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  • Candelaria Kristof

Blanco sobre negro


Acompañé a mi marido a Sri Lanka porque hacía varios años que no nos íbamos de vacaciones. Yo temía que nuestro matrimonio naufragara. Mi marido, en cambio, solía repetirme que nosotros vivíamos de vacaciones. Él es periodista, hace periodismo de investigación. Y yo soy escritora. Lo que más me molestaba del caso es que me había robado esa idea. Nos conocimos un verano, en Buenos Aires, en el subte. Yo me negaba a entrar a los empujones o a permitir que me empujaran. Eran las seis de la tarde. Me senté en un banco. En el plasma que bajaba del techo una fila de hombres con casco amarillo se inclinaba sobre barras de hierro. El gobernador, delante, hacía visajes con brazos protocolares y abría y cerraba su enorme boca satisfecha. Pensé en cruzarme al andén de enfrente y retroceder hasta la cabecera. A los pocos minutos Felipe —se llama Felipe— me preguntó si ya me había ido de vacaciones. Era atractivo y parecía inteligente. No quise jugar la carta de desempleada, pero tampoco iba a decirle que tenía una sensibilidad y me pagaban por leer las manos en el fondo de un bar. Le dije que yo vivía de vacaciones. Me dedicó la más seductora de las sonrisas. Es la única manera de vivir, apostilló. Y ahí empezó todo.

Cinco años más tarde, no recordaba haberle dicho siquiera alguna vez que mi sueño era que un hombre me invitara a irme de vacaciones con él. De todas formas, Felipe nunca me invitó. Vivíamos de vacaciones, no hacía falta tramitarlas al modo habitual.

Yo no sabía qué estaba investigando en la antigua Ceylán. No me lo quería decir porque corría el riesgo de que le robara las ideas. Durante los dos primeros años de matrimonio, sus investigaciones sirvieron a mi novela y mi novela había ganado un premio. Felipe, hasta cierto punto, compartió mi alegría pero a partir de entonces se negó a revelarme el tema de sus peregrinajes.

Tal vez debido a mi afán de equilibrio, dejé de contarle sueños, imágenes, argumentos. Nuestros mutuos trabajos dejaron de interesarnos. Él también ganó un premio. Lo acompañé a la vernissage, brindamos con la crema y nata de la cultura porteña y a la media hora, asqueada de la petulancia y la voracidad intelectual que se tiraba muerta de hambre sobre los canapés, le dije a Felipe que tenía una idea y me fui. Las ideas súbitas eran lo único sagrado entre nosotros. Cuando alguno de los dos tenía una idea, era lícito que corriera a la computadora y se quedara a solas con ella. Incluso nos permitíamos bromas al respecto: cada uno le era infiel al otro con sus ideas.

Podría parecer inocuo: resultó catastrófico. Pasábamos días y noches a solas con nuestras ideas y poco a poco fuimos perdiendo todo interés por el mundo que el otro habitaba.

Mi obstinación determinó que pensara Sri Lanka como una última oportunidad. Yo sabía que me engañaba, que el motor final de mi entusiasmo no era lo que quedaba de nuestro matrimonio sino la fantasía perversa de trazar un arco novelesco. Habíamos empezado en una estación de subte abarrotada: terminar entre arenas blancas y flores exóticas, suponía un progreso obsceno. Habíamos avanzado con todo lo que teníamos menos con lo que nos había unido o acercado. Yo no quería seguir viviendo de vacaciones. Cada uno tenía su diccionario y el concepto de vacaciones, para mi marido, consistía en vivir una aventura que siempre me dejaba de lado.

Ahora todo lo que deseaba era entrar en su aventura para asestarle un golpe. No podía saber cuán lejos iba a llegar ni cuánto me arrepentiría.


Conocimos a Erik Fischer y a su mujer, Berta, en la playa de Hikkaduva. Al rato Felipe se fue a tomar un refresco con el alemán. Por el gesto que me hizo, supe que iban a hablar de la materia de su investigación. No dije que yo también tenía sed y me aburrí con Berta que apenas si chapurreaba el español. Como no había forma de entendernos pasamos al inglés, terreno neutro en el que tampoco pudimos prosperar. Al final le dije que iba a meterme en el agua y rogué porque no me siguiera.

Felipe se juntó varias veces con Fischer y sé que visitaron lugares que no me quiso nombrar. Fischer era óptico y comercializaba en la isla lentes, monturas, microscopios y telescopios. Berta, la mujer, era diseñadora de indumentaria y con el dinero heredado de su padre, muerto tres años atrás, se había puesto un taller textil. Ahora estaban atrás de un permiso, que no tardaría en salir, para poner una escuela: deseaban que sus empleados, niños y jóvenes de ambos sexos semianalfabetos o completamente iletrados, pudieran aprender a leer, a escribir y a pensar.

Nos llevaron a ver los corales en un bote con fondo de vidrio, los búfalos de agua chapoteando en los arrozales, los templos de Buda, los elefantes del orfanato de Pinnawala bañándose en el río Maha Oya. Erik era un guía solícito y didáctico. Trataba a los cingaleses con la obsecuencia patriarcal de un político en campaña. Daba propinas generosas, ofrecía trabajo, subía a los niños que encontraba andando a la carreta de bueyes con que nos llevó a “aspirar el aire puro de la isla”, o a la camioneta que por lo general usaba para desplazarse.

Si Berta parecía una mujer de cera, hierática y propensa a la irritación, Erik resultaba sencillamente encantador, lo que en nuestras pampas llamaríamos un tipo campechano y bonachón. Tendría cerca de cincuenta años, unos ojos verdes profundos y transparentes, un hoyuelo travieso en el lado derecho de su cara y un cuerpo ágil, selvático. No era el típico alemanote pálido y rollizo que calza sandalias con suela anatómica y habla del mundo de un modo sentencioso y mortalmente aburrido. Para nada. Al revés, daban ganas de estar con él y más de una vez me encontré deseando que mi marido se llevara a Berta con su legajo de sales y botox y aceite de coco, y me dejara al carismático Erik. Pero no. Siempre había alguien más a quien Erik quería presentarle para engrosar los archivos de “la investigación”.

Si no hubiera sido por las manos, tal vez me habría enamorado de Erik. Las manos eran la única parte de él que no desentonaba con Berta. Eran manos muy blancas —el resto de Erik había adquirido el tono dorado de quien vive cerca del mar— con manchas oscuras que caían al azar en el dorso o los dedos. Éstos, inflados y con refulgentes pelos blancos en su base, se afinaban después de la última falange como los dedos de un pianista y adquirían un carácter delicado, casi enfermizo.


Al quinto día Felipe me llamó desde Galle indicándome que hiciera el equipaje. En dos horas Erik pasaría a buscarme: quería que nos hospedáramos en su residencia, dos kilómetros tierra adentro de Hikkaduwa.

Esperé en la veranda con las valijas al lado de una silla. Al rato, un cingalés con túnica blanca que yo creí empleado del hotel, tomó el equipaje y me señaló un tuk tuk, especie de moto cubierta de tres ruedas que usan los lugareños. A los cinco minutos nos internábamos en un espeso bosque de helechos.

Los Fischer me recibieron en la puerta. Estaban tomados de la cintura y unos niños correteaban alrededor. La casa no era imponente pero me resultó extraordinaria. Construida en la ladera de un monte, iba apareciendo en distintos niveles, como si se asomara entre la vegetación tropical con cierto interés y también con mucha reserva. Los cuervos la custodiaban y cuando subí los escalones que daban al amplio vestíbulo de la entrada, uno bajó de un poste de madera y me rozó la espalda con sus alas. Pegué un grito y dejé caer lo que llevaba en las manos. Los Fischer rieron.

Mi habitación se abría sobre un estanque de nenúfares y lotos. Berta señaló un caminito que bajaba hasta un arroyo. A la derecha se veía una construcción rectangular con paredes que parecían hechas con hojas de palmas o algún material semejante. Es nuestra escuela, dijo Berta con orgullo: allí enseñamos a los chicos otro horizonte.

Tal vez había entendido mal o Berta no había sabido expresarse. La atmósfera era opresiva y bella. Horizonte no se veía ninguno. Le pregunté a Erik por mi marido.

Iba a entrevistar a unas personas en la plantación de té y después pasaba por la choza de Dilan.

Dilan era un joven tamil buscado por la policía. Yo había acompañado a Felipe en otro tuk tuk y por otro camino a visitar al ex guerrillero. Para llenar el vacío en que rápidamente caía la conversación y para que Erik no pensara que el audaz periodista argentino tenía una esposa bobalicona, le pregunté por el camino que llegaba a la choza desde su casa. Como si hubiera advertido ese pudor en que a uno lo sume el sentirse atraído por alguien, Erik se esmeró en la explicación. Lo escuché atentamente para corresponderle. Después llamamos a Felipe. No pudimos comunicarnos ni desde el celular de Erik ni desde el mío.

No te preocupes, procuró tranquilizarme el alemán: acá hay muchos lugares donde no tenés señal.

A las diez de la noche todavía no teníamos noticias. Erik me llevó a la cocina para que viera cómo el cingalés que me había buscado en el hotel esa mañana picaba con dos hojas metálicas sobre una plancha caliente, verduras, pescado y huevos.

Éste es el famoso kottu, dijo.

Cenamos en una de las terrazas acompañados del rumor del arroyo, las plantas de hojas susurrantes y las voces de los chicos que jugaban al parecer en distintos lugares de la casa. Quise preguntarles cuántos eran y cómo manejaban el tema de la comida y la hora de irse a dormir pero la conversación viró hacia la luna que se iba ocultando tras unos nubarrones amenazantes.

Cinco minutos después corríamos a resguardarnos con las copas de vino en la mano. Jorim, el cocinero, ayudó a entrar las cazuelas y lo que quedaba del pan especiado y el kottu. Volvimos a llamar a Felipe. Nada. Les dije que me quería dar un baño para poder aislarme en mi habitación.

Habrían pasado un par de horas cuando se sintió una explosión que nos dejó sin luz. Yo me había duchado, me había puesto el camisón, había acomodado la ropa en el placard y leía en la cama bajo el suave rumor de un ventilador de techo. Como estaba cansada, lo único que lamenté fue el calor. Me levanté y fui hasta el baño para mojarme. Entonces oí el graznido de los cuervos. Me pareció que sus garras y sus picos rompían el mosquitero. Fui presa de un súbito terror. Tomé el celular de la mesa de luz y me iluminé con la función linterna. Efectivamente, los cuervos habían rasgado el mosquitero. Corrí al pasillo temblando. No sabía dónde podían estar Erik y Berta, tal vez dormían. No me importó molestarlos. Llamé al celular de Erik. No contestó. Empecé a deambular por la casa a oscuras tropezándome con muebles, cayendo por escalones. Desde un ventanal vi la tenue luz de los fanales en el ala más alejada del balcón donde se había servido la cena. Avancé hacia esas luces naranjas. De haber visto la puerta hubiera entrado como una tromba a descargar mi miedo en un alud de palabras. Pero no vi la puerta. Me topé con un panel de machimbre, vidriado a metro y medio del piso. Del otro lado, los pabilos de velones y velas quedaban resguardados del viento que soplaba afuera. Me pregunté si habrían cortado la luz a propósito, para darle a la escena cierto toque romántico.

Berta estaba echada sobre una cama en posición ginecológica, los brazos laxos y la espalda eran sostenidos por almohadones. El hueco que dejaban sus piernas era lo suficientemente amplio y generoso como para dar cabida a tres niños que se turnaban para lamerla. A poco menos de dos metros, en una cama paralela, tres chicos más (ninguno superaba los diez, once años) aplicaban sus manitos y sus bocas al velón rey, el príapo del amo. No sé cuánto hacía que estaban en estos menesteres pero enseguida aparecieron unas jovencitas que empezaron a abanicar a Erik y con el movimiento de las palmas lo fueron llevando hasta la cama de su esposa donde finalmente se produjo la cópula. Filmé todo con el celular y antes de salir disparada hacia mi cuarto vi que los niños empezaban a hacerlo entre ellos. En dos casos, con los más chiquitos, las chicas les aplicaban vaselina. Igual gritaron.

Desanduve el camino en desniveles. Cerca de la habitación tropecé con Jorim. Le hice una seña con las manos de que me esperara y busqué en mi bolso un billete de cien dólares.

Llevame a la cabaña de Dilan, tengo que encontrar a mi marido, rogué.

No sé qué habrá entendido de mis palabras pero comprendió lo del billete. Me cambié lo más rápido que pude y me llevé la mochila. Afuera Jorim y otro muchacho empujaban el tuk tuk alejándolo de la casa.

No podemos prenderlo acá, dijo el otro. Se enterarían.

Hablaba en inglés. Los ayudé a empujar. Trescientos metros más adelante encendieron el motor. En el silencio de la noche y el bosque, yo creo que podía oírse a menos que también estuvieran drogados. Avanzamos por los caminos enmarañados de la jungla. Los cuervos nos seguían. Había dejado de llover.

De la cabaña de Dilan salía una luz tenue. Vi a un costado la camioneta de Fischer. Jorim me dejó a unos cuantos metros y se fue.

La noche se había vuelto violenta y desquiciada. Tal vez por eso no golpeé. La puerta de entrada, de todas formas, estaba entreabierta. La casa, oscura y silenciosa, parecía vacía. Unos ruiditos, no obstante, me guiaron hasta la pieza de la que provenía la luz, al final del pasillo. Doblé a la izquierda y me acerqué con sigilo, sin atreverme a llamarlo. Es más: sentía atenazada la garganta. Lo atribuí al miedo. Gotas de sudor me caían de las sienes.

Sentado en el borde de un jergón, Felipe se dejaba acariciar por un niño. Me hice visible. Felipe abrió las manos como si echara un manto sobre sus genitales. Las tenía increíblemente pálidas. Los dedos se afinaban en demasía después de la segunda falange y unas manchas oscuras caían sobre el dorso blanquísimo como mariposas nocturnas.

¿Qué te pasó en las manos?, pregunté desolada.

No es lo que vos pensás, se apuró a aclarar.

El niño había dejado de tocarlo y guardaba sus puñitos culpables entre los delgados muslos resecos.

Asqueada, cubrí mi boca con el hueco del brazo. Me sentí a punto de llorar, de vomitar, de ponerme a darle empellones a Felipe. Di media vuelta y corrí. Afuera subí a la camioneta de Fischer. Las llaves estaban puestas. Las ruedas de atrás levantaron crestas de barro.

Mi enorme fortuna quiso que la camioneta de la bestia contara con un GPS. Tres horas más tarde estaba en el aeropuerto de Colombo. Tenía pensado subirme al primer avión que saliera. La chica del mostrador me dijo que en cuarenta minutos salía un vuelo a Dubai. Cambié el pasaje. Lo importante era irme lo más rápido posible. Imaginé a Fischer organizando una cacería. Me estremecí.

Di unas vueltas alrededor de un cuadro gigante de Buda, tomé una Coca Cola, fui al baño, salí y me senté frente a la puerta 8. El libro que estaba leyendo había quedado en la casa de los caníbales. Empecé a mirar a la gente, algo que trato de evitar porque siempre descubro cosas desagradables.

Esta vez no fue una excepción. Entre los pasajeros que esperaban conté cinco de manos blancas y manchas marrones. Todos eran hombres. Tuve una rara impresión: más que la invasión de las manchas sobre la piel clara, transparente, lo que parecía surgir de esas manos era una lava blanca y mortífera que iba a engullirse lo que quedaba de oscuro en su territorio.

Me restregué la frente, los ojos. ¿Era real lo que veía? Junto a mí había una japonesa joven, de pelo largo, con auriculares en los oídos. Le hice señas:

Excuse me, excuse me.

La chica se quitó los auriculares. Le pregunté si hablaba inglés. Asintió sin ganas. Le expresé mi inquietud. ¿Sabía acaso si había algún virus en la zona que teñía las manos de los hombres?

La japonesa frunció el ceño y la boca. Volvió a ponerse los auriculares y se corrió un asiento. Me miré las piernas minadas de rasguños y ronchas, los borcegos llenos de barro. Mi apariencia debía producir desconfianza. Oí la voz de un hombre a mi derecha.

Es melasma, dijo.

Enseguida miré sus propias manos: estaban limpias.

El hombre me explicó en español que el melasma era un exceso de melanina mal distribuida. Se daba en las embarazadas o por un exceso de exposición a los rayos ultravioletas.

¿Pero por qué ese corte tajante de color entre la muñeca y la mano?, le pregunté señalando con disimulo a los pasajeros que presentaban la anomalía.

El hombre dijo:

Disculpe, en ellos no veo nada, y recogió un faldón de su saco que había emigrado hacia mi asiento.

Yo también me disculpé por importunarlo. Sentí un nudo en el estómago.

Desde el hotel de Dubai primero llamé a mi hermana, que es psicóloga. Mientras esperaba que me atendiera volví a pasarme las imágenes que había grabado. No, no me iba a entender. Corté y llamé al diario donde trabajaba mi marido.

Tengo un material que puede interesarles, dije.

No sé si me movía un espíritu de justicia, de venganza o de vulgar ambición. La recepcionista me pasó con el interno. Una musiquita ramplona y triste me impedía reflexionar. Esperé.


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Candelaria Kristof nació en Buenos Aires en 1967. Realizó estudios en Ciencias de la Comunicación y Consultoría psico-corporal. Publicó las novelas Habiéndote encontrado (1999, Ediciones de la Librería), Desventuras de la novia de tu marido (2011, Planeta), y una crónica sobre el legendario estudio y sello discográfico Del Cielito Records, El Cabildo del Rock (2007, Tomo Producciones) que en 2017 reeditó el Instituto Nacional de la Música bajo el título Del Cielito. El sello del Rock. En 2011 recibió una mención de honor del Fondo Nacional de las Artes por el libro de cuentos Historias que vinieron con el río.


Coordina talleres de escritura y desarrollo de la creatividad.


Ha dicho el Indio Solari, ex líder de la banda de rock Patricio Rey y Los redonditos de ricota, sobre el libro de cuentos Tráfico de Corazones (Modesto Rimba, 2020), del cual aquí se reproduce el cuento Blanco sobre negro: “No existen muchas maneras de cumplir como lector de sus textos irreverentes y angustiantes, que dejarle señalar las mentiras domésticas por las que nos sentimos descubiertos en nuestras herejías moderadas y al mismo tiempo secretas. La ‘marca’ ce Candelaria es un solapado erotismo del cual parece conocer hasta los rincones más oscuros”.



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