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Antonio J. Quesada

El director de la revista

No eran ni las nueve de la mañana, pero yo ya estaba allí. Me gusta llegar a los sitios con antelación. Cada uno tiene sus manías. Me hicieron sentar en un sillón y, como siempre, llevaba un libro para leer (algo de Sciascia, si la memoria no me falla). La espera es, de esa manera, más agradable.

Iban a dar las nueve y media cuando llegó el Director de la revista. Alto, fuerte y con una ostensible cojera, se acercó a su secretaria y ella señaló hacia mí. Cuchichearon algo y, poco después, él me hizo pasar a su despacho.

- Así que usted es Fidel Villanueva. Tenía curiosidad por conocerle, hombre –comentó, mirándome como quien disecciona a quien tiene enfrente. - Yo también –contesté tímidamente, sin saber exactamente el porqué. - Bien, vamos al grano. Mire, el relato que nos envió no nos interesa, vamos a empezar por ahí. Quiero que no se haga ilusiones sobre este tema. - ¡Vaya por Dios! –contesté, desencantado. Otro revés más en mi laboriosa trayectoria de escritor mediocre. Otro clavo para mi ataúd literario. Sería mejor volver a mi trabajo en el banco, del que me había escapado esa mañana para esta reunión, dando por perdida la guerra creativa. Definitivamente, no servía para esto. - Pero no le he hecho venir por eso, la verdad. Para que se haga una idea, cada semana decimos que no a unos treinta relatos, por lo menos. Publicamos sólo los que nos parecen dignos de ser publicado. Somos muy exigentes, pues para eso somos la Revista literaria más importante del país. Si tuviera que dar explicaciones a todo el que digo que no, no haría otra cosa en la vida. - Ya –respondí, cortante. - No quiero que se enfade, pero su relato no es bueno, literariamente hablando. Mire, las cosas en literatura se hacen bien o mal, y a usted, al menos en este relato, no le salen. No se lo tome a mal, pero es así. Deseo que en otros trabajos todo le salga mejor, de corazón se lo digo, pero en este relato no es así. - No se preocupe, me hago cargo de la cuestión –le interrumpí. - En fin, pero insisto en que no es por eso por lo que le he hecho venir. La cuestión es otra. Mire, quería hablar con usted porque su relato ofrece una visión de la guerra demasiado idílica, excesivamente irreal, y quería comentárselo personalmente, pues es un tema con el que estoy muy sensibilizado. Vamos a ver, hijo, perdone mi indiscreción, pero, ¿ha participado alguna vez en una acción bélica? - Pues... no, la verdad –que me llamase “hijo” me descolocó un poco. - Se nota –se le cambió la cara-. Mire, hijo, cuando uno ha escuchado silbar las balas, ha sobrevivido a varios bombardeos y a los disparos de francotiradores y se ha impregnado del olor a carne quemada que queda después de un combate, no puede mirar la guerra con esos ojos que usted utiliza en su relato. No. Su relato, si estuviese bien escrito, sólo podría interesar a quien jamás hizo la guerra. Alguien que haya combatido sabría claramente que usted habla de oídas, que esto que cuenta es imposible, y eso en literatura suele ser malo. En la Revista que dirijo no tiene hueco un texto como el suyo. - Ya –contesté, con sequedad, herido en mi orgullo de escritor. - Además, ningún teniente actuaría como su... ¿teniente Williams, se llamaba? –apunta, desinteresado. - Williams, Harry Williams, sí –añadí. - Harry Williams, es cierto. Le informo de que “su” Harry Williams ni ha existido hasta ahora ni existirá jamás, porque sería un teniente con un tiro entre las cejas desde que pusiera un pie en un cuartel. No tendría ni que entrar en acción contra el enemigo para ganarse el pasaporte para el otro barrio. - Ya. - Los personajes no son creíbles, hijo. Ni Williams ni ninguno de los otros. Por este camino no llegará usted lejos. Hágame caso: vuelva a casa y trabaje duro con sus textos, para ser un escritor. Pelee contra usted mismo: esa es la guerra de todo creador. No se proponga escribir mejor que otro creador: propóngase escribir mejor que usted mismo. - Ya –cada vez me incomodaba más la charla. - En fin, no quiero hacerle perder el tiempo ni perderlo yo. Simplemente quería darle un consejo, pues el tema que escogió me toca las fibras más íntimas: para escribir hay que documentarse bien, saber controlar los tiempos narrativos y, sobre todo, tener algo de madera como creador y adquirir oficio a base de trabajo –tras terminar esta frase, mirándome con algo de desdén, se levantó y me ofreció la mano-. Mucha suerte en la vida, hijo. - Muchas gracias –me levanté, nos dimos la mano y salí.

Salí de la sede de la revista, camino de mi trabajo en el banco. Derrotado. Ninguneado como escritor. Con ganas de dejarlo todo.

Años más tarde conocí algunos detalles adicionales de aquella aventura: el Director de la revista era un ex-combatiente de no sé qué guerra perdida en alguna esquina del mundo, y mi relato le impactó negativamente. “No se puede engañar a los lectores de este modo”, dicen que repetía después de leerlo, indignado. “Tengo que hablar con este chico para decirle que a esto no hay derecho”, argumentaba solo, con mis folios en la mano, paseando por su despacho. Irritado.

Un ex-combatiente, claro. Aunque todo eso solamente lo supe mucho tiempo después. Para ser exactos, después de ganar los primeros premios literarios con mis relatos. Con el tiempo, también llegarían el Premio Nacional y el Premio de la Crítica, entre otros. Pero eso sería, ya, bastante más tarde. También llegarían las entrevistas, las biografías, los reportajes y todo lo demás. En todo caso, jamás olvidé a aquel Director que me irritó aquella mañana, pero del que tanto aprendí para afrontar el camino que decidí emprender en la vida.


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Joseph Pulitzer

Escultura de Phillip Ratner, Liberty Island, Manhattan, Ciudad de Nueva York, Estado de Nueva York, EE.UU.


Fotografía exclusiva de Mónica Hasenberg



Antonio Quesada (Málaga, España)

Escritor, ensayista, poeta y catedrático en la Facultad de Derecho de la Universidad de Málaga.

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