El avispado
Tenía yo la edad de los bachilleres cuando por casualidad escuché, en la tienda de la esquina, a dos albañiles del barrio contar anécdotas y pullas mientras bebían cerveza a pico de botella, recostados contra el mostrador que atendía don Isaías, aquel campesino rollizo que había sido desplazado de su parcela a la gran ciudad por fuerzas contrarias a su temple de macho liberal, padre de cinco hijas, nacidas en hilera, una detrás de la otra, como los huevos de iguana puestos al sol o las genovas, esas bolitas de carne dura que parecen camándulas de azabaches colgadas en los estantes de las tiendas de pobres, pero volvamos a las hijas de don Isaías que además eran casaderas y a quienes la costumbre de la época las mantenía encerradas en la casa de inquilinato que habitaban, a la espera de que algo les pasara algún día, no muy lejano, tal como le había pasado a la madre de ellas que una tarde cualquiera desprevenida salió de la pequeña finca donde vivía con rumbo a alguna parte, quizás a cuidar la única vaca que tenía, que aunque flaca era lechera, o a buscar leña para el fogón, ya de eso no se acuerda, y por el camino de herradura se encontró de improvisto con Isaías, el joven vecino más cercano que tenía, tipejo algo pasado de carnes y tosco pero trabajador y fue por eso, por trabajador, que se animó, tan pronto él le insinuó, a treparse en las ancas de la yegua que él montaba lleno de orgullo, sobre todo los días domingos cuando jineteaba rumbo al pueblo en busca de regodeo aunque siempre con algo miedo de que algún borracho, conservador y atravesado, le buscara bronca al saberlo liberal dizque porque las ideas liberales eran anticlericales, tal los curas y las monjas decían, y no solo eso sino también conminarlo por las buenas para que se persignara con devoción suprema so pena de hacerle con el machete bien afilado el corte franela que consistía, en esos bárbaros días, en rebanarle a alguien la garganta y ponerle la lengua ensangrentada de corbata, pero eso poco importa ahora, lo mismo que tampoco nos concierne lo que pensó la madre de las cinco hijas de don Isaías a sabiendas de que al subirse en la yegua terminaría revolcada por ahí, en cualquier paraje escondido del campo, convertida en toda una hembra, de verdad pa’ Dios, tal como le decían a las muchachas que eran desfloradas en esa zona rural llena de eucaliptos y mortiños, pero válgame Dios, ahora me doy cuenta que estoy meando fuera del tiesto con esta perorata porque lo único que te quería contar era una de las tantas anécdotas que les escuché hace ya medio siglo, cuando tú aún no habías nacido, a los jocosos albañiles del barrio, exactamente ese cuento que como ya te dije lleva cincuenta años durmiendo en mi mente, es decir lejos del olvido, y que trata de un pedigüeño que era considerado el bobo del pueblo porque la gente acostumbraba a burlarse de él al momento de regalarle una moneda, la que él escogiera entre una de más valor que la otra, y el hazmerreír del villorrio, con una sonrisa desnuda de dientes, siempre escogía la de menor valor y entonces quienes veían su poca avaricia, su cabeza de chorlito, se burlaban de él y se entregaban a murmurar, entre sonrisas majaderas, de lo pendejo que era el bobo del pueblo al escoger la moneda más desvalorizada, pero de lo que los burlones no caían en cuenta era que el pordiosero elegía adrede, a plena conciencia, la moneda de menos monta porque así siempre habría gente con ganas de burlarse de él mientras él, con cara de caído del zarzo, hacía con sus bolsillos lo que hacen las gallinas con el buche, llenarlos de grano en grano.
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Víctor Rojas
(Bogotá, Colombia, 1953)
Es escritor y traductor, residente desde 1984 en Suecia.
Autor de siete libros de poesía, cuatro novelas, dos libros de cuentos y cinco de ensayos. Por su quehacer literario ha sido premiado, entre otros, por la Federación de Escritores de Suecia (1997) La ciudad de Jonkoping (1998) y la Academia Sueca (2004). En la actualidad es director del Festival Internacional de Poesía de Jonkoping.
Fotografía: Mónica Hasenberg
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