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Refugios revista cultural

Laberinto de microfilms


Como siempre, las calles no alcanzan para abrir tanto futuro a la noche de mis ojos. Espero un rapto de misericordia, ansío la estrella última de las cosas. Y lo inesperado suele darse en el goce o grito primitivo de libertad.


El verano se instala en Marzo y mi cuerpo recibe la balacera de los amores perdidos. Por la calle Combate de los Pozos las horas transcurren lentas, silenciosas, ocultas. Al recorrer sus contornos y relieves, sus bordes y nervaduras, algo persiste en el aire.


Sobre la vereda, a la altura 600, dos naranjas medianas ruedan, se cruzan, se rozan, cambian de posición, se extravían de su camino.

Levanto la vista, sólo falta media cuadra, acelero mis pasos hacia lo que no tiene nombre.


La casa me resulta familiar.

Noto que su ventana, la única, hacia la izquierda de la fachada, tiene las persianas bajas. A su lado un portero eléctrico, sobre él un cartel rectangular anuncia "Teatro".

La enorme puerta negra, abierta de par en par, dejaba apreciar un corto pasillo desprovisto de alguna silueta humana.

Mientras observo, reflexiono sobre la luz y su cuerpo intacto. Quizás influido por ese halo luminoso que nacía desde la parte superior del marco de la puerta maciza y moría sobre toda mi figura, y que me hizo recordar aquélla pintura de Magritte, aquél hombre de traje sobrio y corbata roja, sin rostro, sin cabeza, y, en su lugar, sólo una llamarada aúrica, sólo un extraño reposo que pone la masa en movimiento.


En algún momento ingresé al nuevo espacio, de eso estoy seguro.

Los avatares que precedieron a esta acción, estrictamente ligado a las indagaciones relativas a la tensión entre pintura y astronomía, entre arte y metafísica, no importan ahora.

Rostros.

Tenues hilos del tiempo.

Al atravesar el pasillo, una caravana de ojos, labios, narices, orejas, cabellos, lista para una ceremonia inhóspita.

Ceremonias. A pesar de todo.

Y lo que se ofrenda es el derrotero de siempre.

Otra vez la férrea defensa de los despojos del fruto.


A partir de aquí traté de transcribir con precisión, en el block de notas que suele acompañarme a todos lados, los hechos que acontecieron. Y es gracias a esa escritura difusa, fragmentaria, por efecto de sentirse uno más en la procesión, un peón más del tablero humano, que, tras abrir la puerta de la pequeña sala de teatro, puedo reconstruir la historia. Sin embargo, nada es seguro cuando las luces se apagan.

Dos sillas, una mesa cubierta de un largo mantel negro, y sobre él un revolver con una bala en su tambor. Jugar a la ruleta nos anticipa el ascenso y la caída del lenguaje.

En Ruleta, escrita por Oscar Moreno y dirigida por Diego Del Valle, las palabras se desangran, se deshacen y se vuelven un vacío liberador.

Aunque esto no fuera un casino, veo al croupier también esperar lo inaudito. Por su parte, una serie de apostadores, como espectros, pasan y reciben la pena del umbral de los amores perdidos.

El umbral es una figura seductora, erótica, pero también agorera.

Sustancia que encarna una madrea, una amante, el lado oscuro del azar. Irene Bazzano compone un personaje extraordinario, enigmático.

De pronto aparece un joven que insiste en romper con toda sanción, con todo proceso de culpa y pena. de manera más atronadora que el rayo ciego sometido a su propia voluntad, rector de lo inminente y fugaz, la realidad no propone ser algo sobre lo que la verdad pueda ser sino que abre una zona muerta de pares binarios.


Las luces se ocultan una vez más. El silencio domina la escena. Un instante de paz demoníaca.

Regresa una luz tenue, amarillenta, desprovista de cuerpo intacto. Y nos arroja hacia el otro lado de la habitación argentina.

Son distintas las aguas que cubren a los que entran en el mismo río, indica Heráclito. Ahora sobre el escenario la misma mesa, pero cubierta con una carpeta blanca, tejida a crochet, sobre ella un jarrón de vidrio con agua, un vaso de idéntico material, una sola silla, dos figuras humanas con grandes manchas alrededor de sus ojos profundos, como si fuesen animales típicos de Norteamérica.

Mapache -al oído una espectadora me susurra que la obra es de Yacob y la dirige la misma persona del anterior cuadro- roe y desgarra los claroscuros del a propia burguesía en crisis.


Una teatralidad del grotesco provoca no sólo la risa catártica sino también el crecimiento, entre los asistentes, de la sombría compasión respecto de ese matrimonio que sufre del Síndrome de Estocolmo.

Una mujer y un hombre, ligados por la ceguera de su enfermedad; una buena parte del público, quizás, reconociéndose cómplice del caos preestablecido.

El funesto andar de los cuerpos maquillado por el recuerdo de las promesas de la fama, el ropaje casi andrajoso, descolorido y disimulado con el trato peyorativo hacia lo otro que, de alguna u otra forma, interpela sin más, la hambruna envuelta con los aires de clase alta.

De ahí a ras del suelo la mirada colectiva, la comparecencia culposa.


De nuevo se esfuman las luces cuando aparece el mutis unánime, cuando la soga llega al cuello.

Cinco

Cuatro

Tres

Dos

Uno

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