de esta preocupación, de este problema, pienso en las diversas ideas que tenemos sobre la poesía. Las ideas que voy a enumerar a continuación están atravesadas por esta idea metafísica de la búsqueda de la verdad. ¿Qué supuestos hay a la hora de pensar la poesía?

Al menos, podríamos postular cuatro ideas de la poesía:la poesía como búsqueda de la verdad, como evocación metafísica que supone que la verdad existe (Parménides, Lucrecio, Dante, Heidegger, entre otros), la poesía como propuesta conceptual (Borges, Roberto Juarroz, Alberto Caeiro, etc.), la poesía como expresión de sentimientos o de estados de ánimo (los poetas románticos, sus antecesores y seguidores), la poesía como forma verbal antes que metafísica, aunque esta idea también tiene una metafísica, como todas (Mallarmé, los vanguardistas, cierta zona de la obra de Octavio Paz, entre otros). ¿Con cuál de estas ideas te sentís más cómoda?



A. P.: Creo que la poesía es efectivamente un acceso privilegiado a la verdad, pero no a la de “La Realidad”, sino a la de un sujeto en particular, una verdad en singular. Hay poetas que escribieron desde ese encuentro con su verdad: Pizarnik, por ejemplo. Por eso también su poesía es tan pregnante, por eso la experiencia de lectura de Pizarnik, nos “toca” a casi todos: ella muerde su verdad y la ofrece al que lee. No puede leerse a Pizarnik de corrido, bebérsela entera, porque ese punto de acceso con su verdad a veces encandila, angustia. Parafraseando las palabras finales de Goethe quien pedía más luz a la hora de la muerte, a veces como lectores necesitamos menos luz, alguna sombra sobre tanta verdad.

Decías que al menos podríamos postular cuatro ideas de la poesía, también hay otra idea que no viene del campo de la metafísica ni la vanguardias artísticas, con la que yo me identifico - o mi poesía mejor dicho lo hace- que es la de Lacan, alguien a quien yo le debo mucho, no desde la teorización solamente, sino desde la experiencia que arroja el recorrido de aventurarse a interrogar la propia palabra, quiero decir que para mí antes que nada el psicoanálisis lacaniano no es una teoría sino una experiencia del lenguaje, de mi propia lengua; entonces desde allí, puedo acordar con ese modo de pensar la poesía. Lacan decía que el poeta no sabe lo que dice pero lo dice antes. Y creo que sí, muchas veces desde la práctica de la poesía he sentido esa anticipación de lo que se sabe después. Por otro lado, del lado de la literatura, con Octavio Paz siento mucha cercanía, con su concepto de la poesía como un aleph casi inabarcable -tan magistralmente descripto en la introducción de El arco y la lira. Paz dice que la poesía no sólo acude en los poemas sino también en la gente, en el paisaje; que transciende los artefactos poéticos, al punto tal de enunciar que puede haber poemas sin poesía, lo cual es verdaderamente subversivo. Para mí el encuentro con Octavio Paz fue un antes y un después en el modo de escribir y de entender la poesía. Tuve el privilegio además de asistir a la lectura de sus poemas, la primera vez que vino a Buenos Aires. Así que el encuentro fue real, con su persona. Pero ésa es otra historia.


F. S.: Te referiste a la relación del poema con el sujeto empírico, con el autor de carne y hueso, como diría Unamuno. Es decir, pienso, en este instante, en qué lugar tiene la biografía en la configuración del poema tanto para el que escribe como para el que lee. Los estructuralistas se ocuparon de matar al autor. Sin embargo, los autores han sobrevivido. En el otro extremo, ciertas poéticas han hecho un culto del yo. Hay autores que sólo escriben sobre sí mismos, hablan de sí mismos y beben de sí mismos, como si fuera una versión contemporánea del mito de Narciso. Quisiera saber qué lugar le das vos a la biografía al leer los poemas de Octavio Paz o al leer las teorías de Lacan, por ejemplo. ¿Cómo impacta la vida del autor en tu lectura de los poemas? ¿Y cómo crees que reaparece tu vida en la escritura?


A. P.: Es cierto, los autores han sobrevivido pese a todo. Pienso que el mito de Narciso, a mediados del siglo XX tuvo también su reciclada versión en esa supremacía del texto (para volver a los estructuralistas). Hubo un cambio de centro, del autor como proveedor del significado de la obra, a una obra autónoma casi autogenerada, sostenida sólo por sus posibilidades de sentido. Pero no importa cuál es el centro; todo culto del centro culmina en algún modo de narcisismo, es decir, sucumbiendo ante lo ilusorio de una imagen.

Creo que el lugar que ocupa la biografía del autor depende (de nuevo nos acompaña Narciso) de la imagen del escritor: hay escritores portadores de imágenes, es imposible llegar a sus obras “desnudo”, sin preconceptos. Pienso en un escritor como Ernest Hemingway, por ejemplo. Su imagen de escritor, hoy tan poco políticamente correcta – desde su afición por los toros, su gusto por las armas, sus trofeos de animales cazados, etc- nos acompaña ya antes de leer la primera página de uno de sus libros.

Entonces, si leo a Hemingway, el impacto de esa construcción ficcional sobre lo que fue su vida, es fuerte. Con otros escritores no ocurre lo mismo.

Creo que no es posible generalizar la cuestión, depende de cada escritor.

Mi vida aparece en algunos de mis poemas, así, apalabrada, reconstruida por el tamiz de la literatura. Lejos de la verdadera experiencia, te diría. En mi último libro, Plaza Washington, ese proceso creativo - del fin de la experiencia a la producción literaria- está muy presente.


F.S.: En tu libro Hopper, aparecen los desahuciados, los abandonados, los vagabundos en la ciudad: los que no tienen voz, podríamos decir. “puede pensarse/la ciudad sin voces”, dice uno de los poemas. “entonces/ el asfalto/ anochece”, dice otro poema, como si el testigo mudo de los vagabundos no fuera otro humano sino el impersonal asfalto nocturno; “a esta damita de piernas cerradas/ con dedicación/ a esperar”, avanza el tedio en los versos. ¿Por qué elegiste a Hopper entre los cientos de pintores contemporáneos? ¿Qué le propone Hopper a la poesía?


A. P.: Mi encuentro con Edward Hopper fue un encuentro azaroso, como todos los encuentros inolvidables. Un día de verano a principios de la década del 90, fui a un bar en la ciudad de Mar del Plata. Allí estaba colgado un cuadro en una de las paredes; era una reproducción de “Nighthawks”. La pintura me conmovió profundamente, sus personajes (un hombre, una mujer, un hombre) reunidos en el silencio de un bar a la madrugada… De allí fui a la búsqueda de su obra, y tiempo después, comencé a escribir sobre algunas de sus pinturas. Así surgió Hopper.

Tal cual lo expresás, en la pintura de Edward Hopper, lo primero que trasciende es la presencia de esos personajes solitarios, envueltos en un halo de soledad identificable. Esa soledad construida en las grandes ciudades: así es la escena representada magistralmente en “Nighthawks”. En esa pintura puede escucharse el silencio, ese silencio en compañía, el silencio de estar solo entre otros. Hopper propone volver la mirada a esos acontecimientos insignificantes, destinados al olvido; tomar algo en una cafetería, cargar gasolina, estar en la puerta de una casa con el perro, o sentado en la vereda fumando un cigarrillo. Pero esas escenas poco memorables, bajo su paleta, adquieren otro sentido.Si uno vive en una gran ciudad, es casi imposible no sentirse afectado por la belleza de esos momentos reconocibles.

La traducción literal de nigthhawks es” halcones de la noche”, sin embargo, la palabra designa en inglés a los trasnochadores, los personajes que no duermen, y que de algún modo, encienden la noche de las ciudades.

Trasnochadores, noctámbulos, vagabundos. Personajes cercados por una soledad iluminada con luces de neón.

Hopper es un poeta que pinta.



F. S.: Noctámbulos, vagabundos, homeless, solitarios por vocación y por destino, podríamos decir. A mí también me convocan estos personajes. Me envuelven las ciudades, sus márgenes, los hoteles, los lugares de tránsito y espera, los espacios de circulación nocturna y de abandono diurno, el riesgo, el asecho, la pérdida y la desolación inevitable. ¿Por qué crees que producen fascinación estos personajes y estos espacios, el umbroso mundo (para citar un poema de Jacobo Regen)?


A.P.: Me detengo en tu afirmación, casi un verso de un poema por escribirse:

Solitarios por vocación y por destino

Existen personajes en la ciudad con esa soledad a cuestas que es casi una identidad.

Recuerdo a un parroquiano del bar El coleccionista (parecido a Cortázar) en el barrio porteño de Caballito, sentado solo cada sábado bebiendo cerveza. O una anciana que recorre mi barrio con su vieja bolsa de compras y un cigarrillo en la boca. Siempre pienso qué vidas hay detrás de esas soledades encarnadas, porque uno solo divisa la soledad.

Se impone a la mirada.

Supongo que la fascinación proviene de la extrañeza, de la otredad.

El solitario siempre parece estar en la vereda de enfrente.

El solitario por vocación y por destino es el otro.


Hacías referencia a los espacios, la fascinación es también por el encuentro con la ciudad desbordante. A mí me encantan las ciudades, me encanta mi ciudad, Buenos Aires: su vértigo, lo múltiple, la simultaneidad de tiempos que la habita. Sus historias agazapadas. Las ventanas abiertas con sus siluetas en penumbras, los bares cuando cierran, los últimos ruidos de la noche.

Roberto Arlt lo describió bellamente en una de sus Aguafuertes porteñas dedicada a la calle Corrientes: “ Y libros, mujeres, bombones y cocaína, y cigarrillos verdosos, y asesinos incógnitos; todos confraternizan en la estilización que modula una luz supereléctrica y una especie de estremecimiento sordo, que no se sabe si brota de la entraña de la tierra o cae del cielo purísimo, alto, con una blanca luna glacial truncándose en las cornisas de los rascacielos.”

Me conmueve que Arlt use el verbo confraternizar.

Me pregunto si es posible no sentir fascinación por una ciudad así.


F.S.; “Decir”, “exhalar”, “mirar”, “respirar”, “indagar”, “esperar”, “avivar”, “ver”, “llegar”, “volver”, “poner”: varios poemas de "Hopper" insisten con el infinitivo. Los verbos marcan una serie de acciones que permanecen, que indagan en ese universo que traza acciones inmóviles, que, quizás, “eternizan” el tedio o la soledad. ¿Por qué los poemas abundan en verbos en infinitivo? ¿Qué indican los verbos?


A.P.: Eternizar el tedio o la soledad, me gusta esta hipótesis que arriesgás.

Es exactamente como lo describís; los verbos en infinitivo señalan acciones quizás, más que inmóviles, en potencia de ser, acciones posibles al alcance del lector. Y por otro lado, el infinitivo acude en la búsqueda de un estilo sobre el que el poemario se sustenta, en ese ir y venir de la imagen a la palabra. Permanencia, detenimiento, observación: la pintura de Hopper genera una distancia bellamente construida entre el espectador y la obra; hay sorpresa y suspensión en esa escena que elige mostrar. Desde la palabra, aposté a que ese distanciamiento lo provocara el uso del infinitivo, entre otros recursos expresivos. Los poemas intentan acercarse a esa suspensión temporal tan presente en las pinturas de Hopper.


F. S.: Emil Cioran dice en Silogismos de la amargura: “El poeta: un espabilado que sabe atormentarse sin motivo, que se consagra con ardor a las perplejidades, que se las procura por todos los medios. Luego, la ingenua posteridad se apiada de él...”

Voy a bucear en el tormento. Una parte de los lectores de poesía (una parte de la humanidad) sufre y no le basta con eso. Se regodea en el tormento. Incluso, hay una especie de culto del tormento. Descendientes de los poetas románticos, ciertos lectores encuentran en la lectura y en la escritura de poesía una especie de descarga anímica, un relámpago eléctrico psíquico, como si la poesía fuera una extensión de nuestros abismos. ¿Cómo pensás a la vida en este sentido y cómo pensás a la poesía en relación con la “descarga” del dolor?


A.P.: Es una pregunta ardua.

En la afirmación de Cioran, elijo detenerme en ese saber que enuncia. El poeta es un espabilado que sabe. Atormentarse sin motivos, claro. Pero Cioran dice sabe atormentarse. Y desde allí el tormento puede ser un saber más dentro de otros saberes, porque el poeta también puede ser un espabilado que sabe enamorarse o entusiasmarse por una causa, por ejemplo. Numerosos poemas dan cuenta de esos saberes, también. A mí me parece que el poeta es alguien que sabe vérselas con sus gozos y sus sombras, parafraseando el título de la novela de Torrente Ballester. El dolor, el abismo y el goce. La cuestión ( y aquí me acerco a la primera parte de tu pregunta con relación a la vida) es que al poeta no le alcanza con la sola experiencia del dolor o la felicidad, con ese saber de sí mismo y del mundo que lo acompaña, necesita escribirlo, expulsarlo. Leerlo. Siempre les digo a las personas a las que acompaño en algún recorrido de su escritura, que el primer gesto de la escritura es expulsivo, como un búmerang. A tal punto que ese gesto primordial nos vuelve el primer lector de aquello que escribimos en ese pasaje de lo interior a lo exterior. Y paradójicamente desde esa exterioridad, reconstruimos nuestra interioridad, la modificamos. Regreso a tu pregunta: el tormento que a veces atraviesa la vida del poeta, la escritura lo rectifica y lo vuelve un objeto de donación, compartido con los otros como lectores.

La descarga del dolor en la poesía, puede ocurrir en un primer momento de lo escrito. La tan mentada catarsis. Cuando uno relee y empieza a reescribir, a buscar otras palabras que se ajusten mejor, a eliminar las reiteraciones del “relámpago eléctrico psíquico”, a reemplazar imágenes o a leer en voz alta buscando la musicalidad, ya ingresó en el territorio literario, en la destrucción de la experiencia: al dolor real poco le interesan las cacofonías o los lugares comunes. Pero a veces el que escribe está tan capturado por la experiencia de aquello que lo atormenta que cree que solo “volcó” sobre el papel esa experiencia. Basta leer el epistolario de algún espabilado que sabe atormentarse sin motivos para recolectar ese proceso constructivo del artefacto poético, tan lejano al dolor real, tan cercano al deseo y a la decisión de crear aunque a veces se deslice enmascarado.


F. S.: Es notable tu interés en las ciudades escritas: Hopper y Ciudad demolida son ejemplos de esta afición, podríamos decir. ¿A qué se debe ese interés? ¿Qué crees que cifra una ciudad? Podríamos pensar a la ciudad como un monstruo bifronte, como un cúmulo de cemento inabarcable, como la voluntad de cemento, infinita. La poesía, en cambio, a veces ataca lo pequeño, lo nimio, lo efímero. ¿Cómo se reconcilian o se lían ciudad y poesía? En tu caso, aparece la ciudad demolida o vencida. ¿Quién la vence? Uno de tus poemas, dice: “aunque la eternidad/ no prospere/en estos caminantes de la tarde”.


A.P.: Creo que mi interés por las ciudades se centra en las historias que las atraviesan, en sus habitantes “de párpados nocturnos”. Las ciudades a pesar de su crecimiento desmedido, apabullante en muchos casos, encierran pequeñas historias, muchas pequeñas historias, por eso la poesía puede apropiarse de esos retazos, retazos de mirada.

Alguien que escribe siempre decide, elige donde posar la mirada para después apalabrarla.

Ciudad y poesía para mí están ligadas, no veo en ese lazo una contradicción, por eso no hablaría de reconciliación: leo un encuentro poderoso allí, casi inabarcable. Tengo una afición desde hace varios años: visitar y recorrer ferias de antigüedades y cosas viejas; me gustan mucho las viejas fotografías y las postales escritas por personas desconocidas para mí, y que son parte de otro tiempo de la ciudad. Sin embargo su letra, esa letra manuscrita de principios de siglo XX, sigue allí y descubro una extraña convocatoria en esos viejos intercambios de imágenes del pasado. Todo ha perecido, menos la letra. Pienso cuántas historias esconde una ciudad en sus desechos, en esos objetos del olvido.

La ciudad del poemario Ciudad demolida, es una ciudad a la que pude acceder así, por viejas fotografías. Descubrí también un verano en Mar del Plata, varias fotografías de una ciudad desconocida: la ciudad de fines del siglo XIX, principios del XX. Me impactó la diferencia con la actual y descubrí que yo pasaba los veranos en una ciudad que contenía otra ciudad fantasma, de la que solo quedaban algunos registros fotográficos.

La ciudad de Ciudad demolida, no la pienso vencida, sí fantasmática, perdida.

Recuerdo que Octavio Paz decía que las palabras contenían significados fantasmas, compuestos por las viejas acepciones que el uso había ido desgastando, olvidando, pero esas significaciones él las divisaba como un resto no desprendido, presente de todos modos.

Hay ciudades que conviven con su pasado, en el caso de Mar del Plata, arquitectónicamente hablando, ese pasado fue demolido, reemplazado por otra construcción totalmente diferente.

Las fotos me condujeron a la escritura, al intento de expresar poéticamente esas imágenes perdidas.

En mi poesía hay un lazo fuerte entre el pasado, su memoria y lo que la palabra puede recuperar.

Los versos de unos de los poemas de Ciudad demolida que citás, abordan la cuestión del tiempo y la muerte. Cuando miramos esas fotos, vemos personas paseando bajo el sol del verano de hace casi un siglo, ese momento capturado por la cámara de una vez y para siempre. Sin embargo, los veraneantes sólo pueden exhiben su finitud, su humanidad de tiempo desvanecido a cuentagotas. Borges en el poema “Las cosas” aborda impecablemente esta cuestión de los objetos que nos sobreviven.

Me emocionan esas imágenes, esas personas desconocidas inmortalizadas en un instante de sus vidas en una fotografía. Pienso en la distancia que hay entre esas imágenes de una existencia, imágenes que eran limitadas -una persona de hace un siglo, conservaba las fotos de momentos destacados de su vida- y las de la época actual. Como escribió Susan Sontag (y es uno de los acápites del libro) hoy todo parece destinado a terminar en una fotografía. Estamos excedidos de imágenes de nosotros mismos y del mundo que nos rodea.

En cambio, esas antiguas fotos, son los destellos de un gesto diferenciado del pasado, que la poesía puede recobrar, y quizás, por qué no, eternizar.-




Fotografía: Agustín Francis


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