La malasangre: o la crueldad de los animales
Todos nuestros razonamientos acerca de las cuestiones de hecho están fundados en una especie de analogía, que nos hace esperar de cualquier causa los mismos efectos que hemos observado resultan de causas similares.
Investigación sobre el entendimiento humano,
sección 9: De la razón de los animales.
David Hume
El poder, esa bestia magnífica.
En la obra de William Shakespeare Ricardo III, éste es jorobado y feo, e intenta hasta lo imposible para acceder al trono. En efecto, logra su objetivo: asesina a sus cómplices, a su esposa, a su hermano Eduardo, Rey de Inglaterra.
He aquí el mal en la creación.
Y su Don de sí es ser mutilado, cruel, deforme, ruin.
Acepciones que tienen una íntima ligadura con el sentimiento de lo oscuro y lo indeseable.
El célebre dramaturgo inglés pone en juego, al mismo tiempo, la humillación y el desprecio que sufre un cuerpo humano.
Sin embargo Shakespeare no se detiene en ello, sino que lo atraviesa y plantea las causas que hicieron inevitable tal imperio del caos.
En clara analogía con este hecho, La malasangre, obra teatral escrita por Griselda Gambaro en 1982 y dirigida en esta nueva ocasión por Marti López Lecube, retoma el problema del mal en la naturaleza humana.
A diferencia de la obra del genio inglés, aquí el mal se expresa no sólo en el poder sino incluso en la belleza y el amor. Triple corona que se resguarda tras las murallas del Padre.
Murallas.
La patria en la punta de la lengua.
La muerte roe los talones de su promesa.
Melones.
El olor de los jardines por la noche.
Hilos de sangre en la portada delos nombres.
Restos y deshechos de carne y hueso.
Ambientado en la Argentina de Juan Manuel de Rosas, donde la cacería humana era sostenida por buena parte de la sociedad, donde quienes se oponían al régimen eran decapitados y exhibidas sus cabezas por diversos campos de los terratenientes al grito de “Melones”, puede decirse que Gambaro nos indica una segunda analogía: el exterminio y erradicación de lo diferente.
Situación que se vivía en la Argentina del último proceso militar (1976-1983), contexto en que se concibe esta obra dramatúrgica.
Pero como señaló Martínez Estrada en su clásico libro Radiografía de La Pampa, Rosas y el rosismo no podían ser uno sin el otro, esto es, uno y la multitud, efecto y causa.
Por lo tanto, aquél contexto mencionado puede entenderse como otra repetición en la historia.
Habitaciones humanas.
El abandono se tiñe de celeste y blanco.
Todo sucumbe en un grito primitivo.
Afuera llueve.
Se oye el tropel de los caballos estremecidos.
Hay gritos de júbilo en la caída.
Por los campos de Benigno, fiel representante del legado rosista, nadie toca la música del azar.
En el salón principal de su estancia, el goce por la sangre derramada es un símbolo que se expresa incluso en el color de los objetos prolijamente distribuidos.
(Cortinas, alfombras, algunos sillones)
Pertenencias.
Donar la propia piel al oscuro rayo de la vida.
El deseo de crear una comunidad obituaria.
La excedencia que interpela en el seno de lo que arde.
Benigno, en una convincente actuación de José Martiré, hace de su esposa y su hija las siervas que besan las llagas de su poder.
Candelaria, su esposa, vestida de manera sobria, de rojinegro bastante apagado, con su oscuro cabello recogido, de rostro pálido y de mirada triste, reprime su voz, sus ideas y sentimientos a cada instante ya que la amenaza mora dentro de la propia estancia.
Marti López Lecube, encarna este personaje de forma creíble gracias a su ajustada direccionalidad del gesto y a un acertado movimiento corporal que se centra en el miedo normativo.
Dolores.
Rojo furioso en sus vestiduras.
Ave que crece a la sombra del terror.
Contrapunto de lo divino en el que giran
todos los sueños y todas las vigilias.
Su hija Dolores da a luz la verdad de lo que no tiene nombre.
De figura romana, imperial, electrizante, fuerte como una cruz en lo alto de una colina, de hombros pequeños, elegantes y seductores, de ojos oscuros como la noche, de cabello largo, lacio y tan vivo como el oleaje del Mediterráneo, de un rostro por demás noble, de nariz y labios esculpidos en la aurora, de piernas largas y sensuales, hace temblar las tablas de la ley, arrodilla lo público y lo privado ante la fuerza dominante de su hermosura.
Magdalena Iglesias, en la piel de la joven heredera de la estructura patriarcal, compone una actuación fascinante que va in crescendo en las diversas situaciones de la obra.
Por ello mismo, la performance de Iglesias provoca un giro dramático, filosófico, político, en la representación de la historia en cuestión.
Giro que provoca el efecto de querer vestirla, peinarla, complacerla hasta el punto de querer someterse a sus golpes.
Se manifiesta entonces, con toda su crudeza, nada más ni nada menos que la sigilosa violencia metafísica.
Puro estallido.
Excedencias que abren un fragmento de luz.
Escorzos de lo que ya no será.
He aquí lo que interpela.
Lo otro del proceso de causa y efecto.
El llamado que desborda los cauces de la palabra.
Rafael, profesor de matemática, francés y latín, humilde, pobre, jorobado.
En él recae la carga del nombre de un genio del arte, la similitud corporal con el personaje de la historia de Nuestra señora de París (1831), novela escrita por Víctor Hugo, y también, por qué no, una similitud con la personalidad de Gregorio Samsa, protagonista de La metamorfosis (1915), cuento escrito por Franz Kafka.
Perseguido, humillado, oprimido, lucha por crear nuevas zonas de habitar los espacios.
Sin embargo, y a pesar de ser reducido a mero accidente de la naturaleza y a la imposibilidad de una genuina transformación de sí mismo, no matará ese sentimiento, esa idea, en el cuerpo de un otro.
Esa pequeña metáfora de la repetición y la diferencia, que encarna el cuerpo escénico, interpretado con responsabilidad, esmero y compromiso por Fermín Elizalde, que arde en los ojos, especialmente, de Juan Pedro, tenaz pretendiente de Dolores, papel que encarna Francisco Ramallal, da pie a una observación microscópica sobre lo que antes se mencionaba: lo público y lo privado, el otro generalizado y el otro concreto.
El destino nos pone a prueba a cada instante.
Dos obras de la cultura en yuxtaposición, dos aporías que se interpelan entre sí: Dolores y Rafael se apresan para dar lugar al crimen que todavía no calla.
El poder erótico, en este punto, alumbra el dilema de la lucha por el reconocimiento y hace trizas el espejo de lo otro.
Obrar la muerte.
Nada apaga el aroma de la conquista y todo es reducido
por la música del hábito y la costumbre.
Fermín, interpretado en muy buen nivel por Beto Casale, esclavo de la familia, fiel ladero de Benigno, casi amigo a la fuerza, antiguo juguete erótico, de poco uso para Dolores, será la mina del compás que traza la historia oficial del ser, sin elegancia, sin prudencia ni pena.
Los modos de producción serán los del erotismo, las fuerzas productivas serán las de la animalidad, lo producido serán restos y deshechos.
Esta correspondencia entre mundo de la técnica y mundo erótico nos delimita el campo de lo que no tiene nombre.
De ahí la otra evasión, ese otro silencio que apuñala por la espalda y se niega a construir un futuro al pasado. (Clima que se apodera de todo en la escena final). Como metáfora del ascenso y caída de la memoria.
Esa es la razón de Benigno, del rosismo, de los animales.-
Teatro El vitral, Buenos Aires, 2018.
FICHA TÉCNICA
La malasangre
Elenco
Dolores Magdalena Iglesias
Rafael Fermín Elizalde
Benigno José Martiré
Candelaria Marti López Lecube
Fermín Beto Casale
Juan Pedro Francisco Ramalla
Dramaturgia
Griselda Gambaro
Adaptación y dirección
Marti López Lecube