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  • Ana Maidana

Las dos flores


"Creo que las mujeres sostienen el mundo en vilo, para que no se desbarate mientras los hombres tratan de empujar la historia. Al final, uno se pregunta cuál de las dos cosas será la menos sensata.”

Gabriel García Márquez

Anacaona, o Flor de oro en lengua taína, era la princesa de Quisqueya. Sus senos parecían entumecidos, erguidos como lanzas filosas hacia delante. Su piel oscura y lisa brillaba como el oro en las montañas de Haití, así había nombrado su pueblo a esta isla hacía miles de años; La española, la bautizaron los españoles; la actual Santo Domingo. Anacaona era una mujer sensible, muy hermosa. Mujer de fuego. Bendecía su pueblo con poesías y cantos.

El restaurant funcionaba en el barrio desde el 1900. Margarita había nacido allí, había heredado el negocio de su padre que lo había heredado de su abuelo. Su capacidad para administrar era formidable y la tuvo desde siempre.

Caminaba por su tierra junto a su hombre, el cacique Caonabó, y la tristeza la llevaba en andas: su gente sufría. Ella creía que la llegada de Colón a la isla sería productiva, próspera. Estaba fascinada por ese conocimiento diferente que se arrimaba a su tierra. Ella era inteligente, positiva, curiosa. Pero esto que veía no era bueno ni próspero. No había nada de bueno en estos hombres. Todo era dolor.

Ella jugaba al almacén con su hermano cuando era niña. Él le compraba la mercadería improvisada con envases vacíos a cambio de billetes dibujados con un lápiz. Su hermano se llama Eduardo y hoy es abogado, el abogado de la familia. Cada vez que Margarita necesita hacer una consulta sobre cualquier asunto legal, llama a su hermano. Hoy necesitó hacerle un llamado porque apareció por el restaurante un hombre muy bien vestido, con un perfume exquisito, dijo que estaba interesado en conversar con el dueño del lugar. Lo atendió ella, naturalmente. Tuvo una corazonada. Algo le decía que ese hombre con rico aroma se quería apropiar de su restaurante.

Su mirada se volvió extraña, en su mirada se distinguía el fuego de la revolución. Sus labios se apretaron. Su mano se cerró en un puño. Tan generosa había sido con estos visitantes. Anacaona era una mujer de fuego y estaba decidida. Miró a Caonabó y vió en sus ojos la potencia, el amor, la complicidad que la llevaría a tomar la decisión de exterminar ese campamento de españoles que violó y ultrajó a sus mujeres. Reunió a los más fuertes. Ella lideraba. Les hizo la señal con la cabeza. Estaban listos para atacar.

En la cocina, el plato del día era guiso de lentejas. Ese aroma picante del chorizo colorado se mezclaba con el perfume importado del señor. Ella lo escuchaba atentamente, mientras él le ofrecía una suma desorbitante de dólares a cambio de su restaurante. El corazón se le estrujó. Atinó a preguntarle: “¿Para qué quiere usted, mi restaurante?”. “Mi cliente está interesado en montar aquí un café, una sucursal de una cadena muy prestigiosa y con buena presencia en este país”, respondió, implacable.

Los españoles no esperaban el ataque. Tampoco la muerte. Luego de haber engullido ese banquete casi no podían moverse. Estaban tan satisfechos que no pudieron responder ante la agilidad de los cuerpos de los indios. Uno a uno fue cayendo degollado o ensartado, decapitado o desgarrado. Uno a uno, hasta contar treinta y nueve cuerpos.

“No, no me interesa vender por ahora, muchas gracias por la propuesta”, le dijo Margarita, convencida de que esa respuesta venía desde la profundidad de su alma. No lo quería pensar mucho porque sentía que ese hombre podía convencerla de cualquier cosa. Este señor no se iba. Insistía y cada vez hablaba de más dinero y con mayor determinación.

Cuando Colón vio el Fuerte Navidad destruido y sus hombres muertos, odió al Cacique Caonabó y toda su gente. Comenzó su búsqueda. Enfurecido, lo encontró, lo aprisionó y lo asesinó. Anacaona quedó devastada. Devino en cacica, en reina de Jaragua. No se entregó ni entregó su pueblo. Caonabó estaba muerto, pero no ausente. Estaba muerto pero era su fuerza. Y la Flor de oro resistió un mes. Dos meses. Reunió centenares de indios que la seguían. Los españoles tomaban su reclamo como una resistencia a la autoridad. Y ella, resistía más. Nombraba a Caonabó mientras dormía. Y resistía más. Una década resistió hasta que la capturaron. Entonces, ahí lo llamó a su hermano. Estaba segura que si no buscaba ayuda iba a terminar cediendo ante los gestos ardorosos del señor que olía bien. Eduardo la tranquilizó, le dijo que ese señor sólo estaba haciendo una propuesta y no había motivos para preocuparse. Le dijo que no firmara nada y que le pidiera, con la mayor delicadeza del mundo, que se retirara. Podía usar alguna excusa como, por ejemplo, que tenía que salir o debía ocuparse de unos asuntos en la cocina. A Margarita no le gustaban las mentiras y ella no sabía mentir. Así que apretó los labios, cerró el puño y miró fijamente a los ojos del señor que olía bien. Le dijo: “Señor, usted me incomoda. Para conversar sobre negocios se requiere el interés de ambas partes, y yo no tengo ningún interés en hacer trato con usted. Por favor, retírese inmediatamente de mi restaurante y quédese muy tranquilo que si algún día decido vender mi restaurante, no se lo venderé a usted. Buenos días”. Se dio media vuelta y se metió en la cocina. Por alguna razón, le temblaban las piernas.

Estaban tan encrespados con esta mujer fuerte que no sabían cómo torturarla. Nada les alcanzaba. Era india, era mujer y había matado a los blancos, se había animado a enfrentarlos durante una década. Merecía castigo. Pero, ¿cómo hacer para torturarla? Su hombre había muerto. Su hermano había muerto. Esta mujer de fuego parecía inquebrantable.

Miró el almanaque, era el 24 de mayo. No esperó al día patrio y allí mismo sacó la bandera que tenía guardada en el cajón de los manteles. Pasó la mano por las arrugas, la costumbre dice que las banderas no se planchan. Salió a la galería. A pesar de estar finalizando mayo, hacía calor. El sol quemaba.

Encontraron la venganza: encendieron una hoguera. La ataron muy cerca del fuego, la llenaron de cadenas. Le sostuvieron la cara y la obligaron a mirar cómo ejecutaban en esa llama a cada uno de sus hombres. Anacaona vio a un centenar de hombres, sus guerreros valientes, sus caciques, caer en la hoguera. Pero con ella no pudieron hacer lo mismo o no se animaron. Anacaona era reina y era el fuego. Ahorcaron ese día a la Flor de oro a la vista de todo el pueblo.

Colgó la bandera, la ató en el enrejado de madera, a la vista de todo el que pasara por la vereda. Miró la chapa que decora la pared y pensó en que tiene por allí guardado un frasco de pintura roja y que tal vez, como el día estaba lindo, le daría una manito de pintura sobre ese amarillo. En eso estaba, cuando reconoció que una leve sonrisa se le dibujaba, liviana, en su boca. Ya no le temblaban las piernas. Margarita tenía libertad para elegir. ¡Poco es perder la vida, si se perdió la libertad!, le escribe Jiménez a Anacaona, cinco siglos después.

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Ana Maidana (Buenos Aires)

Poeta, escritora, editora, conductora radial, coordinadora del taller para escritores en la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) y miembro de la Comisión Directiva de la SADE. Fotografía: Mónica Hasenberg

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