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Esteban Ierardo

Memento mori



Esta luz de luna me fascina. Camino sobre la nieve, quiero llegar hasta lo único que queda de alguien que me es tan conocido: D. M…


No sé si podría escribir el resumen espiritual de mi vida con la suficiente elocuencia. Mejor hágalo usted que ya tiene algo de experiencia en eso de escribir. Escríbame con cierta altura, no me haga quedar como un idiota incapaz de expresarme. Entonces…


…sí, ya lo escribo, no se preocupe, sin dilación:


Yo estuve en lo alto. Siempre quise estar en la cumbre, y así fue, hasta cierto momento al menos… Al principio mi cima era la empresa que heredé de mi padre, pero que no tenía el nombre de la familia. Dirigí una fábrica metalúrgica, con miles de trabajadores. En las reuniones de directorio me veneraban como un dios. Sentí el placer de ser reverenciado, envidiado y temido. Me halagaba el poder. Lo descubrí ya de chico. Entonces, entendía como una falta de respeto que otros niños, cuyos padres no tenían mi fortuna, no me rindieran la debida pleitesía. Aun siendo un chico, les ordenaba aceptar mi superioridad «natural». Yo era un predestinado a liderar una gran empresa, con miles de empleados, con sucursales en muchas ciudades del mundo, acciones en bolsa, publicidades en diversos medios, amplitud de mercados, fuerte dinámica exportadora, deseo de expansión continua…


Dupliqué las ganancias de la empresa familiar. Acrecenté nuestra gran fortuna. ¡Superé a mi padre! Eso creía. Fui aceptado en más clubs sociales que él, de muy aristocráticas membresías. Y antes de morir, mi padre agonizaba por una esclerosis lateral amiotrófica terminal; antes de su último aliento me pidió que me acercara. Lo hice, y me susurró: «¡Me has superado!». ¡Ah, era el reconocimiento de un guerrero de la empresa libre a otro más poderoso! Por primera vez, sentí lo más lujurioso: ser reconocido como el mejor; el águila de mayor vuelo, el conquistador de grandes montañas. Pero luego, mi padre me pidió que de vuelta me acercara. Y me dijo sus últimas palabras: «Pero recuerda también que te vas a morir, imbécil... Memento mori». No entendí esa sentencia, tuve que buscarla después en un diccionario de latinismos. La verdad, para qué vamos a mentir ahora, en esa época no leía mucho, y menos eso que llaman «cosas cultas»…


…y por eso el personaje que estoy escribiendo no entendió el significado literal de la expresión. No pudo así entender que la sentencia que le dijo su padre era un tópico de la literatura y el arte para transmitir la fugacidad de la vida. En la antigua Roma, cuando un general entraba victorioso en la ciudad, un esclavo le susurraba al oído, mientras alrededor de su carro se escuchaba una gran aclamación: Respire post te! Homine te ese memento!; es decir: «¡Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre (y no un dios)»; recuerda que, aun el cuerpo más joven y bello se pudrirá, al fin, entre insectos y gusanos indiferentes. A todos, el tiempo asesino ya nos está cortando el cuello. El Eclesiastés también nos prevenía: Vanitas Vanitatis, et omnia vanitas. Y las pinturas de las vanitas eran aquellas que simbolizaban la soberbia a través del cráneo humano. La osamenta, los huesos, como lo único que queda luego del festín de la vanidad y el espejismo de una vida inmortal.


Y sin pasar por los trasfondos de una expresión latina, el dueño de una gran empresa sólo comprendió…


… sólo entendí lo absurdo de esa expresión que invitaba a un sentimiento de la finitud (no son mis palabras, no olviden, sino de quien me escribe). Todo eso lo sentí como una estupidez. «No», le dije a mi padre, «nuestro nombre vivirá por siempre». «No digas pavadas, idiota», me contestó. Bueno, mi padre no tenía formas muy refinadas de insultar, como ven. Se dio el gusto. Después, se fue al otro lado.


El poder me llenaba de vida, era adrenalina para sentir que no había necesidad de un dios o de dioses en la tierra, porque de hecho yo me sentía un dios. ¿Una locura, no? Pero bueno, así me sentía entonces. Y saben… sentirse poderoso es saberse animal sin debilidad; cazador y no cazado; depredador de los inferiores y débiles; no criatura humana sojuzgada por el miedo y la inseguridad. Ser poderoso es sentirse leopardo o león, o un martillo para aplastar la competencia, o modelar el metal de la ambición. ¡Ah!


En mi vida sexual siempre creí que mi dinero y fama me daba derecho a todo. Tuve las mujeres que quise. Y subrayo «tuve», porque eran mías, las tenía, las penetraba, las compraba, las usaba como objetos de placer hasta que me cansaban; y entonces las borraba de la mente, y pasaba a otras. Así fue siempre. Pero claro, en algún momento me casé y llegaron dos hijos para cumplir con un deber administrativo, y cumplir con las buenas apariencias. Mi esposa murió no hace mucho. A mis hijos les di todo lo necesario para que no me molestaran demasiado, y nunca me importunaran con ninguna «conversación íntima», como se dice…


Pero, un día, mi vida empresarial se me hizo una rutina. Entonces, usé mi fortuna para crear una fundación filantrópica. Descubrí lo que es sentirse adorado por dar limosnas a los pobres. Recorrí buena parte del mundo; corté cintas en inauguraciones de escuelas, maternidades, asilos de ancianos, clínicas privadas, centros de educación, albergues para los sin techo, viviendas para refugiados. En todas partes me aplaudieron a raudales. Aplaudían al filántropo. ¡Mentira! ¡Solo me interesaba dar para sentirme superior! Mostrar que se regala es una forma de la arrogancia. El altruismo es como un acto de ilusionismo. No existe tal cosa: el altruista dona no para beneficiar a otros, sino para ensalzarse a sí mismo.


Por unos años el engaño de la caridad me dejó satisfecho. Me creí más heroico todavía. Esa sensación me hacía sentir muy bien. Pero cuando fui a Nueva Delhi para inaugurar un lactario, antes de cortar una de los cientos de cintas que había cortado ya, vi algo raro: una tijera que flotaba al costado de mis ojos. Ese filo cortó algo en mí; no sé qué. Y seguí parado y sonriente; pero, de repente, una grieta se abrió a mis pies. Era como si me quisiera tragar. Sentí vértigo, confusión. Y no me acuerdo con claridad si fue en ese momento, o después, que empecé a sospechar el lugar donde me espera D. M. en esta noche de luna y nieve…


¿Y sabes qué supe, lector? Supe que por otro camino tenía que renovar mi borrachera de suficiencia. De vuelta usé mi riqueza para financiar, esta vez, una carrera deportiva. Me dediqué a manejar autos de fórmula uno. Aún mi edad me permitía hacerlo. Descubrí que era muy bueno para manejar cualquier cosa sobre ruedas. Gocé de la velocidad; la alta velocidad es como burlarse de la gravedad, de esa fijación humillante a la tierra. Corrí en distintos circuitos de pistas o calles, entre edificios o montañas. No llegué a ser campeón, pero gané muchas carreras. El levantar el trofeo en el podio me hacía sentir un pájaro que trepaba apresurado hacia las nubes y, desde ahí, atisbaba el mundo, como si lo tuviera en mis manos. Los reportajes me gustaban porque en ellos podía hablar mucho de mí mismo. Con mi Ferrari, mi McLaren o mi Lotus, me sentí un animal enérgico, ganador; pero la primera vez que el motor de mi auto se paró por una falla mecánica, me atrapó la inseguridad. Y lo inseguro es lo contrario a la certeza del poder. Por eso, en mi última carrera, me laceró una sensación de caída.



Y ahora veo que, en esta caminata nocturna, no me falta mucho para llegar hasta donde me espera D. M. ¿Qué tal se sienten, a esta altura de mis breves memorias? Y usted, Esteban, espero que me siga escribiendo; necesito que me siga escribiendo. Todavía me falta contarles algunas cosas…


Después de fracasar en el deporte, supe que me quedaba otra forma de sentirme de vuelta exitoso: el poder político. No podía ser rey o príncipe; los tiempos de los derechos de cuna habían conculcado con la Revolución Francesa. Entonces, para sentirme un monarca por la política en estos tiempos modernos tenía que fingir obediencia a ciertas formalidades del circo democrático. Entonces, recurrí a mi dinero. Como siempre, ya saben… Financié un partido propio, aliado a uno conservador de gran tradición. Compré muchas voluntades; aprendí diplomacia; es decir: el arte de la mentira educada. Hice muchos acuerdos off the record. Entonces, fui superando obstáculos; subí los escalones necesarios: elecciones; cargos sucesivos, hasta llegar a la presidencia. Cumplí dos mandatos. No hubo día que no me sintiera lleno de gloria. Disfruté de la demagogia. La alegría más grande que te da el poder es prometer lo que se sabe que no cumplirás, y que, aunque después te reclamen, eso no te cambie nada.


Y ahora tengo que decirles algunas cosas…


Entendí que para gobernar y retener el poder la cuestión no era el mejoramiento de la infraestructura pública, o el avance de la educación, o el nivel de vida. No. Lo mejor era dominar los medios de comunicación; urdir hábiles campañas publicitarias en las que repetir hasta el hartazgo, por ejemplo: «este es el gobierno que más incluye y que más distribuye. El pueblo está mejor que nunca»... Dado que la mayoría de la población, en todo país dominado por un capitalismo no desarrollado, está empobrecida y sin posibilidades reales de crecimiento, crear la imagen de que un gobierno favorece constantemente el aumento salarial y la dignidad de los desfavorecidos, es lo más adecuado para recibir un vasto apoyo popular. ¿Lo ven? Convencer a la mayoría de que crece cuando día a día no progresa o se empobrece, es el más excitante desafío de la manipulación política. Que los excluidos se sientan incluidos, que los postergados, la mayoría, se sientan promovidos, no por cambios reales sino por el modo de sentir la realidad.


Y el dinero casi ilimitado del Estado permite financiar las campañas mediáticas insistentes para convencer a los infelices de que son felices. La mucha insistencia publicitaria, de a poco, va convenciendo a casi todos de que se construye un nuevo hospital allí donde sigue un terreno baldío; a casi todos va convenciendo de que hay más escuelas, allí donde no las hay; o que hay más protección social, ahí donde la preocupación principal es aumentar los impuestos a las capas bajas y medias de la sociedad para financiar los excesos. Hasta cierto punto, el poder puede conseguir que la mayoría se crea en un nuevo paraíso cuando siguen hundidos en un mismo lodazal inveterado. Hacer que los demás crean lo que el poder quiere que crean, es sentirse en el lugar de un dios que construye y modela la arcilla de la realidad, aunque esa realidad sólo exista como ilusión.


Y también comprendí que para ocultar la realidad era muy bueno propagar la nube frívola del chisme para llevar la política e incluso la economía al terreno del entretenimiento. Me di cuenta de que la política y el espectáculo, los cotilleos sobre la vida privada de los políticos y los artistas, eran una misma forma de autopromoción e influencia en los otros. Y también eran convenientes mucho fútbol, muchos deportes, para dar al pueblo satisfacciones alternativas con las que tapar la insatisfacción producida no solo por la «naturaleza humana», sino también por uso de la mayoría para el beneficio de los pocos.


Y bueno, al fin de cuentas, ¿saben lo que hice? Hice lo que casi todos los políticos encumbrados: defendí el statu quo. No perjudiqué ningún interés económico, empresarial o sindical. No puse ninguna objeción a mis funcionarios. Les permití que se enriquecieran apropiándose de fondos públicos con los debidos recaudos. Pero las formalidades democráticas me despojaron: a su debido tiempo, me quedé sin mi trono presidencial. La democracia te entroniza, pero después te humilla. Te olvida. Y, además, la realidad disfrazada por la propaganda política de Estado en algún momento tenía que volver, como los síntomas reprimidos finalmente encuentran la forma de expresarse y salir de su ocultamiento, tal como observaba Freud. Se puede engañar masivamente, pero hasta cierto punto. Las farsas no son para siempre. Ojalá nunca hubiera sido parte de esa farsa, y de todo lo demás que les estoy contando…


Los síntomas de que la realidad no se correspondía con el discurso finalmente aparecieron. Entonces, perdí las elecciones. Al principio, luego de dejar la presidencia, seguía inflando el pecho. Tenía que mostrar el orgullo de ser el más importante. Una suerte de rey honorífico entre comerciantes, tecnócratas y gente común. Pero, un día, me di cuenta de algo: mis viejos funcionarios ya no me saludaban, ni el día de mi cumpleaños. Nadie me pedía consejo. Claro, ya no tenía poder. Y se los tiene que decir alguien que pasó por todo esto… El poder no es una forma de ser. No. Es algo que se tiene y se pierde como los dientes, o la vida… Que nadie se confunda, como yo me confundí.


Y, ahora, cuando me falta poco para llegar hasta donde me espera D. M., me maravillan los reflejos de la luna sobre la nieve…


Ahora yo que me sentí tan poderoso, yo, que me sentí un rey de la empresa, el deporte y la política, sé que en algunos libros quedará mi nombre. Pero, quisiera que lo sepan: ese nombre es sólo sombra. Una mentira. Un día me descubrí como cualquiera: alguien que lentamente se va muriendo, alguien que de a poco se desploma en su tumba. Yo que tuve tanto poder, ahora, al caminar de vuelta por las calles, sin escoltas ni pompas oficiales, me pierdo entre la gente, y me doy cuenta de una verdad elemental: soy uno más; otro don nadie acechado por la enfermedad, o la muerte… Y por qué podré hacer esto ahora, esto de deambular sin necesidad de custodios…Y descubro al fin que mi mundo sólo estaba en mi cabeza, en la quimera de que yo estaba por encima de las cosas. Pero en todas partes el hombre, por sí solo, no es protegido por nada permanente. Tantas veces me sentí seguro por mi fortuna, por mis trajes de alta moda, por mis trofeos y cargos, por mi trono presidencial y mis custodios…


Pero ahora sé que todo eso del hombre poderoso, siempre fue una patraña.


No sé quién soy. ¿Y ustedes saben quiénes son? Seguramente nunca amé a nadie ni a nada más que a mi imagen idealizada. Por eso hace tanto que camino en las noches, en soledad, con inseguridad, con miedo. El miedo que, durante años, pensé que era la señal de los fracasados que se ocultan tras sus caras patibularias. Ahora sé que todo mi capital, mi imagen, mi poder eran sólo una prenda para tapar un gran vacío.


Siempre estuve desnudo. Despojado. Como todos los mortales, anduve desesperado por la tierra. La amplitud terrestre que, ahora sé, responde a otro poder…


Y ya casi estoy ante el lugar donde me espera mi conocido: D. M. ¡Qué bella es esta noche, y la nieve! Antes la única belleza que apreciaba era la de mis relojes Rolex, mis joyas, mi mobiliario de Luis XV, mis ropas Armani. Ahora solo me alegra caminar entre campos de primavera y las hojas copiosas del otoño. Me gusta ver las olas partiéndose en los acantilados; los senderos entre bosques y montañas; me gusta otear las dunas del desierto; asombrarme con la variedad de los rostros humanos; y escudriñar, a lo lejos, cómo una isla va cobrando su forma de roca y misterio en el océano. Me gustan las galaxias y los halcones; la magnificencia de las ciudades vistas desde un avión en noches despejadas. Me gusta la lectura de libros sobre el ayer y el futuro; las praderas y los caballos; los mares y los submarinos; me gustan las historias de las viejas fotos, y los que son indiferentes a las modas, y los museos poco concurridos. Me gustan los creadores que escuchan lo distinto.


Y ahora me sé un leve susurro en una tormenta.


Un poco de poesía, ¿verdad? Antes nunca me hubiera permitido este tipo de sensaciones, sensaciones gratuitas, que no dan dinero o poder (que son lo mismo); antes hubiera dicho: ¡qué estupidez!


¿Pero por qué habré cambiado tanto? Acaso se sorprendan, o lo intuyan.... Pero lo que pasa es que…


Y tantas sensaciones percibidas…muchas veces camino entre calles en las que ruedan botellas de vidrios, fragmentos de papeles con escrituras arcanas, y los cuerpos siempre veloces, raudos, de las ciudades. Ahora percibo los transeúntes al pasar, succionados por sus torbellinos inaudibles de dolor y desesperación. Ahora sé que cada rostro es un mapa abierto a la interpretación de lo invisible. ¿Para qué fueron creados los rostros al fin de cuentas? ¿Solo para anunciar los rasgos personales de alguien? ¿O quizá para desnudar los ojos siempre amenazados de no ver, o los labios para hablar, pero siempre hostigados por el riesgo de no decir? ¿No será mejor empezar a callar? Y los reflejos que reverberan en las superficies iluminadas de las ciudades se me vierten como cascadas de susurros y oscilaciones que se funden con el viento, y saturan el aire con algo que no alcanzo a escuchar. Y percibo colores, amarrillos verdosos, magentas, azules cobaltos, y sonidos de pisadas, gotas, exhalaciones, la levedad delicada de los silencios... Y antes corría hacia ninguna parte; ahora quisiera quedarme en algún lugar para meditar en el origen de ese sitio y del espacio que contiene todos los espacios.


Y ah… ahora, a veces me paro a escuchar lo que las abuelas le dicen a sus nietos, o cómo los sacerdotes consuelan a los moribundos en los hospitales. Ahora, valoro las emociones que abren puentes entre los seres.


¿Y por qué habré cambiado tanto? Y me fascina esta nieve recién caída. Me deslumbran los reflejos de esta luna. Serena. Serena luna. En la noche profunda.


Y sigo avanzando por este camino por el que casi llego hasta donde D. M., que me es tan conocido. Y miren… ¡Miren! ¡Ahí está!... bajo esa lápida, bajo la luna, sobre la nieve, en el cementerio… Pero ya es demasiado tarde. Perdí mi oportunidad, todo lo que les conté no me salvará, porque en esa lápida, bajo mi fotografía, leo mi nombre:



D. M.

Uno que no pudo evitar la muerte, y no aprovechó la vida.

Memento mori!

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Del libro de cuentos Memento Mori, editorial Alción, Córdoba, 2017.

Fotografía: Luna llena en New York, Mónica Hasenberg.







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