Abriles
I
-Las Malvinas son argentinas.
Escuché las palabras que pronunciaba mi vieja, mientras me sacudía el brazo, la mañana del dos de abril del ochenta y dos. Me llegaban, sus palabras, como en un sueño dentro de otro sueño. Abrí los ojos, la miré, me di vuelta hacia la pared. Los cerré para intentar seguir durmiendo y pensé que estaba loca. Acomodé la almohada buscando la parte más fría de la tela y ella me volvió a sacudir, esta vez sel hombro.
Ella me despertaba cada mañana de otra forma, suave, despacio, como un hilo de seda que me traía del sueño a la realidad sin sobresaltos.
-Reconquistamos Las Malvinas –insistió.
Me iba a dar vuelta para decirle que no me jodiera cuando escuché una marcha militar desde el televisor. Algo estaba desubicado. No se prendía la tele en casa a esa hora. Me incorporé y ella me miraba con el mate en la mano. Más atrás la pantalla con el escudo militar pasaba un nuevo comunicado sobre la gloriosa recuperación del irredento suelo argentino.
Estaba despabilado. Papá traía la Crónica con el título inmenso, el que había repetido mi mamá. Ahí descubrí que tenía una cinta celeste y blanca que le colgaba del pelo.
II
Me arrastraba por cardos insufribles, junto con mis compañeros, en un baile nocturno por motivos que hasta ese momento nos resultaban desconocidos. Tampoco importaba mucho. Promediaba la instrucción. Era en abril de mil novecientos ochenta. En ese entonces nadie hablaba de Las Malvinas. Toda la Compañía de Comunicaciones 10 se tiraba cuerpo a tierra y corría y se tiraba otra vez cuerpo a tierra y así eternamente. La voz de mando la llevaba el sargento primero Cáceres. Cuando él quedaba a cargo de la compañía en la semana era un baile constante. Cuando estaban otros, teníamos, un poco más de paz y sabíamos que, algunas noches, dormíríamos de corrido.
Un ruido del silbato indicaba cuerpo a tierra y dos correr. Teníamos que tirarnos donde se pudiera, nada de andar eligiendo y que tocara lo que tocara en la caída, porque si veían que le hacíamos asco, era peor.
-¿Así que los soldados cagan fuera de la letrina? Se ve que no tienen educación –la voz del Sargento Primero era tranquila.
Ahí estaba el motivo. Las letrinas eran imposibles, a cielo abierto, un agujero de un metro de ancho por diez metros de largo, cruzado por varios palos para pararse arriba de ellos y embocar.
-¿No les enseñaron educación en su casa?
Insistía con ironía y volvía a un silbato y luego a dos. Nos llevaba hacia los pozos inmundos que para ellos eran baños de campaña.
-¿También cagan en el piso en sus casas?
Hablaba bajo, pero lo oíamos todos, en la noche fría y llena de estrellas con luna en cuarto creciente. Y hacía sonar, monótono, implacable, el silbato: pri, pri pri. Pri, pri pri.
-¡Compañía, alto!
Dijo a veinte metros de su objetivo. A mi derecha, Cueyo, mi compañero de carpa, resoplaba más por odio que por cansancio. Se escuchaban de fondo respiraciones agitadas y el siseo de las hojas de árboles cercanos. Cáceres demoraba con delectación el momento.
-Los soldados no entienden y yo no tengo sueño. Es una linda noche para salir de paseo...
Hizo un silencio largo, estudiado, lo estaba disfrutando.
-…Al frente carrera march –completó elevando solo un poco el tono en la última palabra
Empezamos a correr. Yo me bajaba la manga de la chaqueta para cubrir al menos las manos, la opción era simple, cardos o mierda. Unos metros más adelante, Cueyo, caía sobre un charco de agua.
III
Miramos con mis viejos un poco más de tele, me bañé y salí a la calle, tenía que ir a trabajar, el clima era extraño. De cierta festividad. O de incredulidad. O quizás de cierta euforia contenida. Se pensaba que recuperar nuestras islas era como ir al mundial de España que se venía en unos meses. Un partido donde Diego nos haría ganar, o Pasarella o Kempes, y cuando sonara el silbato del final del partido todos estaríamos vivos y felices, festejando: sin muertes, quizás con alguna expulsión o una amarilla.
Pero no.
No era eso una guerra.
Yo, que no sabía nada de guerras, sabía que no era lo mismo.
Algunos coches llevaban banderas flameando, banderas que entregaban con alegría chicas que ni siquiera sabían dónde estaban las Malvinas. O si lo sabían les parecía divertido o solo lo hacían para ganarse unos mangos.
En el laburo, una zapatería en pleno centro, no parecían tomar nota de lo que pasaba, o bien poca nota. Había que pensar en vender muchos zapatos porque los números no cerraban. Marzo había sido un mal mes y en abril había que meter garra, según la voz de un jefe (que con el correr de los días se iría convirtiendo en un patriota intachable), pero que lo que más le importaba, como a tantos, era su bolsillo.
No se hablaba de mucho más en la calle, en los bares, en la televisión en todos lados. Hasta esos días habían llamado a los de la clase sesenta y tres y parte de la sesenta y dos. Yo era clase sesenta y uno y no podía dejar de pensar, con una obsesión casi enfermiza, en si me iban a convocar o no.
En si iba a tener que ir a la guerra o no.
Cuando salí del trabajó busque un teléfono público y llamé a varios de mis compañeros de la colimba. Estaban, como yo, asustados. También llamé a mis amigos de siempre, los de la secundaria, y quedamos como cada viernes en reunirnos en el bar La Academia, para hablar.
IV
-Esa es la casa donde se esconden los guerrilleros, hay que atacarla y sacarlos muertos a todos. Ni uno vivo quiero.
La voz del Sargento Primero Cáceres sonó definitiva. La instrucción se dividía en tomar casas de guerrilleros o atacar el frente de batalla con enemigos chilenos. Ese día el grupo de ataque lo formábamos Tamburrino, Velazco, Cueyo, Allegro, Wainsberg y yo. Teníamos los fusiles fal, negros, viejos, deteriorados, y mucho miedo. Dentro de la casa no había nada. Era una construcción vacía que hacía de refugio de subversivos. Pero nosotros, chicos de dieciocho años, sabíamos que nos podía tocar entrar en una de esas casas en algún operativo.
-Los soldados van a entrar sin miedo porque ahí se esconden los que quieren matar a nuestras familias.
Él tomaba su fusil, nos ordenaba entrar y entraba primero, y nosotros pensábamos que Cáceres tenía unos huevos bárbaros. Un valiente, nos parecía. Sabíamos a qué lugar teníamos que ir y como tirar, aunque no tiráramos, aunque enfrente solo hubiera vacío, sombras asesinas que se querían apropiar de nuestras vidas, de nuestros ideales de paz y libertad. En su nombre, el de la paz, debíamos exterminarlos.
A la noche, con Cueyo, en la carpa de campaña, hablábamos sobre eso y sobre tantas otras cosas. Nos contábamos dentro de la oscuridad, nuestras vidas, susurrando, por si pasaba algún suboficial de guardia y nos escuchaba. Después de veinte días de instrucción, aquella noche, ninguno de los dos estaba tranquilo o feliz por la operación. Él, menos que yo.
-Estos tipos son unos hijos de puta –me decía -.
-Eso ya lo sé. ¿Tenés alguna novedad? –intenté parecer irónico.
-Es que no sabés.
-Sí que lo sé. Son unos forros. Nos bailan y nos tienen cagando.
-No me refiero a eso.
El silencio se volvió largo y ominoso. Después, Cueyo, exhaló el aire que tenía guardado hacía tanto tiempo. Fue un soplido largo, una bocanada triste.
-Desaparecieron a mi hermano. Lo chuparon en la casa, a él y a la novia.
Fue la primera vez que escuché decir la palabra con tanto dolor. Antes era la noticia susurrada, oculta por la duda y el miedo. O lo que se decía en alguna radio uruguaya. En ese instante, en ese minuto revelador, dentro de una carpa mínima, recostados sobre el piso de tierra, apenas cubiertos con unas frazadas roídas, el desaparecido tenía nombre, cara, familia y lágrimas del que me contaba. Estaba ahí con nosotros, dentro de bolsas de dormir que no abrigaban nada. En la oscuridad. Mirando sin ver, escuchando, además, las gotas de lluvia que empezaban a pegar monótonas sobre la tela.
V
Nos juntamos el viernes tres de abril los seis amigos de la secundaria. Dos habían hecho la colimba en Patricios, otros dos en un regimiento que era bastante tranquilo, si valía esa palabra, yo en la Compañía de Comunicaciones y el otro no la había hecho. Número bajo.
El día del sorteo para hacer el servicio militar lo sufrimos por radio en el colegio. En una hora de taller que teníamos libre. Se sorteaba con los tres últimos números del DNI, por la lotería nacional. Habíamos anotado todos los números en el pizarrón. A la hora indicada empezó a sonar la voz metálica desde la Spica, con la salvación o la condena. Cuando le tocó a Bigote: ciento treinta y cinco, la cara de alegría, y de superioridad, fue inocultable. Del mío escuché solo los dos primeros números. Setecientos treinta…y empecé a putear. Como la mayoría.
Aquél viernes tres de abril, jugando al billar y con la infaltable cerveza, primero hablamos, como era lógico, de minas. El nuevo levante del Langa, de sus incomprobables hazañas sexuales. De los amores siempre frustrados de Bigote. Y por supuesto de fútbol: el mundial era tema excluyente. También empezamos a delinear la táctica de un partido desafío que íbamos a jugar con nuestro equipo de la secundaria contra unos amigos de otro amigo.
Después de la tercer cerveza la pregunta que flotaba entre nosotros la tiró sobre la mesa el Cabezón:
-¿Y si nos convocan?
El Flaco fue el primero en contestar
-Yo me voy a anotar como voluntario si no me llaman.
-Estás loco –aportó Bigote, aunque sabiendo que, cómo pensaba el Flaco, no era extraña su afirmación.
-Habrá que ir –sumó el Langa, que hablaba por él y por el Polaco.
-Habrá que ir –dije yo –, pero que cagada si pasa.
-¿Qué? ¿Vas a desertar? –aportó el Cabezón.
-No. Pero no me gustaría ni mierda ir –le contesté.
-Los vamos a hacer pelota. Son nuestras islas y…
-Dejate de joder Flaco. Con que le vamos a tirar, ¿con los fal? Sabés que son un desastre. ¿Te pensás que los ingleses no tienen mejor armamento que nosotros?
-Pero no tienen nuestros huevos –dijo el Flaco.
-Pidamos otra cerveza –aportó Bigote y sonó a lo más lógico de la charla.
VI
En el año ochenta, en medio de la instrucción en Campo de Mayo, aún flotaban los resabios malsanos del conflicto limítrofe con Chile por el Canal de Beagle. Habíamos estado al borde de la guerra, que una mediación papal había frenado, pero el odio seguía intacto. Cada avance sobre un supuesto frente de batalla era contra ellos. Eran los enemigos a vencer. Cuando debíamos atacar posiciones enemigas y no eran subversivos, eran invariablemente, chilenos. Pero había más.
Una noche, ya en el cuartel, me tocó hacer una guardia invernal, de mucho frío y sueño, en el casino de oficiales. Se habían reunido el jefe de mí compañía, un oficial de la fuerza aérea, uno de marina, todos con sus uniformes llenos de brillos y perfectamente pulcros. Los habíamos visto bajar de distintos coches e ingresar a pie al encuentro.
-Tenemos que fortalecer el proceso que iniciamos en el setenta y seis –el que hablaba era el almirante-. Si no damos un golpe de timón esto se agota.
Yo estaba afuera, temblando de frío y de interés por lo que escuchaba a través de la ventana entreabierta. En el otro puesto, a pocos metros del mío, Cueyo, me interrogaba con un gesto sobre lo que escuchaba.
¿Que sugiere, Almirante? –preguntó uno de los hombres que no pude identificar.
-Una operación que estoy pensando, que nos va a devolver la gloria y que nos llenará de orgullo. A las Fuerzas Armadas y a los hombres de bien de nuestra Patria.
-¿Alguna punta?
-Por ahora solo el nombre: Operación Rosario.
-¿Nada más? –inquirió otra voz.
-Vamos hacia el sur.
Fue lo último que escuché, Cueyo me alertó que llegaba el jefe de guardia y yo volví a mi recorrido por el frío de la noche, de las paredes pintadas con cal, con solo una referencia geográfica. El sur. Y con un nombre. Un nombre que después supe era un plan absurdo y nefasto.
VII
El diez de abril la marcha a la Plaza de Mayo fue multitudinaria. Banderas argentinas por todos lados, fervor patriótico, deseos de gritar, de ser parte. Pocos días antes, el treinta de marzo, en esa misma plaza habían reprimido desaforadamente a la gente que había ido a protestar contra un gobierno que se caía a pedazos y que hoy los convocaba para que le diera su apoyo.
Y allí fueron.
Entonces el General que gobernaba el país, que había tomado whisky en demasía detrás de las puertas que daban al balcón de la Casa Rosada, el mismo balcón que antes habían usado otros hombres para causas mejores, ese General, entonado por la multitud, creyó tener su minuto de gloria y desafió a la segunda fuerza militar del mundo gritando, con el dedo índice amenazador: “si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”. Yo que lo escuchaba por radio en el apuro de vender muchos zapatos para llegar a fin de mes, supe que la razón y la cordura nos habían abandonado definitivamente. Mi jefe dijo: “este hombre es un líder, va a ser el nuevo Perón. Ya van a ver los ingleses de mierda. Dale, atiendan que ahí entró un cliente”. Pensé que los chicos que venían detrás de mí en el servicio militar estaban destinados a un golpe del que sería difícil recuperarse. Lo que no podía saber, mientras ordenaba cajas que sentía inservibles, era la magnitud de ese golpe. No teníamos armas, no teníamos tecnología, no teníamos logística para enfrentarlos. Teníamos a Diego, pero él solo podía ganar partidos. Era como si nosotros, nuestro glorioso equipo de fútbol de la secundaria, fuéramos a jugar un partido contra el Bayer Munich. Íbamos a terminar perdiendo, como sucedió, por goleada.
VIII
La flota inglesa zarpó hacia las Malvinas y aquí se festejó que, por fin, comenzaba la guerra. La bravuconada del general borracho no los inmutó. Ellos eran los dueños del mar y un paisito de morondanga no los iba a desafiar. Zarparon con todo su poderío. Y con soldados profesionales que sabían a lo que venían. Bien alimentados, bien vestidos y con grupos de elite que eran especialistas en esas batallas. Los gurkas.
Acá se exacerbó el patriotismo banal. Que si venían los Gurkas nosotros les íbamos a mandar a los cuchilleros correntinos. Que se iban a morir de frío en las islas, que nuestros soldados estaban bien alimentados, que luchaban por el honor de defender a la Patria. Que ellos no iban a llegar, que Estados Unidos nos iba a apoyar a nosotros.
Hasta que una tapa de la revista Gente me conmovió. “Estamos ganando”, era el título y la foto mostraba a siete soldados en posición de tiro cuerpo a tierra, con los fusiles precarios, apuntando a los enemigos que no habían llegado, pero que vendrían. Que esta vez no eran los subversivos fantasmales o los chilenos ilusorios. Compré la revista y ahí nomás la empecé a hojear. Adentro había muchas fotos de nuestros soldados. Apoyados espalda con espalda y limpiando los fales, sonrientes. Pero hubo una que me detuvo y me aisló del mundo que seguía alrededor mío. Varios chicos leían el diario y entre ellos, más al final del cuadro, había uno muy parecido a mí. Miraba al frente, tenía los brazos cruzados, cara de cansado y los ojos avejentados y tristes. Ninguna de las preguntas que se me cruzaron en ese momento por la cabeza tuvo respuesta. Pensé que yo podía ser efectivamente, el de esa foto. Un viento helado me corrió desde la nuca hasta los pies. Seguía parado en el quiosco, desorientado, respiraba agitado. Quise correr pero las piernas se habían aferrado al piso.
Poco importaba ya si ese chico de ojos avejentados y tistes era otro.
Yo me sentía dentro de esa foto.
Cuando llegué a casa, les mostré a mis viejos la foto. Mamá ya no lucía la cinta celeste y blanca en el pelo. Tenía más miedo que yo de que me convocaran. Papá empalideció casi tanto como el blanco de su poco pelo en la cabeza. Un vecino del edificio, italiano, sobreviviente de la segunda guerra los había alertado una tarde:
-Los argentinos no tienen idea de lo que es una guerra. De lo que es ver los crespones negros en las puertas de las casas. Si es que hay puertas y si es que hay casas. Muerte, olor a podrido, cuerpos partidos, llantos, aullidos a toda hora, sirenas. Y la sensación de que nunca se va a terminar. Ojalá no llamen a su hijo.
Se los dijo con su acento bien marcado del sur pero claro y concreto. Luego bajó a pasear a su perro como cada tarde.
IX
Llegaron a las islas. Desembarcaron, apoyados por Estados Unidos y Chile. Avanzaron indetenibles. Su poderío contra la valentía gloriosa de nuestros chicos, de los chicos que tenían uno o dos años menos que yo. Las revistas, diarios y noticieros seguían con su: “estamos ganando”. Me costaba creer que eso pudiera ser así. Se hicieron colectas televisivas que miramos para sentirnos parte. Muchas mujeres tejían para mandar abrigo al frente de batalla. Nada o casi nada les llegó. Yo me preguntaba cómo era que si estábamos ganando ellos estaban más cerca de Puerto Argentino. Ya habían hundido sin piedad al Crucero Belgrano. Ya la aviación había mostrado su heroísmo. Ya los combates eran cuerpo a cuerpo.
Un domingo muy frío después del mediodía llegó la noticia que no quería que llegara. Con el fondo de una marcha militar y el escudo nacional, una voz clara, inexpresiva, convocaba a la clase sesenta y uno para que se sumaran a la lucha. Mi vieja solo apoyó la cabeza en la mano y se puso a llorar. Mi viejo ni siquiera se movió, se quedó sentado, con la noticia en los ojos y el corazón, mirando el televisor, todavía en blanco y negro Le temblaba ligeramente la cabeza.
Agarré mi agenda y fui a buscar un teléfono público para llamar a los otros convocados, los del asalto a la casa vacía. El único teléfono que andaba era el del bar “La Academia” y desde allí los llamé. Atendieron en todas las casas menos en la de Cueyo. Todas las respuestas fueron más o menos iguales. Cortas, casi despojadas de dolor: “vamos a tener que ir, qué otra nos queda”. Me pedí una ginebra obvia en la barra, de parado. Me di cuenta de que en las voces de mis compañeros no había miedo, solo incertidumbre. ¿Cómo habría sonado la mía? Intenté una vez más con la casa de Cueyo. Algo escuché alguna vez sobre una pelea que había tenido con un zumbo y por la que lo habían dejado sin la baja. Nadie atendió. Di un par de vueltas manzanas mirando los edificios que nunca miraba, buscando detalles que pasaba de largo cada día de mi rutina. En la casa de lotería estaba el setecientos treinta y cinco, mi número de sorteo en el servicio militar. Me pareció casi macabro comprarlo. Volví a casa, mi mamá seguía llorando y mi viejo buscaba en los canales para ver si desmentían la noticia.
Pero no. La confirmaban.
Nos teníamos que presentar a la semana, a las siete, en el cuartel donde habíamos hecho la colimba.
Esa noche cenamos casi sin hablar, con las novedades del mundial de fondo. Las milanesas a mi vieja le salieron como nunca. Y el budín de pan de postre, que extrañamente tenía nueces, fue el más rico que comí.
Luego me di un baño. Dejé correr el agua un largo rato, caliente, desde mi cabeza hasta los pies. La veía irse limpia por la rejilla. Quería que esa agua, que intuía pura, se llevara miedos y dudas.
Un rato más tarde nos dijimos hasta mañana con poca convicción. Encerrados en ese silencio que parecía de despedida nos fuimos a dormir.
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Claudio Ramos es escritor y psicólogo social. Participó de diversos talleres literarios, entre ellos los de Pablo Pérez, Alejandra Laurencich, Ángela Pradelli y Luciana de Mello. Escribió la obra de teatro Una enfermedad temible y el año pasado público su primer libro de cuentos Al sur de todo, con la editorial independiente Peces de Ciudad, que ya va por su segunda edición. Está próximo a salir su segundo libro de cuentos, No hay nada más en la noche, editada por El bien del Sauce, de Camilo Sánchez, con quien trabajó los textos de ambos libros.
Fotografía exclusiva para esta edición: Mónica Hasenberg