Monja virgen
Los amantes de las narraciones novedosas quedaron para siempre en deuda con el bohemio Osvaldo Lugo quien de repente en una noche de pocas estrellas salió disparado de su habitación para ir a comprar una libreta en donde escribir un soneto que en ese momento tenía anclado en la mente. Le urgía, antes de que el olvido le ganará la jugada, convertir en letras ese esquivo poema sobre las vicisitudes del duelo al que tanto había invocado sin resultado alguno. Pero ahora tenía la composición enredada en el cerebro y codiciaba todos los esfuerzos para que no se le escapara. Solo se trataba de apuntar en algún papel esos sonoros versos de rimas naturales que describían que el duelo era una manera sublime de rendirle homenaje a los muertos. Ese afán no hubiera tenido ninguna incidencia si no es porque Osvaldo Lugo, ya en la calle, detuvo de rebato su apresurada marcha al pie de una caneca de basura en cuyo tope reposaba una centena de hojas encuadernadas que llamó su atención. Vale mencionar que el bohemio sopesó seguir de largo, pero al leer de reojo el título del cuaderno, Monja virgen, no tuvo escrúpulos en apropiarse de él.
Como es de suponer, el arrume de hojas resultó ser un manuscrito cuyo prosista no daba a conocer su nombre. Un cabalístico NN que existía en la ausencia. Al notar que el cartapacio estaba impreso por una sola cara, Osvaldo Lugo desistió sin aspavientos de ir a comprar la libreta. Pensó que la otra cara de las hojas le serviría para atrapar los precisos versos endecasílabos del soneto que por esos días y de manera repentina acudía a su mente. Regresó a su habitación y empapado de curiosidad se entregó a la lectura del mencionado manuscrito, olvidándose por completo del poema. Así fue como se dio cuenta que la historia que encerraba Monja virgen era la de una noble adolescente quien tuvo que sufrir el más duro de los escarnios para tratar de demostrar que era digna de ser la novia del dios crucificado.
La desventura de la joven del relato tuvo inicio incontenible un día cuando estaba abstraída en la cocina preparando de desayuno huevos rancheros con arepa de maíz blanco. En esas escuchó un eco tenue que brotaba del sartén y decía: Agustina, los ángeles del cielo te han elegido para novia de Cristo. A partir de ese instante la adolescente se olvidó del desayuno, entró en un alarmante ensimismamiento, empalideció y con el correr de los días su cuerpo fue perdiendo carnes. Al verla como un zancudo sin fuerzas para volar, sus padres se alborotaron y no encontraron manera diferente de ayudarla que la de propinarle una fuerte reprimenda y amenazarla con echarla de la casa. Agustina reaccionó al regaño aferrándose aún más a su destino emanado del exquisito aroma de tomate revuelto con cebolla picada y ajo. Fiel a ese sin igual designio se apresuró a inscribirse en el noviciado de Laceja. Aquel insondable lugar, ubicado a las afueras de la población, cargaba fama de ordenar monjas persistentes en la creencia divina pero también de haber albergado a una joven pizpireta de la India quien más tarde sería conocida como la M de Calcuta y de quien también se supo había mantenido un desliz de media hora con un seminarista nicaragüense quien con el paso del tiempo terminó de ministro de agricultura de un grupo de sediciosos que a punta de sangrientas emboscadas derrotó a un sátrapa que al vérsele por detrás recordaba el trote de los elefantes.
Al entrar al distante noviciado, la adolescente fue auscultada por el abad, un cura petiso que era dueño de un nombre que al ser pronunciado recordaba de inmediato la decadencia del imperio romano. El padre Cesarion, así, a secas y sin acento. Si de algo ha de servir, se puede agregar que este siervo de Dios, además era reconocido en los círculos clericales por su vasto conocimiento sobre las tribus mahometanas que fueron exterminadas en las feroces batallas que defendieron la aldea de Medina de los ataques judíos. Pues bien, el abad se plantó al pie del catre donde tendieron a la joven desnuda y enseguida le palpó minuciosamente el morro venusiano y con sus dedos regordetes le abrió la herida natural para observar con diligencia si el oscuro orificio de la joven era puro o no. Un grito, que parecía más un insulto, escapó de los belfos del religioso. Ordenó que la novicia debía ser inmediatamente expulsada del convento porque ya alguien se le había adelantado a Cristo. Recalcó que con ese acto indigno de desflorada la adolescente no solo ponía en tela de juicio la teoría de que los hombres sagrados son paridos por mujeres en estado natural, sino que también cuestionaba a profundidad esa sacrosanta tradición de las mujeres pulcras de llegar inmaculadas al matrimonio. El lío se hacía más grande, insinuó, si las comadronas de la estirpe sarracena de la región se enteraran del penoso asunto pues ya no le podrían exigir a los varones que al otro día de la noche de bodas tendieran sobre la ventana la sábana manchada de sangre para que los vecinos se enteraran que una virgen había dejado de serlo.
A pesar de las bravuconadas del abad, Agustina juró sobre los aceites sagrados y una Biblia apolillada que su ojal procreativo ni siquiera había estado tentado a sus propios dedos. En vista de que nadie le creía entonces lloró, pataleó y, por último, se arrodilló sobre el rudo empedrado del patio, hiriendo sus rodillas, e implorando con gritos hacia el cielo, le pidió a Cristo que le ayudara a demostrar que ella era una muchacha digna de ser su novia. Vista de lejos y sin escuchar su llanto la adolescente parecía que en ese instante quería atrapar el cielo con los brazos abiertos.
El abad al ver el empecinamiento de Agustina en hacer valer su castidad, se sintió tocado por la misma duda que padeció el santo Tomás en las horas de la desolación. Entonces se acordó que era usanza de la tribu Quarish de la Arabia meridional escoger a un grupo de ancianos para que en casos de incertidumbres observaran con detenimiento si una doncella había dejado de ser virgen. El religioso fue más allá de las estipulaciones de los Quarish y decidió que no fueran los ancianos sino los habitantes del poblado quienes decidieran si la joven seguía en su estado natural o no. Se narra en el manuscrito que en la pequeña plaza de mercado del pueblo se empezó a murmurar que al abad se le debería reconocer los derechos de autor de los plebiscitos vaginales. Tal vez la única paternidad que la vida le tenía reservada.
Para llevar a cabo la idea, Cesarion mandó a construir una pieza cuya pared exterior estaba cubierta con un potente vidrio transparente, a prueba de piedras y balazos. Adentro de la pieza acomodó una camilla igual de siniestra a esas que tienen las clínicas de abortos clandestinos. Se supo que esa idea se le ocurrió al pensar en el único viaje que había hecho en su vida a los llamados Países Bajos y donde fue obligado a cruzar, con los ojos cerrados, por una calle asediada por vitrinas que exhibían despampanantes mujeres desnudas. En esa azarosa ocasión el acompañante del abad, un pelirrojo seminarista nórdico, le susurraba al oído, en latín medieval, sobre las extravagantes carnosidades de las mujeres expuestas. El caso es que también sobre el fuerte vidrio que fungía de pared, el padre Cesarion colgó un aviso donde se informaba al público que, al día siguiente de celebrarse la divina ascensión de Cristo y durante tres días seguidos, se daría inicio a una observación detallada para atestiguar si Agustina era virgen o no. No contaba el abad que en las aldeas el chisme se esparce más pronto y silencioso que las estrellas fugaces.
Aquel día viernes en que se daría inicio al lúbrico plebiscito, Cesarion despertó al amanecer y después de ingerir un desayuno opíparo se encaminó hacia la salida para cerciorarse del bisbiseo y ladridos que creía escuchar. Ni siquiera sospechaba que el bullicio a esa temprana hora procedía de quienes le ayudarían a disipar la duda acerca de la pureza de Agustina. Cuando abrió el enorme portón del convento quedó en la frontera del desmayo al ver que un puente de gente unía su convento con el caserío. Al inicio de la fila se encontraba el zapatero remendón y su suegra quien trataba de sostenerse de pie apoyada por una muleta de madera. Le seguía el enterrador y toda su prole que consistía en una tía arrabalera, una abuela moribunda, sus tres hijos con sus respectivas concubinas, pero también otro hijo, habido en relación extra matrimonial, que cargaba fama de no ser de aquí ni ser de allá y que permanecía indiferente con la mirada de medio lado puesta en las alturas. Además de ellos sus cuatro hijas del primer matrimonio y el perro que no cesaba de hacer ruido de lo alegre que se sentía en la romería. Aún con el sueño pegado a los ojos, el cura párroco de la aldea también quería atestiguar. Hubiera preferido seguir durmiendo hasta la media mañana, como era su costumbre todos los viernes, pero consideró que por encima del sueño prevalecía los asuntos de Jesús crucificado. Detrás suyo, el carpintero en overol de trabajo y el lápiz de marcar sostenido en una oreja. Una cuadra más atrás el bobo del pueblo procuraba en vano quedarse quieto en su puesto. Todos los escolares de uniforme eran quienes más ruido hacían. Como sea, no hace falta describir a todo el pueblo porque todo el pueblo estaba en fila esperando que Agustina fuera puesta en exhibición con las piernas abiertas. Nadie faltaba, a excepción de los progenitores de la adolescente, ni los gemelos ciegos ni las tres rameras y su matrona ni el alguacil y muchos menos el dentista. Es más, se supo que algunas personas de una vereda vecina habían viajado en mulas por las trochas, iluminados por los luceros de la medianoche del jueves, para poder llegar a tiempo y no ser los últimos de la fila.
Lo primero que fraguó el abad cuando se repuso del impacto que le causo advertir la extensa romería fue ordenar que la auscultación de la joven solo estaba reservada para las personas mayores de edad. Enhorabuena, pensó Agustina quien agazapada desde una ventana del convento había sentido vergüenza al ver a sus excompañeros de clase hacer la gran hilera. El caso es que ante la exigencia del padre Cesarion más de la mitad de los curiosos se fue desperdigando resignada, sin chistar. Sin embargo, el abad consideró que la fila aún era demasiado extensa y que ni siquiera en jornada continua de día y noche todos podrían asomarse a constatar los requisitos que Cristo merecía que su novia tuviera. Entonces con la parsimonia típica de los filósofos criollos le ordenó a sor Betty que pusiera una mesa al frente de la fila. Sin perder la cordura y a sabiendas de que en el pueblo nadie se atrevía a cuestionar la palabra de los siervos de Dios, Cesarion exigió que quien quisiera observar a la escogida por la divina providencia debería presentar en la mesa la cédula de ciudadanía, requisito único para participar en el plebiscito. Solo una centena se salvó de coger camino de regreso a casa. Al único que le fue permitido seguir en la fila a pesar de carecer de documento de identidad fue al cura párroco. Pero no solo eso, sino que también fue alentado para que pasará al frente de la hilera.
Agustina, ya aún más aliviada de los nervios y temores entró en la vitrina y sin la ayuda de nadie trepó en la camilla de parto donde desnuda de la cintura para abajo descansó sus piernas sobre las dos horquetas las cuales había ajustado con anterioridad a su medida. Se sintió cómoda y relajada al darse cuenta que desde esa posición no le vería la cara a los mirones, pero sobre todo porque consideraba que a partir de ese momento quedaría demostrado que ella en verdad era digna de ser la novia de Cristo.
Cuando Osvaldo Lugo leyó la parte final de la narración donde se daba a conocer el resultado del plebiscito, sintió un fuerte deseo de firmar la obra como suya y publicarla. La sola idea de que la novela alcanzaría a miles de lectores por lo fascinante del tema, lo hizo estremecer. Pero su orgullo de ser un buen ciudadano no le permitía el asqueroso hábito del plagio. La otra posibilidad que sopesó pero que consideró egoísta de su parte, fue la de dejar el manuscrito por ahí refundido entre sus libros de versos de los cuales algunos ya empezaban a ser alimento de polillas. El caso es que Osvaldo Lugo ante semejante encrucijada encontró en las narraciones épicas de los cristianos la perfecta solución a sus dudas. Ni lo uno ni lo otro, le inspiró la filosa espada del rey Salomón. Así fue como Monja virgen apareció en las vitrinas de las librerías firmada por un seudónimo. Lo que nunca apareció fue el perfecto soneto sobre el duelo. El bohemio Osvaldo Lugo, por más que lo intentó nunca pudo recordar la perfecta métrica de las rimas.-
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Víctor Rojas
(Bogotá, Colombia, 1953)
Es escritor y traductor, residente desde 1984 en Suecia.
Autor de siete libros de poesía, cuatro novelas, dos libros de cuentos y cinco de ensayos. Por su quehacer literario ha sido premiado, entre otros, por la Federación de Escritores de Suecia (1997) La ciudad de Jonkoping (1998) y la Academia Sueca (2004). En la actualidad es director del Festival Internacional de Poesía de Jonkoping.
Fotografía: Mónica Hasenberg