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Ces Le Mhyte

Oliverio

Nada resiste al peso de la noche.

Las estrellas se anudan en su vientre y lo que calla recibe el calor de su estallido.


Como abanicos de aire y fonema, se pliegan una y otra vez el sueño y la vigilia.

De ahí el refugio diminuto de recorrer los bordes, las nervaduras de lo que no tiene nombre.


Queda componer la obra con los restos de lo que queda.

La oscuridad de la luz sucumbe, lo inaudito se entrega para ser amado.


Así de pronto, un rostro pálido y frío, de boquita pintada de negro, ojos profundos, misteriosos, cabello oscuro y revuelto, ilumina el escenario desde el porta lámparas de un extraño velador de pie. Su voz luego nos interpela, nos anuncia la proximidad del habla en el poema. Y se expresa en el desgarro de habitar en el vacío.



El velador y su mesita extraña desaparecen.

Centenares de ojos, como luciérnagas, acechan por toda la sala.

Una luz cenital, clara, precisa, se desprende sobre el escenario y nos revela que aquél rostro ahora pertenece a un cuerpo humano. Esa luz nos trae una figura que por sus movimientos parece ser emperador, músico, poeta.

El cuerpo habla, da indicios. Por un momento nos engaña y se tiene, entonces, la creencia de que se trata del joven manos de tijera, protagonista del célebre y disruptivo film de 1990 realizado por Tim Burton, listo para rockear, tal metalero, listo para romper la noche.

Con una voz impostada, dice que se llama Oliverio. Dice ser Oliverio Cienfuegos.


Este ejercicio de como si, que debe su vitalidad al pensamiento de Nietzsche, se asienta con mayor fuerza en una intertextualidad superlativa.

Más aún, gracias al recurso cinematográfico, al efecto de zoom en cámara lenta por medio del desplazamiento lumínico, y la permanente distribución del cuerpo de los objetos, gracias a la deconstrucción de las imágenes, se hace indistinto el vaso comunicante entre realidad y ficción.


Ereignis.

En pleno éxtasis tragicómico, se manifiesta una configuración poética de la otredad donde el yo y su doble parece que tiemblan.


Oliverio Cienfuegos no se reconoce ni en otros ni en otras, sólo se percibe mero accidente.

Huele el dolor de la belleza y jura vengar sus miserias.


Quemar el tiempo.

¿Acaso alguien puede?

¿Acaso algo nos salve de su barbarie?

¿Qué borra las huellas de la rabia?


En episodios seriales acecha la soledad.

Y esas luciérnagas humanas, casi sin rozar sus butacas, tienden los hilos de la memoria para sostener la gracia de ese sustrato cambiante que rechaza lo dado sin más.


Y Oliverio se confiesa.

Da testimonio de ser atravesado por un otro, de ser modificado en el cuerpo de la poesía.


He aquí Girondo.

Se manifiesta otro Oliverio y la orquesta de luz inicia su repertorio.


Cubículos, recipientes, depósitos de rabia, furia y pena administran la dosis de amor esquivo que recorre cada fibra del pequeño departamento, que fluye bajo la importancia de llamarse Oliverio.


Secuencias memorables, odiseas en torno a la verdad sobre lo que algo es, destellos que nacen del choque de las espadas entre sí para conservar su impronta.


Oleajes de luz que resisten a las estepas de la memoria, laberintos del lenguaje que perduran en alfolí de aire y fonema.


A) La proyección de ese péndulo de oro inmóvil que es el sol, sobre las venas arteriales de las aguas de mar; al unísono de un pálido destello que golpea los contornos y relieves de Oliverio Cienfuegos hasta traer a escena la imagen del joven manos de tijera. Puro acto de imagen-tiempo.

El contrapunto, por supuesto, lo genera la imagen-movimiento, gracias a la evocación de los versos de Girondo en este cuerpo extraño, inclasificable.


Pieza onírica de sello propio, que rescata los versos acerca del amor esquivo de una mujer.


B) Oliverio y el megáfono.

La pólvora y el arma, la rabia en el poema.


Un proyector sobre el escenario, el film que no avanza, las imágenes sucumben ante las miserias de la materia.

De pie, vis á vis con el público, tapando una parte del proyector, Oliverio gime, brama, vomita su verdad a través de un megáfono naranja.

El objeto ya es una extensión del sujeto, el cuerpo se vuelve la fábrica de hacer pájaros.

(¿Qué otra cosa puede ser aquél sonido casi gutural, casi lamento, casi cortejo, en que se transforma el poema que transita por el megáfono y sale despedido con prisa hacia el silencio de la noche?)



Performatividad y camino.

Oliverio construye la figura de la intervención sobre lo que queda tras la batalla por nombrarlo todo. Traza el vuelo, y aún no lo sabe.



C) Y la noche se agiganta en otra estrella imposible de volver a concebir.

Del don a la donación, otro fuego enciende la extrañeza de ser lo no dicho. El asombro se aproxima a la Gracia de existir.


Lo bello y lo sublime, en lo pequeño de la habitación humana.


Mejor dicho, en una clara analogía conceptual respecto de Billie Jean, creado por el inigualable Michael Jackson en 1982, y que ingresó al disco Thriller a último momento, con innumerables performances distintas unas de otras y creadas por él mismo a lo largo del tiempo, Oliverio Cienfuegos confiesa que reúne en un solo tomo las correspondencias escritas de puño y letra entre dos amantes que no llegaron a verse. Ese robo, ese secuestro de cartas íntimas, cuando trabajó de cartero, no sólo le vale el despido sino incluso la persecución psicológica de sí mismo.

Sin embargo, de ningún modo se siente culpable por aquélla transgresión. Y decide revelarnos el contenido explosivo de los textos.

En este momento comienza una nueva performance, se eleva la pira del goce, la inspiración, la magia. Aparece el genio artístico, se manifiesta el ritmo de versos demoledores.


CAFÉ-CONCIERTO


Las notas del pistón describen trayectorias de cohete, vacilan en el aire, se apagan antes de darse contra el suelo.


Salen unos ojos pantanosos, con mal olor, unos dientes podridos por el dulzor de las romanzas, unas piernas que hacen humear el escenario.


La mirada del público tiene más densidad y más calorías que cualquier otra, es una mirada corrosiva que atraviesa las mallas y apergamina la piel de las artistas.


Hay un grupo de marineros encandilados ante el faro que un maquereau tiene en el dedo meñique, una reunión de prostitutas con un relente a puerto, un inglés que fabrica niebla con sus pupilas y su pipa.


La camarera me trae, en una bandeja lunar, sus senos semi-desnudos... unos senos que me llevaría para calentarme los pies cuando me acueste.


El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto.



Acto seguido, como la chaqueta y la polaina del Rey del pop, el libro-bjeto se enciende, en diversos colores fluorescentes, parpadea, gira, revolotea, se convierte en ícono cultural.


Y como el sombrero fedora del genio de la danza, el libro-bjeto es llevado por las manos de Oliverio hacia su propio rostro, lo observa, luego lo exhibe al público, lo muestra a esas luciérnagas inquietas y privilegiadas. Una poderosa luz reina en la oscuridad de la sala, y que nace desde las páginas del pequeño tomo de cartas. Oliverio lo pasea por las primeras filas, lo pone frente a mi rostro y dice estos versos:


El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto.


Al pronunciarlos, Oliverio queda allí unos segundos, cierra el libro-objeto, se produce un apagón a cuchillo en toda la sala.

Impactante, único, insondable.



D) El amor nunca es demasiado.

Nos enseña lo ilimitado de la identidad y la diferencia, nos invita a combatir el olvido, nos revela trucos para abrir un futuro al pasado.


María Luisa, la antigua novia de Cienfuegos, persiste más allá de los nombres.

Las canciones, las risas, las historias secretas, los dibujitos animados, El patito feo, las comidas, los acompañamientos, horadan la piel.

Homenaje a la vida, es dejarse atravesar por sus paisajes. El cuerpo como naturaleza incognoscible, la poesía como su isla y su volcán.


Olivero es transfigurado, Otro por completo. Y reconoce, por fin, a su doble impostergable.

Aunque no le basta para redimir los años de encierro, soledad, exclusión, pena.

Aunque no le alcanza para honrar su propia búsqueda.


E) Ser-pájaro.

Ya nada basta para tanto vacío.

Y todavía los Álamos suenan en lo hondo del río de palabras.

Sólo resta abrazar la inmensidad de amar sin medida.


A la espera de ser otra luz que nazca de tu capullo.

Will you be there, diría Michael Jackson.

En sus megas recitales, al decirlo, unas alas de ángel se desplegaban de su espalda para luego abrazar a la chica, refugiarla, besarla y luego convertirse en otro modo de ser, y de fondo se proyectaba a gran escala la imagen de nuestro planeta.



Aquí, el performer, el artista, el poeta, o mejor digamos, como hasta ahora, Oliverio, se entrega a la simpleza de ser siendo. Mira a todas las personas, de pie, con los ojos cargados de un cálido destello, con los brazos sueltos, libres, con el torso desnudo, anuncia que la libertad está próxima.

De su espalda se despliegan enormes alas esmeralda, y una luz que viene de fuera, casi irreconocible, sigue la trayectoria de sus movimientos, espía el destino elegido por Oliverio.

Caos y belleza se reconcilian para dar lugar a otra zona de creación.




Oliverio, obra teatral escrita por Darío Cortés y dirigida por Débora Longobardi, nos regala el triunfo de la poesía, en el ejercicio dramatúrgico de construir junto al público un personaje que se nutre de los mundos posibles que se esconden detrás de la palabra.


Ulises Puiggrós, que lo representa en carne viva, realiza un bello trabajo actoral que combina, para lograrlo, teatro físico y experimentación del a performance escénica.


La dirección de Débora Longobardi es extraordinaria.

Aunque constituye su primera experiencia como directora, la intertextualidad alcanzada es propio de una sensibilidad exquisita y que comprende como pocos lo que está en juego en la representación: como decía Pablo Picasso, el arte es la mentira que dice la verdad.-


Teatro La comedia, Buenos Aires, 2018.






FICHA TÉCNICA



Oliverio


Oliverio Cienfuegos Ulises Puiggrós


Dramaturgia Darío Cortés


Dirección Débora Longobardi

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