Casa de ruinas
El atardecer tiene los tímpanos rotos, las mangas atadas a los puños y el pantalón arremangado. Yo soy una arruga que surca su luz. Hace muchos años, gotas de amor bajaban por mi lengua, dejando un camino dulce como de caracol, mis manos transpiraban más de lo normal y el aire era verde y blando, hoy se parece más a la pimienta que al musgo. Hoy, que llevo encima más de quince mutaciones morfológicas, mi cerebro tiene la textura de un callo. La crema para el rostro me dice con el color de su tapa cuál es el clan que intenta comunicarse conmigo, atraerme hacia sí. La apofenia es mi único juego en este letargo que no me atrevo a llamar adultez.
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Tengo un ánimo de cama prestada que escala como una boa desde los pies hasta ahogarse con mis axilas mientras mis brazos están abiertos, que arma caminos entre el inodoro y el espejo formando laberintos justo a la mitad del recorrido, que se lleva el agua al lugar de la locura del que no se vuelve, ese lugar que está en las cañerías. Por esos conductos se va mi razón y termina en las cloacas. Desde la orilla del pozo, con los hilos que la unen a mi mano, intento manejarla y esquivar los balazos. Por supuesto que esos hilos siempre están enredados. Entonces saco el filo que tengo en los ojos y me corto los dedos desde los nudillos, dejando que todo caiga a ese piso profundo.
(Una vez en el suelo, si el enemigo está a cierta distancia, es más fácil eludir los disparos)
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Las sirenas de Titán
Mis sirenas nómadas se escondieron. Ahora bailan entre esquirlas de madera roja. Bajo la luz de su octavo o noveno piso. Huyendo del sol y la vergüenza. Se ocultaron debajo de un niqab para poder pasar el verano.
Mi casa
Una piedra en el camino de Dios. Un ángel atrapado en su tumba. Un zumbido a medianoche. Una media de cualquier color, pero diferente al que estoy buscando. El primer grito de un orgasmo. El doblaje al español. El útero contrayéndose. La sequedad en conchas jóvenes. Una cabeza con el pelo encrespado. El sonido cansado de una canilla mal cerrada. Las brasas del día siguiente. El rouge en la colilla del cigarro. El último retazo de papel higiénico pegado al cartón. Todo esto llevo en el bolsillo. A veces creo que soy lo que llevo encima. ¿Dónde está mi amanecer de las siete de la tarde? ¿por qué duermo tan tranquila mientras demuelen mi hotel? ¿Es una estrategia para sanar esto de compartir cama con dos personas más? ¿Existe la corrupción de pensamiento? ¿A cuántas páginas estoy de un vaso de vodka? Esta ruina plagada de cadáveres no es mi casa, ¿Por qué duermo tan profundo entonces? Estas manchas de humedad llegaron con una lluvia o con un derrame que no recuerdo. ¿Sirve de algo mi memoria, esta memoria tan aleatoriamente selectiva? Me siento más alta que la gente que llora. Me siento mejor que la gente que presume. ¿Sentirme mejor que alguien me vuelve inferior? Sólo quiero que una cosa quede clara, y me hablo a mí misma: esta ruina plagada de cadáveres no es mi casa. Yo grito tantas veces al día que mis huesos se ponen cada vez más filosos, pero no lloro. No caigo en la autocompasión. No me pongo belicosa ni combativa. No siento empatía hacia quienes lo hacen. Pero esta no es mi casa porque mi casa está construida sobre un campo de semillas jóvenes, y yo no lloro: mi casa está construida sobre un sembrado seco.
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Rosario Moreno Geselj (Buenos Aires, 1995)
Vivió su niñez y adolescencia en General Las Heras, zona oeste del Gran Buenos Aires. En 2018 publicó una plaqueta titulada El leve dominio rojo con la editorial rosarina Pesada Herencia, y próximamente saldrá de imprenta su libro de poemas Bajo el umbral salado por Gato Misántropo Ediciones. Actualmente vive en la ciudad de Buenos Aires y se dedica casi exclusivamente al psicoanálisis, la poesía, la narrativa y la música experimental.