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Antonio J. Quesada

La luz del patio interior

No recuerdo cuándo fue la primera vez que me fijé en la luz del patio interior. Ni cómo sucedió.

Sucedió y punto. “Sucedió y basta”, diría si quisiera emplear un italianismo que me agrada especialmente (pues gracias a él vienen a mi mente mis años en Roma, y eso siempre me hace feliz). Pero es así: no recuerdo cuándo fue la primera vez que me fijé en aquella luz.


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Estoy poco tiempo en casa. Estoy como de paso en mi propia casa, como estoy como de paso en mi propia vida. Tengo vocación de actor secundario. Ni siquiera soy eso que algunos críticos de cine llaman “un secundario de lujo”, no: yo soy uno más.

No me embarga la obsesión por convertir mi casa en mi castillo, como se atribuye a los ingleses. No dedico atención a decoraciones, vecindades ni demás temas razonablemente prescindibles, ni dentro ni fuera de casa. Mi intendencia es perfecta si en casa está todo más o menos limpio (un mínimo nivel) y más o menos ordenado (otro mínimo nivel). Lo suficiente para que yo no tenga que pensar en ello y pueda estar dedicado a mis cosas. Me sucede como con el dinero: quiero el suficiente como para no tener que pensar en él, y ya está. Prefiero otros objetos, antes que esos papelillos de colores y esas monedas tan deseados en todas partes.

Estoy casi deshabitado.

Pero, desde que reparé en aquella luz, nunca dejaba de mirar, cada vez que me acercaba a mi ventana a deshoras. Para comprobar si estaba o no encendida.


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Me asomaba al patio interior de madrugada. Jamás miraba, desde mi lavadero, a una hora de esas que la gente normal considera una hora normal: lo hacía siempre durante la sesión de insomnio de la noche que tocara, como para intentar encontrar alguna luz que quebrara la hegemónica negritud que lo inundaba todo. Y la encontré: tercera planta, en diagonal. Generalmente la luz estaba encendida y, no sé por qué, ver aquella luz encendida me hacía sentir acompañado a aquellas extrañas horas de la noche. Es absurdo pero, cuando la encontraba encendida (casi siempre, por extraña que fuese la hora), me sentía menos solo.

Tenía la seguridad (sin que existiera prueba alguna que me avalara) de que en ese piso debía vivir alguien con la vida rota.

Tenía la seguridad (sin que existiera prueba alguna que me avalara) de que en ese piso también debía vivir alguien con la vida rota.


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No existe la felicidad, lo tengo claro. Existen momentos felices, también lo tengo claro. Me parece que tengo claras demasiadas cuestiones, por lo que veo (curioso: antes no era así). O, al menos, algunas cuestiones importantes. Nunca pensé que pudiera tener tantas certezas, ya que soy el rey de las dudas.

Para algo debe servir ir cumpliendo años laboriosamente, e ir sobreviviendo a esto y a aquello, claro. No solamente sirve para que suban el colesterol y el azúcar y, como te descuides, la vida te practique una colonoscopia a traición. No. Si no eres un zote, algo aprenderás, después de tantos años.

“Después de tantos años… el desencanto”, como escribí alguna vez en un olvidado poema con inevitable sabor paneriano.


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Aquella noche estaba apagada la luz. Eran las cuatro y pico de la madrugada, hora muy razonable para estos menesteres de mirar el patio interior. Me levanté a sobrellevar mis moscas sartreanas, como tantas otras veces, y entré en la cocina, a comprobar no sé qué. Pasé al lavadero y miré, para ver si mi luz cómplice estaba encendida. No. No lo estaba. Me sentí solo.

Encendí el televisor, para disfrutar de algún programa intelectual o de deportes, de esos que miro a deshoras. Poco después volví a la cocina y… la luz ya estaba encendida. Me sentí acompañado. Ahora, sí.

Aquella noche no volví a mirar por mi ventana. No quería asumir que pudiera estar la luz apagada, nuevamente. No quería tentar al destino.


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A veces había ropa tendida, en las cuerdas. Jamás supe quién la tendía. Todo lo que rodeara a esta ventana era un gran misterio. Simplemente la luz era real. La luz.

Y cómo me acompañaba, esa luz, durante las madrugadas.


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En cierta ocasión estaba la luz encendida y, obviamente, me sentí muy feliz. De repente, se acercó una sombra a la ventana. Alguien se iba a asomar, inevitablemente. Supongo que era algo que debía suceder de vez en cuando. Rápidamente, me fui. No quería asumir el riesgo de convertirme en estatua de sal.

Nunca vi a nadie allí asomado. Jamás. Jamás supe quién habitaba aquella vivienda. De vez en cuando había ropa tendida, sí, pero… nunca vi a persona alguna. Jamás.

Quizás no hubiera podido soportar la escena. Nunca tuve curiosidad por saber quién tenía, también, la vida destrozada. Yo solo ya soy multitud.


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No recuerdo cuándo fue la primera vez que me fijé en la luz del patio interior. Ni cómo sucedió.

Pero… me agrada saber que existe.



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Antonio Quesada (Málaga, España, 1974) Profesor de Derecho Civil en la Universidad de Málaga. Ha obtenido diversos premios literarios (“MálagaCrea”, I Concurso de Ensayos sobre Literatura Coreana, Combocarte, Concurso de Poesía Universidad de Málaga, entre otros) y ha sido finalista del Premio Andalucía de la Crítica en tres ocasiones (así como de otros premios). Ha publicado diversos libros de poesía (“Destellos de una existencia”, “Poesía a instancia de parte”, “Desde el otro lado del espejo” y “Cuaderno de Roma”) y de narrativa (“Un mensaje en el móvil” y “Se hace camino al andar”). Ha sido incluido en diversas antologías poéticas (con especial cariño recuerda “Frontera Sur”, de la Diputación de Málaga, coordinada por Francisco Ruiz Noguera), ha escrito prólogos a diversos libros, ha sido incluido en diversas obras colectivas (por ejemplo, los Cuadernos de Humo, número 11, junio de 2016, coordinados por Hilario Barrero) y recuerda muy especialmente la lectura de su poesía que hizo en El Pimpi, en las tertulias coordinadas por José Infante, el día 16 de marzo de 2015 (Tertulia número 102).

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