La naturaleza de la hospitalidad

La naturaleza de la hospitalidad o los rostros de la inocencia

Una puerta se abre.

El silencio pastorea en su luz.

Acaece de golpe una voz que interpela.

Suave y relajada, al acecho del estruendo en la palabra, lo único que dice, señala, indica, es Fiamma.

Pensé en el error estratégico. No en el fortuito.

Así es que decidí pasar a sabiendas de que podría no tratarse de una obra de teatro.

Juego al descuido.

Una configuración que se porta en la mente, una especie de normatividad azarosa que permite aporías inconfesables.

Bajo la guía de un soplo incierto, de hecho, dí con la sala teatral, dí con la obra, sin obrar. Y las luces tenues abrigan en medio de esa oscuridad de oro.

Miro hacia atrás y aquélla figura sutil, helénica y a la vez latina, de nombre Fiamma, ya no estaba allí.

Me ubiqué, despacio, lentamente, en tercera fila. Ni siquiera oía las voces del público a mi alrededor.

El malentendido, que provoca la doble extrañeza de ser interpelado por lo azaroso del acontecer y por la imposibilidad de una libertad genuina, apareció en escena con la fuerza intacta del cruce entre ficción y realidad, entre lenguaje y pensamiento, entre sentido y significado.

Habitaciones humanas.

Remolinos de luz avejentada.

Partículas de Dios a mitad de la noche.

La muerte y su doble.

Lo extraño de nostros mismos.

Ojo de Mármol.

Raíz de abandonos.

Hospedar rostros de agua.

Interpelar las nervaduras del deseo.

Acontecer de un faro que ya no alumbra.

En escena el hábito y la costumbre de transitar el horizonte de la mismidad, la opulencia del miedo normativo, la caída del habla, la bestia de la inocencia, lo extraño de volverse lo que no tiene nombre.

En el escenario un encuadre mayor. Abajo, focos rotos de antemano. El desafío es inmenso.

Un extranjero toca a la puerta. del motel.

En las recepcionistas se apodera un brillo oscuro.

Madre e hija, dueñas, propietarias de una isla incognoscible.